Dinero y sociedad. Las dos caras de la moneda
13/11/2018
“Time is money”, reza el viejo adagio capitalista, una tradición que tiende a cosificar nuestra humanidad en un fajo de papeles que deciden el “sí” o el “no”. Para quien se sitúa fuera de los entresijos de la economía política, el juego parece indescifrable, pero de unas reglas tan omnipresentes que se acatan o te atacan.
del capitalismo neoliberal. Foto: Granma/Contrainfo
Es triste que la gente no sepa que, cuando se define a sí misma por las cosas que posee, se animaliza. La propiedad pareciera ser la condición prehumana que está allí no bien accedes a un mundo de relaciones entre cosas y no entre personas. Fácil resulta fijarnos en los jóvenes, o no tanto, que nerviosos recurren una y otra vez al celular cuando se sienten incómodos, observados, fuera de lugar. Pareciera que dicen “miren lo que tengo, esto me da un estatus y un respeto especial”.
La maquinaria cosificadora no se detiene, ya que responde a un fenómeno que Marx llamó la fetichización de la mercancía, o sea, cómo el producto del trabajo esconde su naturaleza detrás de un precio siempre inalcanzable y simbólico. Así, quienes no acceden a las cosas, no ostentan el signo de una “humanidad” determinada, de un cierto nivel de civilización, son por tanto salvajes e inferiores.
En la lógica del mercado funciona, pues, el darwinismo social (en referencia a Charles Darwin, formulador de la teoría de la evolución de las especies). Si no posees, si no ostentas, si no perteneces a determinada clase, significa que mereces morir o subsistir en la periferia de la vida. Un relato que tiende a afiliarse a la vieja fábula justificadora del capitalismo: había una vez un grupo de vagos y un chico trabajador, los primeros se hicieron pobres y el segundo terminó siendo rico y empleando al resto.
Los ricos merecen ser ricos y los pobres ni siquiera merecen, así se define la lectura más salvaje del capitalismo neoliberal tras el desmonte del Estado de Bienestar y la retirada de la socialdemocracia al estilo europeo. Ideas que pesan sobre el comportamiento cotidiano del homo propietario de hoy, cualquiera que sea su nivel intelectual. El propio adolescente que saca su celular está portando una ideología, de forma inconsciente, que rebasa el simple acto de usar un objeto tecnológico.
Y no se trata de negar el desarrollo, sino de cómo este último se convierte en un fenómeno exclusivista y discriminador, distintivo de la pertenencia a una clase social u otra y no, como debiera ser, un simple y útil objeto con valor de uso. La técnica se rev(b)ela contra el hombre, como bien formularan los filósofos de la Escuela de Frankfurt, en una visión de la mercancía como fetiche que se alarga al mundo de la cultura cotidiana.
No conocer la economía política no te exime de sufrir sus excesos, de hecho, te convierte en un esclavo (¿quizás feliz?) de las leyes inhumanas que transforman en una cosa incluso nuestros sentimientos. En la era del dinero, el matrimonio es más cada vez una institución de propietarios; así resulta común aludir a fulano o mengano como “un buen partido”, porque tiene casa, dinero, carro, viaja al extranjero y un largo etc., siempre lejos de cualquier versión sentimental o de atractivo físico.
Fulano puede ser cojo, pero con dinero arregla la situación, puede que sea tonto, pero compra a otros más inteligentes y demuestra así su brillantez al dominarlos. Será feo, pero el dinero lo torna hermoso. La dictadura de este fetiche, incontestable, deforma lo que efectivamente debe ser, lo racional en el sentido hegeliano (“Todo lo real es racional”). El dinero tiene una ontología propia que no coincide con la ontología humana. Ello nos lleva a hablar del hombre como un ser con numerosas prótesis.
El capitalismo más reciente, mediante la unanimidad de la falsa conciencia del mundo (alienación de la naturaleza humana auténtica), estableció un dominio a través de la técnica sobre la capacidad crítica de los sujetos. Este desarrollo material, fruto del conocimiento científico, es, en palabras de Max Horkhaimer y Theodor Adorno, totalitario. Dichos teóricos en “Dialéctica del Iluminismo” diseccionan cómo la razón ilustrada se invierte, se vuelve su contrario, al servirles a Einstein y a Truman a la vez (con objetivos teóricos el uno y con miras de dominio político el otro).
Karl Marx denunció con más fuerza el comportamiento del dinero en sus “Manuscritos económicos y filosóficos”, donde dice: “El dinero es el alcahuete entre la necesidad del hombre y el objeto, entre su vida y los medios de vida”. Más tarde dirá que se trata de la capacidad alienada del ser humano, ya que compra y hace efectivo lo que no es y frena lo que es. De manera que el hombre, aun teniendo una ontología propia, una naturaleza, debe someterse a la naturaleza de este alcahuete.
De ahí lo necesario de las ciencias políticas y humanas, de la filosofía en los planes de estudio. Por eso el interés de las élites en financiar pasantías y becas en carreras técnicas, a la vez que desmotivan e incluso cierran las cátedras de estudios humanos. A los ideólogos de carrera, esos que dicen que ya no hay ideologías, les interesa: uno, que no haya otros ideólogos de contrapartida, dos, que los hombres de ciencia no filosofen, no piensen, sino que investiguen la técnica misma.
Heidegger estaba en lo cierto cuando habló de un saber que niega el saber, o sea que se pone en función únicamente del arrasamiento de la tierra. Es un saber que fue comprado y perdió su ontología, su naturaleza. Existe para santificar el statu quo del dinero como alcahuete, integrará cualquier discurso que tienda a esconder el carácter totalitario de esa técnica, de ese saber que está invertido, que contraviene a sí mismo.
Hoy, ideólogos de carrera no se esconden para decir que las elecciones multipartidistas funcionan “como el mercado”, o sea las opciones políticas se colocan bajo demanda y el votante asume el rol de un consumidor. La ideología, según los popes de ahora, poco importa, vale más el glamour y el show mediático de esas mercancías-candidatos. No hay ideología, nos dicen, es el siglo XXI, nos venden/compran como algo natural, nos esconden así lo natural verdadero, la ontología humana.
Detrás de la pérdida de la identidad y la suplantación por el dinero, hay siglos de violencia, porque, aunque se quieran trastocar los planes de estudio, la historia está allí para mostrarnos que, como dice Hegel, avanza por su lado negativo. Lo natural solo es en la medida de las necesidades humanas (alimento, vestido, techo, trabajo, ocio), en la de su racionalidad que se torna o no real, pero, bajo la égida del dinero, esa razón, esa racionalidad, son totalitarias, matan siempre que lo necesitan.
El dinero es la razón humana invertida, aberrada. El único totalitarismo que ha existido, incluso en los regímenes del socialismo histórico, se debe a la naturaleza perdida de la técnica (la razón) a manos del dinero.
La desaparición de los Estados socialistas, que no la del socialismo como alternativa política, se explotó de manera propagandística hasta agotarse los arsenales ideológicos de las arcas oficiales. Primero se proclamó el triunfo del liberalismo, luego se desmontó la socialdemocracia (que era un comodín sanitario frente a los socialismos reales), para terminar renegando del liberalismo propiamente en la instauración de una razón totalitaria de corte corporativo a nivel global. En el horizonte ideológico del dinero no hay una meta positiva, la historia avanza en su lado negativo y hace del ente humano un ente a secas en manos de otros entes con dinero.
Ese vacío del mundo coloca a los movimientos sociales en la encrucijada de no saber hacia dónde dirigirse, por un lado el derrocamiento del régimen va más allá de la toma del poder político, por otro está la carestía de una ideología funcional en términos socioeconómicos que sustente un proyecto alternativo real, en medio del mercado global.
Ya no estamos en la Comuna de París, ahora el enemigo es a la vez invisible y omnipresente, la complejidad del panorama de la emancipación del hombre pasa por el adormecimiento de las conciencias a manos de la publicidad y la desmovilización propia de los sistemas electoreros.
El establishment te obliga a jugar sus calendarios y juegos, impone reglas, desintegra e ideologiza desde su lado a los contrarios. El dinero en esto, como mediador de las relaciones humanas, sigue trastocando la ontología real en falsa, la percepción del sistema se distorsiona y se coloca en un plano infalible no obstante sus defectos.
Por otro lado, el marxismo clásico no doctrinario se queda a menudo en la crítica al capitalismo, pero tiene dificultades en la construcción de una economía política propia, el caso más sonado es China que entró por la puerta del mercado y ha sufrido sus beneficios y durezas.
La eliminación del dinero, lejos en el horizonte (si es que hay horizonte), no pasa por elidir la moneda como hizo el criminal régimen de Pol Pot en Kampuchea. Tampoco por el infantilismo de izquierda de equiparar equidad con equidad en la pobreza, lo cual ya vemos que en un mundo globalizado genera una porosidad con el mercado y a la larga la invasión del socialismo real por las mercancías y lujos del campo opuesto.
En algo coinciden todos, incluso y a regañadientes los ideólogos oficiales, el capital, el dinero, no ofrece una alternativa viable a la Humanidad. Quienes son enajenados por el dinero no tienen futuro, son como diría Franz Fanon, los condenados de la Tierra. Esa incapacidad manifiesta del régimen obliga a los ideólogos de la oposición, nosotros, a plantearnos una constante de lucha que abarque la multiplicidad de los escenarios.
Este Calígula que también es capaz de colocar a su caballo en el senado, porque para ello tiene el dinero, no ofrece argumentos reales, de peso, que les den a las masas un horizonte de oportunidades. Hará que su amante, una chica sin seso y bonita, sea senadora, pero frenará que haya en Europa otro partido como Podemos y otro Pablo Iglesias.
Una metáfora de la película “El ciudadano Kane” de Orson Welles nos muestra hasta dónde llega la naturaleza del dinero como inversión de la razón humana, de las capacidades reales en discapacidad y viceversa. Charles Foster Kane quiere que su novia, una bella pero incapaz cantante, interprete la exigente ópera “Salambó”, compra el conocimiento para ello (les paga a los mejores profesores de solfeo, inaugura un teatro inmenso y lujoso, dispone a la crítica a su favor). El día del estreno, la actuación de la joven cantante fue desastrosa, no alcanzó las notas adecuadas, todos miran hacia Charles Foster y aplauden por inercia hasta que, finalmente, se retiran del teatro y lo dejan aplaudiendo solo.
Calígula no logró que su caballo, su novia, fuera una cantante de ópera. Orson Welles no era comunista, pero en esta pieza se decanta la naturaleza perversa de la razón comprada, esa que intenta distorsionar la ontología humana real y muchas veces lo logra (otras, como en este caso, no). ¿Era un canto del genio Welles al genio mismo del hombre? De cualquier manera esta reivindicación de la condición humana por encima del dinero no cayó bien, el resto de los proyectos del cineasta provocaron el rechazo de parte de los productores de las compañías (la razón, la técnica).
Welles engordó aún más, quizás refugiando su frustración en la comida, vivió de la marca de aquella película, de su aura de genio, de su ontología independiente, le costó bien caro, Calígula no olvida jamás.