En 1886, 163 países suscribieron la Convención de Berna sobre derecho de autor. Tras la insistencia de Víctor Hugo y de la Sociedad Artística y Literaria que agrupaba a importantes figuras de las letras francesas, se produjo un cuerpo legal que respondía a los intereses del creador, a su salvaguarda patrimonial y moral. El inicio y el apogeo de la era industrial masificaron la producción de bienes y servicios, ya era fácil imprimir en serie cualquier libro, folleto, documento. Incluso se sabe del impacto que tuvo, en América a inicios del siglo XIX, la llegada de la copiosa literatura europea ilustrada. Terminaron los procederes monacales oscuros y censuradores y se inició una época en la cual la propia burguesía propiciaba cierta instrucción para la clase media y proletaria a fin de poder exprimir las capacidades laborales, reproductivas y establecer lazos hegemónicos. Como hijo de las relaciones socioclasistas, el derecho secular debía actualizarse.

“El paradigma de Berna, que fuera refrendado en otros cónclaves a lo largo del siglo XX, es hoy un punto ineficaz ante el cambiante entorno de la producción y la reproducción del arte y las letras”.

A lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, la velocidad de las comunicaciones y la aparición de Internet y de las redes sociales no solo han puesto en crisis el paradigma de Berna, sino que amenazan con derribarlo. Ha estallado en las narices de la humanidad un universo desinformativo de posverdades que arrasa con la noción de propiedad intelectual, y pone en riesgo el valioso y necesario ejercicio de la creación. Puntos de vista que se pensaban inmanentes, como la originalidad, han caído ante la avalancha del nuevo paradigma posindustrial, que determina a conveniencia y de forma arbitraria qué es cierto y qué no, lo cual impacta en la naturaleza del derecho de autor. En este pugilato, el poder del mercado y de la propiedad basada en acciones ha querido dejar a la saga al creador visto como reproductor de sentidos meramente. Cuba, en el centro de la batalla cultural en Occidente, posee un rico patrimonio artístico y literario, que en ocasiones se ha instrumentalizado con fines nada sanos. Sobran ejemplos de cómo se replicaron elementos y obviaron otros tantos, mediando unas veces un interés de mercado y otras, la siempre omnipresente presión política e ideológica foránea.

La Ley número 14 de 1977, que regulaba el derecho de autor en Cuba, fue útil en un contexto en el cual existían otras relaciones socioclasistas en el seno nacional, además de que el impacto de la cultura y las comunicaciones tuvo otro cariz. En medio del proceso de institucionalización revolucionaria en la Isla, el paradigma legal en boga se desarrollaba en un ambiente de estabilidad socialista internacional, así como de expansión de dicho sistema. De manera que nuestra cultura, si bien era cubana y latinoamericana, hallaba circuitos y zonas de consumo y producción en los espacios de Europa del Este. A su vez, la economía, basada en cooperaciones e intercambios, permitía la creación de obras cuyos valores tendieron más hacia el arte en sí mismo, que a cualquier otra visión pragmática o utilitaria. En otras palabras, la igualdad alcanzada en el orden adquisitivo permitía al creador disponer del tiempo y los espacios para y por el arte de forma exclusiva. Quien recuerde aquel tiempo, podrá dar fe del surgimiento de importantes premios literarios, de la promoción de los talleres, así como de otras actividades en el plano de la cultura que, si bien eran formas de vida material (sustento), integraban un tejido mucho más consagrado y libre de intereses pragmáticos. 

“Ha estallado en las narices de la humanidad un universo desinformativo de posverdades que arrasa con la noción de propiedad intelectual”.

Un escenario no es mejor que otro, sino diferente. Desde 1977 hasta 2021 el mundo divergió, y los temas, los tratamientos, los alcances y los contextos variaron diametralmente. Si en la segunda mitad del siglo XX existía un país en el cual el sistema de precios y de vida le permitía al creador una vida digna, hoy el impacto de nuevas relaciones económicas hace que el derecho de autor se traduzca en ganancias netas y necesarias. A su vez, no solo se trata de propiedad, sino de protección moral sobre el patrimonio del artista y su legado. La expansión del horizonte de las redes sociales y de la informática da paso también a erosiones y a procesos de deslegitimación, los cuales tendrán que ser entendidos y trabajados a fondo por las autoridades y el gremio. Por solo mencionar un caso, los conciertos online que se trasmiten a través de canales digitales podrían utilizarse luego con otros fines ajenos a los artistas y a la institución promotora. En ese escenario, en ocasiones agresivo, resulta vital que se asienten normas efectivas y con ajuste a tratados suscritos internacionalmente por Cuba. El paradigma de Berna, que fuera refrendado en otros cónclaves a lo largo del siglo XX, es hoy un punto ineficaz ante el cambiante entorno de la producción y la reproducción del arte y las letras.

“Hoy el impacto de nuevas relaciones económicas hace que el derecho de autor se traduzca en ganancias netas y necesarias”.

El derecho de autor no solo versa sobre las prerrogativas reales de un creador y de una obra, sino acerca de la variedad de temas filosóficos, políticos, culturales, sociológicos que se mueven en la esfera del debate y de la batalla en el campo simbólico y del sentido. La hechura del nuevo cuerpo legal tendrá que desandar los caminos del más alto nivel de análisis, y tener en cuenta la diversidad de intereses de la Cuba actual, que para nada se parece a aquel país de 1977. Si un terreno ha sido definitorio, a la par de escabroso a veces, es la creación. No solo por sus nexos con las nociones de propiedad, sino porque allí se asienta el sentido de todo un sistema político y social. Las regulaciones en torno a la producción espiritual reconocen la trascendencia del artista en su contexto, lo cual significa que no están al margen de complejidades y conflictos.

Quizás por este espíritu que atraviesa toda obra de arte, Víctor Hugo insistía en una ley universal que protegiera y acompañara. La vista larga del genio francés vertebraba todo un cuerpo de tratados que con el tiempo tendría un peso a la hora de salvaguardar al artista, casi siempre un individuo pobre, a merced de intereses de clase y sin representación en los altos organismos del Estado. Cuba deberá atemperarse al proceso posmoderno de la creatividad, en el cual importan más las interpretaciones que los hechos, lo cual convierte en un material líquido y maleable toda verdad dura que sea dicha en el campo de las comunicaciones actuales. Quiere decir que el derecho, como expresión de la clase dominante —el proletariado de obreros, campesinos e intelectuales— no debe ceder ni un milímetro en la defensa de los ideales y de las concreciones que están contenidos en el cuerpo legal que se actualizará en consonancia con la Carta Magna de 2019.

“Cuba deberá atemperarse al proceso posmoderno de la creatividad”.

De varios espacios de debate trasciende la necesidad del escritor y el articulista, del que concibe matrices de opinión, acerca de imponer cuotas responsables en este campo tan vital de la batalla de los sentidos. Hoy nada resulta más riesgoso que ejercer el criterio de manera auténtica, y eso lo saben todos los columnistas alrededor del globo en la era de la cultura de la cancelación, de los linchamientos online, del discurso de odio, de la manipulación y del manejo mediático.

Luego de 1959, Alejo Carpentier supervisó la impresión masiva de la obra El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de hecho, hay un célebre filme cubano que recoge el momento. Eran fundaciones de la cultura nuestra, en las cuales la verdad del artista seguía un cauce creativo claro en circuitos establecidos. Hoy no se trata de masas que están expectantes solamente, sino de los diferentes estancos del consumo que funcionan como cajas de resonancia, en las que perviven distintas nociones acerca de los hechos. En tiempos de posverdad, la verdad no solo debe imponerse, sino ser capaz de demostrar su valía a cada paso. Se trata de una propuesta en constante renovación que no renuncia a su esencia. Es el diálogo entre modernidad y posmodernidad que subyace a todo proceso de la cultura en este siglo y que no se agotará mientras exista un contexto comunicacional tan inmediato y a la vez voraz. Si la obra de Cervantes era algo indiscutiblemente vital en 1959, hoy existe un público alelado por las mil y una visiones de las redes, al cual se debe volver a enamorar de aquellas ideas que parecen fuera de moda o desajustadas.

“La verdad no solo debe imponerse, sino ser capaz de demostrar su valía a cada paso”.

La nueva normativa de derecho de autor está sujeta a ese debate, y la idea es que sostenga esa constante tensión con la realidad. A diferencia de 1977, los cuerpos regulatorios hoy reciben los embates de contextos mucho más potentes. ¿Qué implicaciones podrá tener en materia de arte y letras la llegada del metaverso en las redes sociales? La imbricación entre informática, inteligencia artificial e Internet pudiera fabricar entornos mucho más complejos, necesitados de leyes abarcadoras que impidan el caos o el reino del más fuerte. Sin que cunda el pánico entre las filas del gremio, ya existe la capacidad de fabricar mentes maestras de forma mecánica, las cuales generan obras de arte, procesos creativos complejos y propuestas estéticas. El humano tiene ante sí la sombra de la máquina y de quienes la controlan. El paradigma cultural moderno ha entrado en una crisis que lo puede quebrar, de la cual saldrá algo nuevo que aún se desconoce. No escapa Cuba de esa aldea tecnocrática hiperconectada, sino que deberá sobrevivir e imponer sus propias dinámicas, salvar esencias y modos de hacer. De lo anterior se desprende que la ley no abarca toda la complejidad de los escenarios cambiantes, sino que sirve de guía para el debate que se avecina, cuyo rigor tendrá que hacer a los artistas y escritores mucho más celosos y conocedores de un patrimonio que los define y que es su sustento.

En la novela 1984, de George Orwell, hay un pasaje que llena de pavor: los libros se reescriben cada día de forma mecánica, para evitar que la posverdad caiga. En ese marasmo, el personaje protagónico ni siquiera sabe en qué año está viviendo. Todo es una nebulosa cambiante, cuya naturaleza dejó de importar. Esa prostitución de la vida intelectual, ajena a regulaciones, a merced de vaguedades ontológicas, marca la propuesta distópica del entorno mediático actual. Urge que el debate se plantee en firme, que hunda sus raíces en lo más auténtico del arte y de las letras. No solo desde el derecho, sino a partir de la voluntad hecha ley, cuyo contenido, lejos de deshacerse, se rehace con fortaleza y al calor de una batalla decisoria.

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