Hace 30 años en una historieta del genial humorista que es Manuel Hernández, dos personajes tienen el siguiente diálogo:
—¿Lo de la Uneac era para un viaje?
—No, era para un trabajo sobre mí que van a publicar en La Gaceta…
—¡Qué suerte tú tienes! A mí nada más que me llaman para viajes…
El dibujo original está junto a mi mesa de trabajo, como festivo pero agradecido recordatorio de lo que La Gaceta de Cuba ha significado todos estos años, sobre todo en mi vida personal y profesional. Recorrido que iniciara hace poco más de medio siglo como obrero litógrafo en la imprenta 03-05 Evelio Rodríguez Curbelo —antigua Carteles, como si un sino de ilustre linaje revisteril me acompañara desde entonces—; tiempos en los que participé en un recordado curso de Edición y corrección, del Instituto Cubano del Libro, donde tuve entre mis condiscípulos —junto a otros que sobresalieron en el oficio, como el cercano Pedro Durán— a dos que merecerían en el transcurso de los años el Premio Nacional de Edición: Juan Valdés y la reconocida Ana María Muñoz Bachs.
En nuevos compromisos laborales como director provincial de Literatura del antiguo Consejo Nacional de Cultura, fui cofundador junto a Osvaldo Fundora, en 1976, de la editorial Extramuros, la cual ha crecido significativamente para bien, hasta nuestros días.
El libro ha constituido, desde la temprana infancia, el epicentro de mi universo, ya fuera como lector caótico pero incansable —en mi sempiterna cátedra de autodidacta— o en mis primeros lances como aprendiz de escritor, enrolado en proyectos azarosos desde crear un periodiquito en mimeógrafo en quinto grado, junto al fraterno Rafael Acosta de Arriba —que ha sido cómplice cabal e ineludible durante más de seis décadas—, hasta las fugaces escaramuzas editoriales durante los años de la Brigada Hermanos Saíz y el recordado quehacer con los talleres literarios habaneros, movimiento de promoción de la literatura a mi entender injustamente menospreciado y olvidado.
Dejé en reposo unos días estas palabras antes de terminarlas, pues son muchos a los que tengo presente al recibir este reconocimiento, con el ingrato desafío de solo poder mencionar unos pocos en representación de todos; máxime tratándose de una aventura mancomunada como lo es una revista y ser el primer editor-revistero a tiempo completo en merecerlo (aunque algunos premios anteriores ya habían recaído en hacedores revisteriles, como el Chino Heras y el sin par Desiderio Navarro). Premio que suma otros nombres integrales de la cultura, entre ellos Radamés Giro, Ambrosio Fornet o ese hombre del libro a tiempo completo que fue el memorable Pablo Pacheco.
A Waldo Leyva, Abel Prieto, Miguel Mejides —no importa el orden— debo mi escogencia como director de La Gaceta de Cuba. Lo que sí recuerdo es que Miguelón me llamó en marzo del 88 para proponérmelo casi de manera perentoria. Su apuro en localizarme, amén del aprecio que siempre me demostró, tenía una sencilla explicación. Entusiasta como era, se brindó para editar la revista, de manera simultánea a sus responsabilidades con la Asociación de Escritores. En el primer número se sintió desbordado —“supe entonces que jamás la vocación de editor me ganaría”, escribió alguna vez. Así que mi designación hace 34 años como director de La Gaceta… se debió a alguna cualidad que creyeron ver en mí, a la confianza mutua y al trance de un amigo en apuros. Abel fue fundamental en la sinergia que establecimos como equipo, en largos y a veces acalorados debates en torno a determinado número. En esas afinidades y discrepancias se forjó nuestra amistad.
El acta del jurado —integrado por un grupo de colegas a los que agradezco francamente el afecto que cada uno me expresó—, al reconocerme como líder “de La Gaceta de Cuba, una de las publicaciones periódicas más importantes de las últimas tres décadas, que ha conseguido delinear un mapa de la mejor literatura actual”, se correspondía con algo que sentí, y lo expresé cuando apenas unos minutos después de conocerse la noticia me entrevistaron: “Se trata del reconocimiento a un proyecto, por lo cual lo considero colectivo, a la par que significó la singularidad de distinguir la edición de revistas”. Eso puede sonar a demagogia, retórica o frases hechas al uso, pero durante estos años logramos, y lo menciono con orgullo, un trabajo colegiado. Estoy hablando de un colectivo que tuvo como jefes de redacción a figuras de la talla de Leonardo Padura —por seis años— y Arturo Arango —por más de un cuarto de siglo—, por no hablar de un grupo de colaboradores de primera, y sobre todo, con gran sentido de pertenencia. No los nombro en aras de la síntesis, pero todos y cada uno saben lo importante que fueron. Tal vez los quiera recordar en la persona del que ya no está, el inefable criollo que fue José Gómez Fresquet, Frémez, un gacetero de la vieja guardia. Mención aparte merece Arturo, con el que formamos, como me gusta decir, una combinación de short y segunda durante todos estos años. Quienes me conocen saben de mi sincero convencimiento cuando expreso que este premio, junto a mi familia, es a él a quien más se debe. Estoy seguro de que los ancestros manzanilleros compartidos y las filias deportivas mucho contribuyeron.
Durante años aspiramos a que La Gaceta… respondiera a aquello que Pedro Henríquez Ureña llamó “un grupo en alta tensión intelectual”, por eso percibí que era un reconocimiento a la revista en mi persona, y esto sin simulada modestia, pues por la alegría y el orgullo de recibirlo, el premio encontró un lugar amable en mi “egoteca”. En cuanto a “la importancia de que se hubiera desviado la mirada a la edición de revistas”, se trata de hacer justicia en el presente a la larga tradición cubana de revistas y suplementos culturales desde sus inicios en el siglo XIX, como dan fe, entre otros, los acuciosos estudios de Bachiller y Morales y Ambrosio Fornet.
“Creo en el editor en su sentido más amplio y creativo”.
Las seis décadas que cumplió La Gaceta de Cuba este año, incluyendo más de un lamentable paréntesis —como el que padeció en el llamado período especial o como el que afronta en las circunstancias actuales—, asociados en su soporte papel con la sensible contracción de nuestra industria poligráfica, crea nuevos desafíos, entre ellos el de retomar lo mejor de su legado, aquel del que nos sentimos orgullosos, incluyendo su versión impresa.
Creo en el editor en su sentido más amplio y creativo; algo que estimo escasea hoy en nuestros medios y no es suficientemente valorado. Ese editor que inventa colecciones, sueña proyectos editoriales, pide a los autores libros y textos puntuales, y desde el anonimato se implica de forma orgánica en la arquitectura de una publicación determinada. Mi experiencia es la de las revistas culturales. Celebro el placer profesional de cuando se enhebran los hilos de la dramaturgia de un dosier o un número, buscando balances, representatividad, provocaciones, darle visibilidad a los márgenes, y contribuir a eliminar las zonas de silencio, como una lanzadera cuyo resultado final será aquel que el lector sepa apreciar. Reconozco que más allá de mis poemarios, libros de prosa varia y otros títulos, ya sean compilaciones o antologías, La Gaceta de Cuba es sin duda la experiencia más gratificante de mi trayectoria profesional, y donde tal vez se resuma mi mínima —modestia aparte—, pero apasionada, contribución a nuestro panorama cultural. Cuando me espetaron la consabida pregunta sobre qué sentía con la noticia, respondí sin pensarlo: “Ante todo alegría. Compartida con amigos, colegas y otros revisteros”.
“La Gaceta de Cuba es sin duda la experiencia más gratificante de mi trayectoria profesional”.
A Pocho Fornet, muy cercano a mi persona, y a mi familia, por varias razones, quiero dedicar estas palabras. Él, junto a Roberto Fernández Retamar y el Instituto de Literatura y Lingüística, fueron los primeros en proponerme, hace un buen tiempo, a un premio que, como todo reconocimiento que se respete, me fue esquivo. Arturo nos trajo de Roberto, con los años de aprendizaje a su lado, su impronta a la revista, de la que él fuera lector y colaborador hasta el final.
Junto a ellos quiero destacar de manera especial a esa interlocutora de lujo, que recién cumplió 90 lúcidos años, que es la doctora Graziella Pogolotti —“nuestra madrina cartesiana”, como me gusta llamarla.
Alguna vez escribió sobre ese lector para el que trabajamos y sobre la utilidad misma de la publicación:
Identificados con La Gaceta…, sus destinatarios se agrupan en círculos concéntricos de profesionales de la cultura, de intelectuales en el más amplio sentido del término y de estudiantes en constante relevo generacional. Ha sembrado inquietudes y atravesado pequeños huracanes. Ha removido prejuicios y tabúes, por eso ha participado activamente en la modelación del presente y habrá de constituir, sin duda, fuente documental indispensable para el investigador del futuro.
Como es natural, mi agradecimiento principal es para mi esposa y mi hija, presentes en todo lo que escribo y hago. Alguna vez le preguntaron a mi mujer si había leído un número determinado de la revista, y ella contestó al instante: “No la leo, la padezco”. A ambas, sobre todo a ella, les ha tocado acompañarme, y alegrarse o padecer conmigo colaboraciones, arte final, presentaciones, encuentros y desencuentros que van conformando el entramado de esta profesión que hoy nos reúne, y de la que, como me gusta recordar, uno se jubila, pero no se retira. Gisela y Jimena integran mi cauce natural, y a su vez, los afluentes necesarios para alguien que encuentra en sus protagonismos respectivos los puntos de ese arco voltaico que, al cerrarse, brota del alma como una chispa eléctrica y completa el ser humano que soy. Y para terminar como Omara, la hija del estelar tercera base de nuestro béisbol, Bartolo Portuondo: “Gracias, gracias, gracias”.
Nota:
* Palabras de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Edición 2021, en la Sala Nicolás Guillén de la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, 25 de abril de 2022.
Codina es un gestor, un verdadero editor, tiene luz para loa proyectos y le puso mucho amor a la Gaceta. Merecido premio.