Viaje al centro de la tierra es un disco que Diego Gutiérrez nos debía, pero, más que todo, se debía a sí mismo; al entorno físico y espiritual en el que creció y con el que dialoga permanentemente, aun cuando medien tiempo y distancia. Ni su música ni su persona serían lo que son al margen de la experiencia vital que lo llevó a ser uno de los protagonistas del ambiente cultural de Santa Clara en los años 90 del siglo pasado.

“Un viaje que vale la pena por el timonel, sus pasajeros a bordo y los puertos de llegada”. Imágenes: Tomadas del perfil de Facebook del artista

Supe de él en El Mejunje, espacio donde lo imposible es posible, proteico, inclusivo; donde caben todos los sueños y todas las artes. Ramón Silverio, su fundador, arropó a los jóvenes trovadores que con sentido del humor se dieron por nombre la Trovuntivitis. Diego era uno de ellos: con personalidad propia, buscándose y encontrándose desde la tradición trovasonera hasta el rock, el pop, el reggae y otros ritmos conectados con las más auténticas músicas urbanas de su tiempo. A diferencia de otros trovadores coetáneos, comprendió bien pronto que debía empinarse a partir de la singularidad del lenguaje musical; de ahí que su obra no es la de un mero cantor que se apoya en las palabras —las que nacen de sí o las que toma de los demás—, sino la de un músico que ha ido dominando, de menos a más, los entresijos de la composición y la interpretación, como factor esencial en la comunicación con públicos cada vez más amplios.

Ello se hace visible y audible en su discografía, particularmente en los álbumes De cero (2005) y Palante el mambo (2018), y en piezas de su autoría como “Sabor salado” y “En la luna de Valencia”, que forman parte de la banda sonora de no pocos cubanos —ellas y ellos, por supuesto— de nuestra época.

Para ser exactos, y fieles a la propuesta del disco que presentamos, habrá que decir que en el principio fue la poesía, y estoy seguro de que en todo lo que vendrá ella nunca dejará de estar, como cuando en el poblado de Ciego de Ávila —donde nació en 1974— su madre citaba a poetas cubanos del siglo XIX. También, antes de inclinarse definitivamente por la música escribió versos y exploró los modos de contemporáneos de la lírica —no se sorprenda si encuentra poemas de Diego en una publicación local avileña o en las páginas de la antología Faz de tierra conocida (2010), preparada por Yamil Díaz Gómez para la editorial Letras Cubanas. Aprendió a jugar con las décimas cantadas por ingeniosos y calificados improvisadores, y compartió inquietudes y obras con los poetas villaclareños en aquellos años de iniciación trovadoresca.

Ahí les va una confesión de Diego: “Defiendo mi pretensión de poeta con altivez y humildad; mis canciones no pretenden nada más y nada menos”. Y esta otra: “El poema no agota la poesía, es solo su encarnación momentánea”.

Lógico y natural fue entonces que se interesara por hacer música con los poemas de amigos y gente de otras generaciones que aprendió a querer, bajo el denominador común de un sentido de territorialidad conscientemente asumida: Santa Clara y el centro de la Isla. En los años inaugurales de la actual centuria ofreció un concierto en la ciudad con el título Las malas compañías, que eran obviamente las buenas, las de los poetas. Luego subió la parada al conquistar el premio del certamen Del verso a la canción, auspiciado por el Centro Pablo de la Torriente Brau, antecedente inmediato del presente fonograma.  

“Uno de los protagonistas del ambiente cultural de Santa Clara en los años 90 del siglo pasado”.

¿Por qué un Viaje al centro de la tierra y que la tierra sea Santa Clara? El poeta Alpidio Alonso (1963), quien considera este disco “un parto hermosísimo y a la vez un acto de justicia”, recuerda: “Quizás no hay en Cuba ningún otro lugar donde se sienta un vínculo tan estrecho y una retroalimentación de tanta fertilidad como la que se dio y sigue dándose en Santa Clara, donde desde mediados de los 80 trova y poesía vienen alimentándose e influyéndose mutuamente”.

Por cierto, Alpidio entró en el disco por una vía diversa a la de los otros textos musicalizados por Diego. El autor de relevantes poemarios como La casa como un árbol, Ciudades del viento e Idas, le entregó en 1997 a Diego un texto  concebido de inicio como letra para una canción. “Sin final feliz” es sin duda una hermosa y desgarradora balada.

Las otras piezas fueron escogidas por Diego a partir de lecturas en las que halló afinidades. De los mayores, Samuel Feijóo (1914-1992) y Carlos Galindo Lena (1928-2003). A ambos tuve la suerte y el placer de conocerlos. Samuel es uno de los seres más delirantes y fabulosos que ha dado Cuba. Caminó literalmente los campos de la región central de la Isla, recogió cuentos populares entre campesinos, pintó y cobijó a pintores ingenuos, animó revistas y empresas editoriales, y noveló una especie de nueva picaresca. Su producción poética, de fino lirismo y depuradas imágenes, merece un altísimo lugar en la jerarquía lírica insular.

Con modestia, pero con pasión y ejemplar dominio del idioma, Galindo publicó poemarios memorables (Ser en el tiempo, Mortal como una paloma en pleno vuelo y Últimos pasajeros en la nave de Dios), en los que el sentido de la existencia humana y las interrogantes ante el destino de la memoria se reflejan con notable intensidad.

Los otros poetas cantados por Diego fueron cercanos en amistad, sensibilidad y creación. Dos de ellos, Sigfredo Ariel (1962-2020) y Frank Abel Dopico (1964-2016) murieron en plena sazón de su obra poética, cuando todavía se esperaba más de lo mucho que legaron. Poseían el don de la comunicación —esa fluidez de conectar con auditorios al decir en voz alta sus versos— y a la vez una fuerza metafórica y poder de invención que cautivaba a los lectores ante la página impresa. La crítica los colocó a la vanguardia de su generación en el país.

Virtudes semejantes, más reposadas en el tiempo pero en indetenible espiral, se aprecian en la obra poética de Ricardo Riverón (1949), que privilegia los recuerdos, el peso exacto de las palabras y el impacto de lo imprevisto que permanece en la memoria.

Un vastísimo abanico expresivo, sostenido por oficios cuajados y modos de decir coherentes con la densidad que cada quien imprime a sus discursos, se puede hallar en los textos de Alexis Castañeda Pérez de Alejo (1957), Pedro Llanes (1962), Arístides Vega Chapú (1962), Edelmis Anoceto (1968) y Yamil Díaz Gómez (1971).

“Defiendo mi pretensión de poeta con altivez y humildad; mis canciones no pretenden nada más y nada menos”.

De una punta a otra se advierten las zonas de confluencia del cantor con los poetas y poemas a los que se arrima: la sorpresa del amor, la fugacidad de los encuentros, la erosión sentimental, las fronteras entre sueños y realidades. Acaso porque de esa misma materia están hechas las canciones de Diego, solo que en este disco, se metamorfosean en otras imágenes, las del compositor que apuesta también por melodías, variaciones rítmicas y armonías en estado de lucidez, o dicho mejor, por el poder intrínseco de la música. Un viaje que vale la pena por el timonel, sus pasajeros a bordo y los puertos de llegada.

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