Desde el estadio de Ismael Sené
20/1/2020
Ismael Sené falleció a los ochenta y dos años el último día del campeonato de la pelota cubana, justo cuando se cerraron las cortinas de la 59 serie nacional. Un azar consecuente con alguien que, desde su primera infancia hasta sus últimas horas, acompañó este deporte con toda la fuerza de su apasionada naturaleza, y que se dedicó en los últimos lustros a la imperiosa necesidad de llenar el presente con la memoria del pasado. Recordado por sus habituales y gozosas intervenciones en los programas de televisión “Bola viva” y “Beisbol de siempre”, y sus colaboraciones en innumerables proyectos como la enciclopedia del beisbol cubano o la vertiente beisbolera de la Sociedad Cultural José Martí, se convirtió en un referente obligatorio en cuanto pasado y presente de nuestro deporte nacional.
Sené era una verdadera enciclopedia viva del beisbol profesional y amateur, a quien agradezco, como escribí en su momento a propósito de mis textos sobre beisbol, cultura e identidad, “sus lecturas de estos libros, y los aportes brindados”. Sin él no aspiraría a lograr lo que de legítimo y atractivo pudiera haber en algunas de esas páginas. En los últimos meses tuvo la felicidad de presentar en diferentes escenarios, como la biblioteca Rubén Martinez Villena, la Upec y el Palmar de Junco –a cuyo Salón de la Fama fue exaltado el pasado diciembre-, su volumen de anecdotario Desde el césped de mi estadio, en una cuidada publicación de Ediciones Loynaz y con una disfrutable cubierta debida a su amigo el pintor Reynerio Tamayo. Lectura amena que le hacía justicia a su erudición y memoria beisbolera, y de la que encontramos una síntesis en la entrevista que Rafael Acosta le hiciera para La Gaceta de Cuba[1].
el pintor Reinerio Tamayo. Fotos: Cortesía del autor
Son muchas las anécdotas y colaboraciones que le debo y agradezco, pero solo compartiré un botón de muestra de las varias que he incluido en mis libros. Un ejemplo es el testimonio que me brindó cuando ofreció su retrato de cuerpo entero de Raúl Roa, criollo y pelotero irreverente, y de aquellos tiempos fundacionales de la diplomacia revolucionaria de los que un muy joven Ismael formó parte[2]. Protagonista de una crónica antológica de Roa, y cuyo nombre parece surgido de San Nicolás del Peladero, Ruperto Mayabeque fue real, pude conocerlo y así lo recuerda el amigo:
Conocí personalmente a Ruperto Mayabeque, el cual era un personaje fabuloso, lo convencí para hacer un team de pelota en el Minrex con él de manager, aceptó y comenzamos las prácticas, nuestra actuación en el diamante fue desastrosa, solo ganamos un juego y esto porque pudimos utilizar nuestra experiencia diplomática, se dio una jugada cerca del home la cual nuestros adversarios dijeron que era foul y nosotros que era buena, al final ganamos la discusión con el árbitro que consideró que la jugada había sido doble play y entonces los contrarios se retiraron y ganamos por forfeit.
Pero lo mejor de la influencia beisbolera en el Minrex tuvo de protagonista [a quién si no] a Roa. Un día fuimos a buscar los guantes para una práctica y encontramos que faltaban guantes, le preguntamos al responsable del almacén y nos dijo que el ministro se había llevado varios guantes en su viaje al exterior, nosotros nos quedamos perplejos, pues Roa había viajado a la Unión Soviética. Cuando regresaron del viaje le pregunté a Manolito Pérez que era el jefe de despacho del canciller y me dijo que Roa decía que él siempre había soñado jugar pelota en el Kremlin y cuando estaban en Moscú, en la visita obligada a la Plaza Roja, llevaron los guantes y se tiraron unas pelotas allí.
En otro momento me comenta en un correo: “Creo que hay muy pocos intelectuales norteamericanos que no hayan hablado del beisbol y para nosotros es tan nuestro como para ellos, pues si ellos lo crearon fuimos nosotros los que lo expandimos”. Entonces me regaló una fabulosa definición del beisbol, que la toma del gran poeta Walt Whitman, aunque el cineasta Ken Burns la completó, así que puede decirse que es de los dos[3]:
Mide solamente nueve pulgadas; pesa alrededor de cinco onzas; está hecha de corcho cubierto con hilos de lana; a su vez cubierta con dos partes de piel de vaca y cosida a mano con exactamente 216 puntadas. Viaja sesenta pies y seis pulgadas desde el montículo del lanzador, hasta el home, y puede cubrir esa distancia a casi cien millas por hora. En el trayecto se puede jorobar, curvear, flotar, subir o bajar, o irse hacia adentro o hacia fuera. El bate es de ceniza moldeada, tiene menos de cuarenta y dos pulgadas de largo, y no más de dos pulgadas y medias de diámetro. El bateador tiene solo unas milésimas de segundo para decidir batear la bola.
Es un juego que se practica dondequiera, en parques, estadios, en praderas, en patios de fábricas y en patios de prisiones. Se juega por niños pequeños y por hombres mayores, se practica por puros aficionados y profesionales millonarios. Es un juego de entretenimiento pero que demanda una velocidad cegadora, el único juego en que el equipo a la defensiva tiene la pelota. Es un juego maldito en el que todos los que están en el terreno tienen que luchar contra todos los fantasmas de los que los han antecedido.
Es un juego acerca del tiempo y de lo interminable, de la velocidad y la gracia en el que sus héroes son los que fallan 7 de cada 10 veces, es un juego de errores, derrotas, pero de eterna esperanza y su fin último es llegar a casa.
Un cronista mexicano de visita en la capital antillana nos dejó esta fugaz pero agradecida mención de la estrella beisbolera Asdrubal Baró, de la que fue testigo el imprescindible Sené; mención que nos recuerda la deuda con el astro del Marianao, cuya simpatía y sapiencia celebraron sus discípulos[4]:
El historiador habanero Ismael Sené me invitó a concurrir a un bar llamado “La Locura Azul” en Paseo del Prado, esquina con Remedios, a deleitarnos con el documental del Campeonato Mundial de Beisbol y que nos presentó un americano de apellido Bjarkman, autor del libro Smoke sobre la historia del beisbol cubano y que en octubre de ese 2006 saldría a la luz pública, pero del cual no tuve interés pues apenas hablo español.
En ambas ocasiones platiqué largo y tendido con Asdrúbal, quien me recordó que había jugado con los “Piratas” de Campeche en la desaparecida Liga del Sureste (su último año en México/1964).
Ya los años vencen a Asdrúbal, pero mantiene su lucidez y alegría. Como he dicho, los hechos pasan, los recuerdos quedan.
Hace solo unas semanas la edición digital de Juventud Rebelde del cuatro de diciembre de 2019 –fecha significativa del santoral sincrético cubano-, publicó “El beisbol merece ser patrimonio cultural de la nación”, texto a tres manos que firmamos él, otro gran amigo y conocedor del tema, Félix Julio Alfonso, y quien suscribe. El último párrafo revela toda la dedicación de Ismael a la causa que le obsesionó hasta el final de sus días, y que millones de sus compatriotas compartimos, y cuando se materialice será el mejor tributo al recuerdo de este criollo a tiempo completo: “El beisbol cubano tiene ya más de 150 años de una rica y nutrida historia, que es paralela al proceso de luchas del pueblo cubano en la búsqueda de su expresión como nación. Venero de innumerables acontecimientos y legado de miles de personas que dedicaron sus vidas a engrandecerlo con su práctica o con su afición sin límites, la declaración del béisbol como Patrimonio Cultural de la nación cubana es un acto de justicia histórica y un hecho de enorme trascendencia para la preservación de su memoria y de sus valores intangibles en el inagotable universo de la cultura”.