Donde el sol brilla
6/5/2019
Por regla general, cuando asistimos, en un teatro, al concierto de una relevante figura de la cultura, se nos entrega un programa de mano, documento donde aparece impreso, con lujo de detalles, justamente el orden y las singulares características del espectáculo que vamos a presenciar. Los mencionados programas de mano, que están concebidos dentro de los parámetros del mayor rigor artístico, contienen una reseña biográfica de la personalidad invitada, además de una relación de los premios y reconocimientos merecidos durante su trayectoria. Incluso es frecuente que aparezcan incluidos fragmentos de artículos publicados, a cargo de importantes críticos, sobre la obra del protagonista del concierto.
Por supuesto, este cúmulo de información nos prepara de antemano acerca de las expectativas con que debemos asumir semejante hecho cultural. Otro tanto ocurre cuando tenemos en nuestras manos un disco del artista que vamos a disfrutar en directo. Las consabidas notas discográficas, al igual que los comentarios periodísticos que suelen acompañarlas, representan el testimonio teórico imprescindible que engalana tanto al disco que vamos a escuchar como al DVD que nos permitirá sentirnos como si estuviéramos entre los espectadores en la locación del evento.
Sin embargo, hay músicos con los que, cuando somos testigos de ese clamor del alma que nos llega por su maestría desplegada en vivo, la utilidad del mensaje plasmado en el programa de mano probablemente merezca un descanso, pues no lo abriremos de nuevo hasta que concluya el concierto.
Entonces, hagamos, por un momento, caso omiso del folleto con las notas que nos obsequiaron al entrar al teatro y hasta olvidémonos de todo lo que hemos leído en otros documentos acerca de esta figura excepcional del arte en nuestro país. No pensemos en otra cosa que no sea el modo en que somos conmocionados por una sensibilidad artística de tal magnitud que nos remontará a elevadas alturas espirituales. Así, permítaseme poner de ejemplo lo que nos sucede cuando asistimos a una actuación del compositor e interprete Frank Fernández. Francamente, pudiéramos referirnos a una andanada continua de muestras del talento que lo distingue, como para convencernos de que somos testigos de un virtuosismo superior en el dominio del piano, o tratar de explicar cómo quedamos subyugados por esa capacidad suya para compartir, desde su propia banqueta, la espiritualidad de cualquier mito del universo cultural de la historia de la música, específicamente de quienes ha abordado sus composiciones al piano. Disponernos a reconocer el ámbito ilimitado de un profesional del rango de Frank Fernández implica tales sensaciones, pero, a la vez, dicha acción conlleva una profunda repercusión en la condición humana de quien tenga el privilegio de disfrutar de su entrega. Como sucede en los cuentos de magia, mientras dure la música que se desprende del piano, quedaremos hechizados por el espíritu poético de un cantar que nos transformará interiormente. Tiene la virtud de hacernos sentir liberados de cargas deprimentes que debiliten el enriquecimiento vital de un corazón abrumado. Es el desencadenamiento del potencial creativo adquirido por ese ser humano que es Frank Fernández, a quien le ha sido concedido el don de deleitarnos con el esplendor de sus inequívocos méritos como músico.
Al final del espectáculo, en medio de la ovación, leer las notas del programa adquiere otra connotación. Queremos tener entre nuestras manos todo lo que se ha escrito y dicho sobre la vida y obra del artista que hemos disfrutado porque, como en el caso del maestro Frank Fernández, este acaba de recrear ante todos nosotros la esencia de un emotivo pensamiento martiano: “Donde quiera que el hombre se afirma, el sol brilla”. [1]