Las “mujeres florales” de Lorena V. F. han viajado a la mansión dorada solo para deshojar el crisantemo o en cambio, para dejar que el crisantemo las deshoje a ellas. Es un viaje —¿acaso sus viacrucis?— en el que la iniciación se torna en plenitud. Y ese deshojar, que porta un nivel de autoconciencia del dolor, incluso de su necesidad o de su irremediable suceder, como sustrato y piedra angular, les ha permitido erguirse, en plenitud de libertad, contra las normas sociales.  

Lorena ha recorrido la historicidad del arte, sus códigos y referentes; por eso hay tanto de tradición como de subversión en sus piezas. Las representaciones de los mártires desde el cristianismo primitivo y de santos y beatos católicos en la Edad Media y el Renacimiento —con énfasis en las femeninas—, esos que dan forma al martirologio y que permitieron que se afianzaran hasta hoy estos códigos de representación, esta simbología que no dejó de expandirse, se nos ofrecen recontextualizadas y tamizadas por la posmodernidad, desatadas de su beatitud prístina, pero igualmente dolorosas y convincentes en su santidad y en su pasión.

“La figura femenina, como hemos visto, da cuerpo al epicentro de una poética que se sostiene, además, en simbolismos autorreferenciales y en la imaginería católica”.

En Proceso de canonización —muestra personal de Lorena V. F. que expone la Sala Electa Arenal del Centro Provincial de Arte de Holguín, compuesta por un promedio de 47 piezas realizadas en técnica mixta— “florece” una metáfora contemporánea del dolor, ante los obstáculos que ha atravesado el cuerpo y el espíritu; de la resistencia que permite la mirada sostenida, como si todas las mujeres representadas por Lorena convergieran, como en el Aleph borgeano, en una. En ella.

Con esto pretende “demostrar que toda mujer, por el hecho de serlo, merece ser canonizada aun cuando sus acciones disten de lo divino, entendiéndose lo divino (en este caso) como lo establecido por la sociedad y los estereotipos”. Contra ellos, Lorena se abre camino —en ese cruce casi salvaje (y salvaje justamente por lo libre) del ser poético con el ser pictórico, los que sustentan su sensibilidad— a las múltiples formas de la floración.  

“Ojos como flores y flores como ojos en una primavera sensorial: el ojo que todo lo ve y el de Santa Lucía; el ojo obsesivo (y sumamente erótico) de Georges Bataille o el ojo surrealista de Luis Buñuel”.

La figura femenina, como hemos visto, da cuerpo al epicentro de una poética que se sostiene, además, en simbolismos autorreferenciales y en la imaginería católica; y que, por momentos, se torna neobarroca, pero no deja de ser, en esencia y plenitud, surrealista y abierta a confluencias de representación, donde permean la imaginación y la fantasía.

Ojos como flores y flores como ojos en una primavera sensorial: el ojo que todo lo ve y el de Santa Lucía; el ojo obsesivo (y sumamente erótico) de Georges Bataille o el ojo surrealista de Luis Buñuel. Todo se abre a una sensualidad, por momentos, adolescente y frutal, nocturna y exuberante, como pródigas son también las formas de ese viaje vegetal y carnal, sin dejar a un lado la fecundidad, que nos ofrecen sus muchachas con el mismo ímpetu con que pueden llamar al aquelarre. 

Las mujeres de Lorena —filóloga, editora y poeta, nacida en Holguín en 1996— son jóvenes posmodernas y tatuadas, abiertas al goce, al desbocamiento y también al dolor. Chicas de hoy, como las que podemos encontrar en la calle o en un café, sin saber qué encierra la sonrisa o la mirada. Mujeres capaces, por tanto, de ser “ellas” sin intermediarios, abriendo sus pasos al vivir.

Las mujeres de Lorena son jóvenes posmodernas y tatuadas, abiertas al goce, al desbocamiento y también al dolor.

En su variedad son rubias cosechadoras de limones de la isla de Capri; o aquellas que se obnubilan, en parajes imaginarios y reales, ante las conchas y las caracolas de mar (contemplación capaz de gestar también la maravilla); y esa otra que abre en dos la granada madura y deja esparcir su olor oriental; y la que sostiene una cabeza de Buda entre sus manos abiertas; la floreciente y la descabezada; la Frida Kahlo; la dubitativa y la soñadora; y la chica de las florales esencias del té; la que sostiene al sonriente gato de Cheshire; las muchachas de la Europa Oriental o de Asia; la que ofrece la fruta y con ella, la tentación y el néctar nocturno; y las que reciben las saetas y abren el cuerpo al sacrificio; las que muestran las cabezas en un cesto, como ofrenda o castigo; la que parte al exilio, pero porta la bienaventuranza y la memoria; y la mujer de los martirios, la comunión y la epifanía; las malditas y con pensamientos intrusivos; y la que, sumergida en la laguna, deshoja el crisantemo, muerde la orquídea y chupa el nenúfar. La que pasa “la lengua por los pétalos” y “lame los filamentos” (como escribe en uno de los poemas que acompañan la muestra y refuerzan el carácter autorreferencial de las piezas, como parte de la dupla entre su poesía y su pintura). Todas ellas resumidas en la que, aun vejada, ofrece en su mano las flores de la vida. 

Sus seres, de carne y hueso, marchan hacia ese proceso de canonización que es vivir. Han realizado (incluso mudas, ciegas y sordas) a través de los años los sacrificios y las pruebas de la fe o del dolor que marcan la sociedad y sus estereotipos. Pero han sabido ser ellas: florecen y lo seguirán haciendo en las figuraciones coloridas, sinceras y libres de Lorena V. F. en Proceso de canonización y en las nuevas piezas que continuarán abriéndose a la belleza de su trazo.

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