Eduardo Ramos en un segundo primer plano
El mulato flaco, alto y serio que aparece en la mayoría de las fotos de conjunto del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC fue una figura clave en el despegue renovador de la canción cubana a fines de los 60 y principios de los 70.
Eduardo Ramos (1946–2018) no era de muchas palabras, prefería expresarse mediante la música, aunque, como veremos, también se adueñó de las palabras para hacer canciones. Mas sucede que su participación en la base del GESI —y luego en la conducción del colectivo fundado por Alfredo Guevara y Leo Brouwer en 1969—, que se convirtió en un reducto de creatividad y resistencia en medio de los embates generados por las distorsiones de la política cultural en aquellos años, hicieron que en Eduardo se vieran el liderazgo y la solvencia como instrumentista y orquestador por encima de sus contribuciones a la renovación trovadoresca.
En una ocasión confesó a quien suscribe este comentario: “Nunca me he considerado un trovador como lo son Silvio, Pablo, Noel y esos otros que dieron nacimiento a la Nueva Trova. Estamos hablando de trovadores en cuerpo y alma, de razón y poesía, como lo fueron Corona y Sindo, por citar dos auténticos monstruos. Cuando hago canciones, sale una mezcla de afición y vocación en el caso de aquellas en que he querido expresar vivencias y estados de ánimo. Pero como músico, creo en el encargo como facilitador de la inspiración, y esa es la zona de mi creación a la que te refieres”.
Lo dicho por él respondía a una interrogante: ¿cómo conseguir que las urgencias de una demanda para la banda sonora de un documental o un espectáculo se traduzcan en admirables obras de arte e impacten en vastísimas audiencias hasta llegar a ser huellas memorables e imprescindibles en el imaginario popular de más de una generación?
Eduardo añadió un elemento, para él, decisivo: la interpretación. “Cuando tienes buenos intérpretes, que no solo entienden lo que tú escribiste, sino lo multiplican con toda la fuerza del mundo, la canción camina sola, y para nada molesta quedar en segundo plano. Yo he tenido esa suerte que responde, como sabes, al nombre de una gran amiga y excelente músico, Sara González”.
Tan certera percepción tuvo Eduardo de lo que sucedió con dos de sus más emblemáticas creaciones, que al día de hoy, más de cuatro décadas después de haberlas compuesto, Su nombre es pueblo y Canción de los CDR forman parte inalienable del patrimonio sonoro de Sara y de nuestro pueblo. Quizás si Sara hubiera puesto voz a Canción de todos, una pieza rebosante de justo clamor épico y musicalmente impecable, esta también estuviera en los labios de nuestra gente.
Podría hablarse de entrenamiento y sensibilidad para captar esencias populares y devolverlas al punto de partida, de extremas profesionalidad y capacidad de respuesta, pero también de una comprometida correspondencia entre su vocación personal y los objetivos colectivos de un grupo que se concibió como un taller innovador.
“Cuando tienes buenos intérpretes, que no solo entienden lo que tú escribiste, sino lo multiplican con toda la fuerza del mundo, la canción camina sola, y para nada molesta quedar en segundo plano. Yo he tenido esa suerte que responde, como sabes, al nombre de una gran amiga y excelente músico, Sara González”.
Fue admirable la empatía que unió a otros tres instrumentistas del GESI con Eduardo: los guitarristas Sergio Vitier y Pablo Menéndez y el pianista Emiliano Salvador. Una de las piezas que solía incluir Sergio en su repertorio como concertista solista es Guajira en cinco por cuatro, de Ramos. Revisitar Ekue, escrita a seis manos por Eduardo, Menéndez y Emiliano, coloca al escucha ante la revelación de una de las líneas más fecundas del jazz cubano, la que tiene que ver con el legado de los ritos litúrgicos de origen africano. Otra experiencia inquietante se tiene ante Báilalo si puedes, del mismo trío autoral, descarga monumental que toma como base la explotación exhaustiva de un patrón métrico irregular.
Esto se hallaba ya en la sangre y el oficio de Eduardo, cuando se saben sus antecedentes. En 1966, Rembert Egües, pianista, vibrafonista y compositor, y Carlos del Puerto, contrabajista, que habían salido del combo de Felipe Dulzaides, contactaron con el guitarrista y compositor Martín Rojas, y este a su vez los llevó a conocer a un amigo suyo, Eduardo Ramos. Pronto se coció la trama de una formación emergente, en la que Eduardo fungió en un inicio como guitarra segunda. En la percusión, alternaban José Luis Quintana, Changuito, y Enrique Pla. El combo sentó plaza en el restorán La Torre, en el Vedado. Al escucharlos, Leo Brouwer les sugirió un nombre: Sonorama 6.
Entre el filin, el jazz y la descarga cubana, Eduardo amplió sus horizontes, al punto que en medio de los trajines del GESI dio a conocer una de sus mejores obras y uno, valga la redundancia, de los mejores boleros de nuestra época, 36 peldaños. Ese es un Eduardo que debemos evocar y promover a un primer plano en estos y próximos tiempos, tan necesitados de hallar asideros para el crecimiento de nuestra espiritualidad.