Tengo una amiga que vive al centro del país. Un poblado llamado Majagua, en la provincia de Ciego de Ávila. Mi amiga estudia segundo año de Filología en la Universidad Central Martha Abreu, de Villa Clara. Escribe cuentos. Poesía. En los casi diarios correos comentamos de Literatura cubana y universal: el “quinquenio gris”, la narrativa y la poesía de Virgilio Piñera, esa cumbre de su cuentística que es El caramelo o de su poesía—La isla en peso—; del Goethe de Las cuitas del joven Werther; rivalizamos al traducir un texto desde el idioma de Cicerón —su latín de estudiante es más confiable que el mío, puramente autodidacta—; nos perdemos en Napoleón —los pormenores de la batalla de Waterloo—; el análisis del Manierismo, ese periodo intermedio entre el Cinquecento y el Renacimiento; las luchas de los indoblegables bárbaros con la muy orgullosa Roma —la batalla del bosque de Teutoburgo, por ejemplo, en la que el caudillo querusco Arminio destrozó a las legiones romanas al mando de Publio Quintilio Varo—. Mi amiga es, urge decirlo, una joven muy especial. No conozco muchos jóvenes de su edad: si cada uno resultara como mi amiga de seguro serían geniales.
No solo de batallas, bárbaros y literatura me escribe mi amiga. No. Me cuenta de cómo se afana en sembrar cebollas para ganar un jornal y ayudar económicamente a sus padres; o de cómo cultiva en el patio de su casa cúrcuma, jengibre y maní, eso ahora que la universidad está pandémicamente detenida; o de cómo apoya en un vacunatorio en la campaña anti COVID-19 que se inicia para los infantes.
Su último correo fue en extremo especial. En ese correo Marian —ese es el mítico nombre de mi joven amiga— me habla de lo supremo del idioma español. Así escribió: supremo. De lo supremo de la literatura en nuestro idioma. Del ritmo en la poesía: “los ciclos silábicos… trocaico, dactílico, sáfico…”, y sigue diciendo: “Rafa, lo más interesante es como se relaciona con la Narrativa, siempre hemos hablado del ritmo narrativo, del ritmo interno del texto, pero hemos tomado tanto de esas estructuras que, aunque no lo queramos, escribimos poesía disfrazada de narrativa, y viceversa, estoy hablando de ritmo”. Fabuloso que una chiquilla de meros 20 años te escriba, en correo estrictamente personal, algo así, ¿no? Asombra. Emociona. Un lujo leer eso. Ser destinatario de eso. Un compromiso. Un reto. Sin olvidar el deber de preceptor. Preceptor que al tiempo que forma es —natural y subrepticiamente— formado. Simbiosis —no importa la edad— siempre asoma la simbiosis. “Te sorbo y me creas”, escribió José Lezama Lima.
Se extendía Marian acerca de que el mismísimo Quijote hablara en endecasílabos, “yuxtaposición de endecasílabos”, escribe alborozada, “en su primera oración, de dividirse en dos partes, la primera sería un octosílabo, típico de la versificación popular castellana; la segunda un endecasílabo, dactílico, Rafa, que Garcilaso introdujera desde Italia, muchas veces Sancho habla en octosílabos y el Quijote en endecasílabos, el Quijote, como novela, está lleno de poesía, no de lirismo narrativo, no, ¡de poesía!, eso para acotar: el ritmo es algo que el idioma español, supremo como es, carga en su espalda desde el inicio, nuestro idioma es hermoso, ser hispanohablante es todo un privilegio, y si se es artesano de la palabra hispana… se me hace un nudo en la garganta…, como futura filóloga y futura escritora”. “A rumiar eso, concluía, he dedicado varios de mis últimos días”. Fabuloso, ¿no?
Y concluía preguntando… “¡qué pienso yo de todo el rítmico asunto!” —ya antes mencioné el reto, el deber, el deber de preceptor—. En consecuencia, respondí a mi amiga: “…maravilla todo cuanto dices, pero… ya ves, siempre se me encima algún fastuoso pero, vayamos fastuosamente a ellos, a mis peros. A priori urge decir que en la vida todo es ritmo: en la humana, la animal y en la de la Naturaleza.
“En la humana el ritmo impone sus normas, sus reglas, he ahí que hablamos con cierto ritmo; caminamos con cierto ritmo; respiramos con cierto ritmo; nuestro corazón late a cierto ritmo —bradicardia si inferior a 60 latidos por minuto; taquicardia si superior a 120 latidos por minuto—; pestañeamos cada cierto tiempo, eso es ritmo; nos movemos con cierto ritmo; hacemos el amor —o nos lo hacen, bendito sea Dios— con cierto ritmo, maravillosos esos ritmos, ambos dos; corremos con cierto ritmo; y amamos y desamamos, Marian, y nacemos y morimos, ‘tiempo de allegar las piedras y tiempo de tirar las piedras’, así se lee en el Eclesiastés. Y si de ritmos se habla no olvidemos la muy divina música, quizá la más matemática y sublime de las Artes.
“En cuanto a la Naturaleza ahí están las fases de la Luna; la rotación de la Tierra; el ciclo de los cometas; las fases del año; las estaciones lluviosas y las estaciones de sequía; las mareas que bajan —bajamar; y las mareas que suben, pleamar—, las calmas chichas y los ciclones; el patrón de las olas; la noche y el día; el ciclo de las cosechas; la Corriente del Niño y la Corriente de la Niña; los ciclos de tormentas solares, ¡todo es ritmo!
“Lo amo por ser mi lengua materna, lo amo como hispanoparlante y lo amo como escritor. Emociona —y enorgullece— saber que tanto lo amas y lo reverencias tú”.
“En la vida animal la periódica aparición del estro marca el celo; y tenemos la mariposa Monarca, la Danaus Plexiprus, cuatro días vive como huevo, 15 como oruga, 10 como crisálida y seis semanas como mariposa.
“Todo, absolutamente todo, Marian, es rítmico. Humano es el lenguaje. Humana su más soberbia manifestación: la literatura. Y humana la más excelsa expresión de la literatura, esa suerte de reina de todas las Turas —como podría haberla llamado Cortázar—: la poesía. De ahí que la terrenal prosa y la muy alada poesía estén sujetas a ritmo. Así como tenemos genes únicos y rayitas individualizantes en las yemas de los dedos todo tiene —y todos tenemos— ritmo propio. Cada autor, ya sea narrador o poeta, tiene el suyo. Toda literatura tiene ritmo, mayor o menor —y aquí, querida Marian hago precisamente asomar a mi antes anunciado pero—: toda literatura tiene ritmo —¡y es suprema!— sin importar el idioma en el que esté escrita. La rítmica per se, la primigenia, literariamente hablando, no nació desde nuestro idioma —resultante de mixturas a finales del siglo XI—, no, llegó desde la cultura grecolatina, desde lo pre-helénico incluso, el seguramente muy rítmico griego antiguo. El arameo, de seguro, tendría ritmo. Ahí está el bíblico y desolador gemido de Jesús: ‘¿Eli, Eli, lama sabashtaní?’.
“De griegos y romanos, Marian, llegan los primeros ritmos —tú citabas el trocaico, el dactílico, el sáfico—, mas si no tuvieran nombre igual estuvieran ahí: habría ritmo lo mismo. En tanto humanos algunos somos solo hablantes y lectores, otros sumamos a eso la cualidad de escritores, pero todos ¡absolutamente todos! hacemos uso del lenguaje, unos en… ruso, otros en alemán, otros en español, otros en inglés, otros en… urdú.Y todos —lectores u escritores—, lenguaje mediante, llegamos a la literatura, ya sea al reino non sancto de la prosa o al sancto reino de la poesía. Todos. No importa el lenguaje. El idioma. Mi pobrísimo alemán y mi desvencijado francés no me alcanzan para leer santa poesía o profana prosa. En inglés —con el auxilio feraz de diccionarios— alcanzo a hacerlo. Uno de mis pasatiempos, desde niño, ha sido leer poesía rimada en alta voz. Asombrarme / deleitarme con la musicalidad. Mi padre solía recitarme —la sabía de memoria— ‘Plegaría a Dios’, de Gabriel de la Concepción Valdés, nuestro pobrecito Plácido —‘…mas si cuadra a tu suma complacencia que yo perezca cual malvado impío…’— tanto la recitó en mi infancia que acabé también yo llevando a mi memoria la terrible y enormemente musical pieza, aun suelo recitarla en alta voz —y erizarme de cabeza a pies— ¡vaya sonoridad maravillosa!, como suelo hacerlo con la ‘Sonatina’ del gran Darío; o la inolvidable ‘Fidelia’, de Juan Clemente Zenea; o con ‘Nana de la Cebolla’, del gran y también pobrecito Miguel Hernández; o con mucho de lo escrito por nuestro Martí, ese Jesús en la tierra cubana, como le llamara el padre de nuestra Premio Cervantes —Dulce María Loynaz—, el general Enrique Loynaz y del Castillo. El ritmo circunda y emociona —aún a pesar de lo intricado cuando se recita a Góngora—; o al bromista Quevedo; o al primoroso Bécquer. Nuestro español es bello, Marian. Sí. Muy bello. Y lo amo. Lo amo por ser mi lengua materna, lo amo como hispanoparlante y lo amo como escritor. Emociona —y enorgullece— saber que tanto lo amas y lo reverencias tú.
“Varias veces, querida Marian, he debido asistir a cursos, entrenamientos laborales o seminarios en países de habla inglesa… impartidos absolutamente en idioma inglés. En ocasiones esos periodos se han extendido por más de 30 días. Uno descubre entonces cuanto ama —¡y extraña!, ¡y necesita!— el idioma natal. Es como una madre. Como la patria. Entonces he descubierto —¡con soberana fuerza!— cuánto amo y necesito mi idioma: el español. Asombra en tales ocasiones advertir cierto no consciente rechazo al idioma en el que por fuerza he debido expresarme —el inglés— idioma que siempre he creído amar. En inglés he tenido la oportunidad de emocionarme, de sentir, de enamorar, de llorar. Mi vicio de recitar —hacerlo en alta voz— me ha llevado a reverenciar poemas en ese idioma. Ahí están esos dos poemas —¡inolvidables!— de Edgar Allan Poe: ‘El Cuervo’ —escalofriante, por su extrema precisión— y ‘Annabel Lee’ —¡tiernísimo, conmovedor!—. Quisiera ahora, querida Marian, leerte ambos, leerlos para ti, en inglés, hacerlo para —estoy seguro— ver aparecer en tus ojos, sin que demoren mucho, lágrimas… ¡aunque tu inglés no te permita entender mucho de lo que yo lea! Y se llenarán de lágrimas tus ojos ¡porque la musicalidad —¡el ritmo, precisamente el ritmo, Marian!,— ¡es sublime! Supremo, dices tú. Pues eso: supremo. Ya volveremos a esa palabra más tarde. Algo similar sucede con Whitman, los sonetos de Sir William, los poemas de T.S. Eliot, sin la magia de la rima, pero con la magia innegable de un ritmo soberbio.
Mis amigos que leen ruso —entre ellos Emerio Medina— aseguran que Pushkin es maravilloso en ruso, otro amigo, de profesión cibernético-matemático, asegura que leer a mi admirado Dostoievski en ruso es muy diferente a hacerlo en español. Yo solo puedo leerlo —tristemente— en español, y en español conmoverme con El idiota ùpara sentirme el mismísimo Príncipe Myshkin—, en español emocionarme con Los hermanos Karamázov —para corporizarme en Aliosha Karamázov—. La vida per se nos lleva a aquello que después deviene credo. En consecuencia, Marian, voy a contarte algo. Una experiencia que me llevó a creer sagrado todo idioma y sagrada toda Literatura.
“El hombre es supremo. La literatura es suprema. Los idiomas, todos —vehículos de emociones humanas, resultantes de mística / mítica herencia cultural— son supremos”.
“Tenía 24 años cuando fui operado de urgencia. Apendicitis. Me llevaron al hospital, me tendieron en una camilla, me hicieron multitud de exámenes: laparoscopia; gasometría; hemoglobina; plaquetas; me desnudaron; me colocaron el famoso y desagradable levine —la sonda nasogástrica—, un catéter en vena. Antes de llevarme al quirófano —era necesario esperar a que concluyera una intervención en curso— el cirujano, un muy amistoso doctor de nacionalidad chilena, en su calidad de profesor reunió alrededor mío a un grupo de alumnos de Medicina, yo amedrentado, adolorido, desnudo y él peroraba: ‘…a este paciente se va a aplicar una apendicetomía…, aquí se encuentra el punto de McBurney, punto de mayor sensación de dolor a la palpación de abdomen en caso de apendicitis…, miren la zona, tercio medio, espina ilíaca anterosuperior…’, así explicaba el chileno. Entre el grupo de estudiantes de Medicina había chicas, desde luego, muy pronto advertí que una de ellas —cabello negro y brillante, complexión delgada, tez de un tinte soberanamente níveo, nariz afilada, rostro ovalado— no me miraba, ¡nunca!, miraba al techo, eso todo el tiempo, evitaba mirar mi cuerpo incluso en los momentos en los que el cirujano chileno señalaba sobre cierta porción de mi abdomen inferior derecho el punto de McBurney. Pregunté a una estudiante justo a mi lado: ‘¿por qué ella siempre mira al techo?’.‘Es afgana, me dijo, musulmana, su religión le prohíbe mirar a un hombre desnudo que no sea su esposo’. La clase terminó, todos abandonaron lentamente la pequeña sala, la chica afgana fue una de las últimas, cuando abandonó la habitación la llamé, en alta voz: ‘¡Kabuliwallah!’. Yo había leído un cuento —precioso— de Rabindranath Tagore, escrito en bengalí, El Kabuliwallah, es decir, el kabulense, o gente de Kabul, en urdú, uno de los idiomas hablados en Afganistán, también hablado por afganos residentes en la India —por eso, querida Marian, te mencioné antes el urdú—, acotemos que Kabul es la capital de Afganistán. Así llamé a la chica: ¡Kabulliwallah! La muchacha introdujo rauda la cabeza en la habitación, muy grandes los ojos, muy asombrada, ahora ya sin eludir mirarme: ‘¿tú hablas urdú?’. ‘No, le dije, solo sé esa palabra, de un cuento de Tagore’. Y respetuosamente me cubrí con la sábana… hablamos mucho rato, mucho, la estudiante afgana terminó sentándose allí, a mi lado, me contó de su país, de sus padres, de lo mucho que lo extrañaba todo: ‘cuando gritaste kabulliwallah… cuando te escuché… casi lloro, confesó, siglos desde que nadie me habla en urdú’. ‘Tu idioma es bello, la congratulé, muy sonoro’. En algún momento quiso ella saber si estaba nervioso, ‘sí, admití, me van a operar, por supuesto que estoy nervioso’, ella me miró y dijo: ‘espera, vengo ahora’, y salió. Al rato regresó… con un libro. ‘Es poesía, en urdú, me dijo, para que te relajes te voy a leer algunos poemas en mi idioma’. Y comenzó a leer. Han pasado muchos años, no me es posible hoy recordar el nombre —o los nombres— de los poetas que la joven y muy bella afgana —para sentarse a mi lado se cubrió cabeza y cuello con un muy lindo hiyab— eligiera para deleitarme. Solo puedo decir, querida Marian, que la sonoridad, el ritmo, la rima, esa sagrada Trinidad, ¡era inigualable! Era… ¡suprema! Y si bien yo no entendía un demonio de lo que estaba escuchando, la emoción con la que la chica leía, y la soberana sonoridad de aquel idioma desconocido, idioma del que yo solo sabía una palabra –kabuliwallah– bastó para hacerlo todo muy intenso. Inolvidable. Bastó para hacerme saber, ya para siempre, que toda poesía es sagrada, que toda literatura lo es, que toda lengua humana lo es. Yo digo sagrada. Tú dices suprema.
“Dejemos a la preciosa afgana y enfaticemos: todos los idiomas llevan a los humanos a la literatura —a la poesía, a la narrativa— ya sea como lectores o escribidores; toda literatura deleita con su particular y muy sagrada sonoridad, su muy excelso ritmo, sin importar el idioma en el que haya sido escrita, sea ese nuestro divino y cervantino español; el sacro inglés de Sir William; el bellísimo ruso de Pushkin o ¡el desconocido, muy remoto pero precioso e inigualable urdú! El nacionalismo, hasta lingüístico, es una mancha, Marian. Debemos amar nuestro idioma, como debemos amar y reverenciar —¡y defender!— todo lo nuestro, pero no por ello debemos creer a lo nuestro —tan solo por ser nuestro— supremo. No. ‘Lo humano es supremo’. Así nos lo hizo saber Lao Tsé hace ya muchos siglos. El hombre es supremo. La literatura es suprema. Los idiomas, todos —vehículos de emociones humanas, resultantes de mística / mítica herencia cultural— son supremos. Y el nacionalismo, según Jorge Luís Borges, manía de primates.
“‘Patria es humanidad’, nos legó el Apóstol. Más que palabras: credo. Profesión de fe.
“Yo, que me he emocionado en inglés y llorado en urdú, te lo aseguro”.
Esa fue mi respuesta al extraordinario correo de mi extraordinaria amiga Marian.