Dostoievski y compañía crujiendo en una hoguera oscurantista y posmoderna
“Cuando reflexionamos sobre las diversas ideas que se hallan en nosotros es fácil percibir que no hay mucha diferencia entre ellas cuando simplemente las consideramos como dependencia de nuestra alma o pensamiento”.
René Descartes (El Discurso del Método)
El sueño de la razón produce monstruos. Desde el Iluminismo alemán hasta las pinturas negras de Goya, sabemos que las figuras oscuras aparecen en los momentos en que dormitamos como humanidad. Porque lo único que se necesita para el reinado del mal es la pasividad del bien. La rusofobia, como todo elemento xenófobo, se extiende en las regiones más absurdas del imaginario occidental de inicios del siglo XXI. Junto a una falsa conciencia en torno a la identidad rusa y el pasado soviético, persiste la visión amenazante de un monstruo que estaría a poco de tragarse el mundo. Dicha bestia negra es, figurativamente, Putin y su ya extenso mandato.
Con los acontecimientos de la guerra en Ucrania, la retórica se ha acelerado. En la ópera, le prohíben a Plácido Domingo interpretar a autores rusos. Piezas de Tchaikovsky son susceptibles de censura, pues estarían expresando la naturaleza depredadora de la potencia eslava (se arguye el nacionalismo subyacente en pasajes como la Obertura 1812, donde los cañones resuenan y celebran la victoria sobre Napoleón). Indudablemente, existe un viejo complejo occidental que proviene desde las disputas territoriales de hace por lo menos tres siglos: Rusia jamás ha sido derrotada, por mucho que Europa haya intentado traspasar las fronteras en contra de Moscú. Esta identidad eslava fuerte pesa sobre un área cultural y geopolítica importante, conspirando contra hegemonías ideológicas prooccidentales. Por ende, el culpable no es Tchaikovsky. En varias universidades, cancelan a Dostoievski o introducen a autores ucranianos como parte del currículo para contrapesar la presencia del genio ruso. Todo un andamiaje ridículo que entronca con la cultura de la cancelación que desde hace décadas se ejerce a partir del poder de las redes sociales como plataforma de fuerza.
Según dice Slavov Zizek, la posmodernidad crea dos efectos en la sociedad contemporánea a partir del decreto de la muerte del sujeto fuerte: la hipertrofia de la ética y la ubicuidad de los estudios culturales como perspectiva para leer los acontecimientos. Y es que cuando eliminamos un punto de vista centrado, que busca la verdad y la sujeta desde su ángulo, se corre el riesgo de un relativismo que, paradójicamente, a pesar de su demagogia populista y reivindicadora del libre albedrío individual, se transforma en un camino hacia la servidumbre y la ignorancia. La hipertrofia de la ética nos indica que se han perdido las brújulas de lo justo, que no existe ya un paradigma y que lo correcto y lo buenista es lo que beneficie intereses directos y de forma cínica. Bajo esta óptica, podemos entender la rusofobia actual y las tantas otras fobias salidas incluso de un enfoque supuestamente progresista, pero que posee el sello indeleble de la izquierda woke comprometida con los intereses del gran capital. Este ídolo falso, como el becerro de oro de la antigüedad, oculta la búsqueda de una ética humana, ya que niega el viejo anhelo iluminista de disipar las sombras y los monstruos. Enmanuel Kant había de hecho reivindicado la necesidad de sobresalir por encima del estado de violencia y de fuerza, y hacer un paradigma del entendimiento, uno que construyese leyes universales, a partir de una total eticidad. La Ilustración creía firmemente en que había una verdad justa que hallar y que nos dirigíamos hacia esa utopía. Pero con la posmodernidad se produce un vacío desolador y lacerante. La pobreza epistémica se intenta suplir con las “muchas verdades”. El relato de la inclusividad es excluyente en tanto moralista y totalitario, ya que todo aquello que no entre en el canon pudiera cancelarse sin discusión. La paradoja ocupa un sitio esencial en este panorama e impacta las prácticas políticas concretas. Las fobias de hoy no solo renuncian a la lucha contra el becerro de oro, sino que se enmaridan con los monstruos. Es el sueño de la razón.
“Colocar a Rusia como la causante de todos los males de Occidente en el siglo XXI puede resultar una explicación simple y errada, pero que en el plano de los belicismos y de las frases hechas deviene efectiva”.
Volviendo a Zizek, hay que recordar que para él la ideología no es falsa conciencia solamente, sino que se trata de una forma simple a través de la cual las personas le hallan sentido a la realidad, aunque ellas mismas sepan estar equivocadas. Y es que en la creación de este entramado de ideas, hay un factor gratificante y subconsciente que está relacionado con el placer y que justifica la existencia de procederes incluso inhumanos. Zizek explica que durante la República de Weimar existían explicaciones mucho más completas acerca de la crisis social y la inflación, pero la gente decidió creerle a Hitler, porque el relato de una traición judía era simple y la posibilidad de una venganza inmediata gratificaba el subconsciente tanto colectivo como individual. De la misma manera, se puede entender que colocar a Rusia como la causante de todos los males de Occidente en el siglo XXI puede resultar una explicación simple y errada, pero que en el plano de los belicismos y de las frases hechas deviene efectiva. El sueño de la razón decretado por la posmodernidad le permite a los hacedores de ideología casi cualquier cosa que luego sea amplificada por la propaganda.
La visión woke sale de los entresijos de la más fundamentalista posmodernidad, esa que declara como ofensivo todo aquello que vaya contra la corrección política de un poder fáctico. No hay una emancipación en los entretelones de esta ideología, sino una explicación fácil y hecha desde el odio para resolver en apariencia los conflictos. Se discrimina en respuesta a la discriminación, se violenta para ir contra la violencia, se silencia para luchar contra la censura. El malo siempre será el otro cultural, ese que se ha satanizado y al que ni siquiera conviene conocer porque puede transformarnos en su igual, puede contaminarnos, convertirnos a su religión y sus ideas. Cualquier parecido con el oscurantismo, por ejemplo, inquisitorial no es mera coincidencia, ya que el sueño de la racionalidad no conducirá jamás a una búsqueda, sino que dirá constantemente que se ha hallado la verdad definitiva y, paradójicamente, que dicha sentencia es plural, diversa, inclusiva y que ir contra la misma deviene pecado imperdonable. En nombre de lo mejor, se llega a lo peor. Y como reflexiona Zizek, los movimientos woke no van contra el capital, sino que son reproductores de su ideología. El sistema posee una doble dimensión material y simbólica que requiere de la funcionalidad de grupos sociales que, lejos de velar por los intereses de los obreros y los pueblos, transforman la pelea en un becerro de oro. La ideología woke sabe incluso que está equivocada, que ni Dostoievski ni Gogol, ni Tolstoi ni Tchaikovsky guerrean en Ucrania ni tienen conexión con los acontecimientos de una belicosidad geopolítica entre potencias; pero las soluciones a los conflictos son explicadas desde la ideología a través de emociones y no de hechos.
Cuando Nietzsche reivindicó las interpretaciones por encima de los sucesos históricos estaba de esa forma sentando las bases de una visión del mundo desde la voluntad del poder fáctico, la cual luego sería capaz de manejar la verdad y de imponer visiones interesadas y con sesgos evidentes a través de la propaganda. Hitler lo hizo mediante un sistema ideológico que simplificaba todo al “problema judío”. Según Heidegger, en su Discurso del Rectorado, Alemania era la sucesora de Grecia y por ende el centro de Occidente y de la civilización, cuyo papel debía extenderse por el mundo. Ante el cosmopolitismo hebreo, los nazis proponían la “pureza” racial y los estereotipos arios de un pueblo “sano” que fue engañado en 1918 por el capital y los políticos. Este discurso revanchista caló fuerte y devino motor de un momento histórico: el auge del fascismo. Interpretaciones parecidas florecieron en toda Europa. Italia hablaba de su raíz romana y de la necesidad de redimir aquellos territorios “irredentos” que culturalmente formaron el área de influencia del antiguo imperio. España franquista buscó su vertiente católica y su supuesto papel defensor de la fe en contra del cosmopolitismo, el ateísmo y el marxismo. En esa cuerda lo puro y lo real siempre dependen del odio hacia el otro, al cual se le considera espurio y bastardo. Por eso Zizek habla de que el peligro del moralismo de querer acabar con los defectos de una sociedad haciendo ingenierías forzadas está en la destrucción de las libertades y la democracia, siendo al cabo dicho remedio un motor para más monstruos y corrupciones. La supuesta limpieza que predican los canceladores de la cultura woke es un intento totalitario de purificación el cual desemboca en la ausencia de puntos divergentes y en una agenda dictatorial.
Todo aquel que oiga música rusa, que vea ballet ruso o consuma algo ruso es, para esta moda política, un criminal de guerra. Las culpabilidades sobrepasan los hechos y se transforman en interpretaciones susceptibles de propagandizarse, exagerarse hasta la distorsión, hasta que no quede una gota de espacio para la libertad y la reflexión. El poder requiere de esa asfixia y se sirve de la hipertrofia de la ética que resulta de lo posmoderno. La venta de humo es su función favorita, ya que cuenta con los recursos y con los medios de prensa hegemónicos. Nadie va a cancelar a nadie por consumir un filme norteamericano (y eso que Estados Unidos lleva siglos invadiendo países), pero basta con que toques un producto ruso para que vayas a dar al basurero de la historia. La doctrina del odio ni siquiera busca ser explicada, solo se impone y funciona. La gente sabe que está mal, pero tiene que encajar socialmente, debe trabajar y producir y no está apta para, desde su pequeñez, entender o solucionar estas cuestiones de orden macro. Por privado se comentará que es una estupidez cancelar todo lo ruso, pero en público se impondrá la corrección por miedo al aislamiento, a la fulminación totalitaria, a convertirse en un no persona tal y como acontece en las distopías literarias del siglo pasado.
Francisco de Goya explicó bien este panorama en su famoso cuadro El sueño de la razón produce monstruos,donde hizo un reflejo de lo que era la renuncia a pensar. Tras un siglo en el cual se buscaba la verdad y se creía en la misma, al pintor le tocó una era (el romanticismo) en la cual se iba viendo que la humanidad es incapaz de esas grandes conciliaciones y que marcha más por la senda de los intereses. Los monstruos de las pinturas, criaturas aladas, demoniacas, son representaciones figurativas de las explicaciones irracionales y de odio que calan en la gente y que, como mecanismo de gratificación subconsciente, sirven para argumentar a medias un fenómeno. El oscurantismo que se pensaba cosa del pasado, reaparece en forma de un bestiario novedoso y más creíble. Recordar que en las iglesias góticas de la última Edad Media existían figuraciones de los infiernos, las cuales se usaban como intimidación hacia las masas. Ahora, a partir de la posmodernidad y sus antecedentes, todo surge del sueño voluntario de la razón, ese que hace creer en la maldad intrínseca de otras identidades, de ese otro cultural, de ese extranjero que puede ser ruso, africano o latino. Ilusión y falsa conciencia que operan en el plano político de forma monstruosa al transformarse en cancelación, en silencio y censura. Ya Hitler había llamado al arte judío con el nombre de “degenerado” y prohibió a importantes autores en la Alemania nazi. Ahora el traspaso del tiempo nos coloca ante una paradoja parecida y se le da el mismo tratamiento a los rusos.
Un conflicto bélico nunca es deseable y puede tener miles de aristas de análisis, pero nunca será sustento para la eliminación simbólica de otros seres humanos. Quien comienza quemando libros, termina quemando hombres. La historia se ha repetido cíclicamente y hemos reproducido los mismos odios. Nuestra mentalidad primitiva busca el placer gratificante de solucionar rápida y eficientemente algo, aunque se trate de una mentira y las cuestiones lejos de desaparecer sigan vigentes. La visión woke de la realidad es un becerro de oro que privilegia los monstruos y las falsas ideas. En esa cuerda se inserta la rusofobia como un odio más hacia el diferente, que es funcional a los intereses supra del poder fáctico y sus comandos de dominio globalizado. Para despegarse de esa ideología posmoderna habrá que revindicar la razón como utopía posible, al sujeto centrado y fuerte como punto de vista para esclarecer un hallazgo y saberlo interpretar. Porque en realidad no ha desaparecido dicho factor eurocentrista de la historia, sino que se ha camuflado en los estudios culturales, en la inclusividad excluyente y en la hipertrofia ética que elimina el pensamiento crítico y la libertad creativa.
“Un conflicto bélico nunca es deseable y puede tener miles de aristas de análisis, pero nunca será sustento para la eliminación simbólica de otros seres humanos”.
El siglo XXI ha llegado con una coyunda de corrección política propagada en las redes sociales como nuevo mecanismo de control social. Este sujeto fuerte y centrado actúa con contundencia en la historia y nos pide, casi nos obliga, a que renunciemos al establecimiento de nuestro propio sujeto, de nuestro derecho a pensar. La solidez del poder fáctico del capital contrasta con la endeblez de los pueblos, que carecen de una ideología de emancipación y se subsumen en lo woke y las falsas reivindicaciones caleidoscópicas, según las cuales no leer a Chejov es luchar contra la opresión. Por estúpido que parezca, la vigencia de este accionar está más afianzada cada día. Quizás la humanidad no tenga como destino ningún tipo de utopía —a menos que se proponga luchar por ello de forma consciente, cosa que hoy no sucede—, sino que se está a las puertas de dos opciones bien plausibles: lo apocalíptico o que el sistema se torne un fascismo global con facultades ilimitadas. En estos caminos persiste el enunciado de que nos movemos mediante ideas gratificantes y monstruosas, las cuales nos alejan de los horizontes más complejos y de las soluciones reales a los conflictos.
Mientras transcurre el sueño de la razón, las hogueras que hoy crepitan con las páginas de Crimen y castigo o La guerra y la paz, mañana esperarán por ti o por mí.