Del pathos, el ethos y el logos

Rafael de Águila
27/2/2021

Hace algún tiempo escuché a una enfermera llamar —en realidad aullar, con la clásica autoridad del que se sabe en su jurisdicción— a la disciplina a pacientes que aguardaban a ser atendidos en un hospital. Debían de tener paciencia, gritaba, dado que la palabra paciente, según ella, derivaba de tener paciencia. No dudé en aclarar públicamente el disparate. La palabra paciente, expliqué, llega desde el griego πάθος, o sea, pathos, que si bien puede tener varias acepciones, resulta ‘sufrimiento’ la que acá nos interesa, dije, a saber, paciente —literalmente— puede traducirse como ‘el que sufre’. La enfermera, así aleccionada, hizo mutis. Una anciana —antigua Profesora de Filología de la UH— alzó su voz para pedirme un abrazo. Aristóteles, en el Libro I de la Retórica, se extendió acerca de la etimología de la palabra pathos: “manipular sentimientos humanos para hacer mutar juicios en función de causar rechazo hacia la materia juzgada”. Acorde a las miras de este texto favoreceré, sin embargo, acepción algo más simple y llana: sentimiento derivado de la existencia humana’.

Pathos, ethos y logos resultan los tres modos de persuasión de la Retórica”. Fotos: Internet
 

El Estagirita también se extendió acerca del ethos, recodificándolo desde la acepción homeriana para traducirlo como ‘hábito derivado de la costumbre. Algo que el Derecho, posteriormente, consideró una de sus fuentes bajo el halo de lo consuetudinario, definiéndolo, en resumen, como ‘reglas humanas derivadas desde el comportamiento social’.

El eximio magister de Alejandro de Macedonia nos llamó —para completar la triada— a incursionar en el λóγος (logos), término del que elijo, desde entre más de una treintena de acepciones, solo una: ‘palabra razonada’.

He ahí que pathos, ethos y logos, según el fundador de la escuela peripatética, resultan los tres modos de persuasión de la Retórica. Persuasión. Gran palabra. No existe, sin embargo, persuasión sin cruce de ideas. Democrático. Respetuoso. Cruce de ideas entre iguales, sujetos de equivalentes deberes e iguales derechos. Esa precisamente era la acepción griega de polites: ‘ciudadano’. El ciudadano debate ideas. El Diccionario de la Real Lengua Española lo define como ‘miembro de un Estado, titular de derechos políticos y sujeto a las leyes de ese Estado’. Sujeto de derechos políticos. De acuerdo con Jurgen Habermas, el célebre pensador marxista, se trata del espacio que media entre la autoridad y la vida privada, espacio en el cual el polites —o ciudadano— intercambia opiniones sobre temas públicos. Res publica: el Derecho Romano lo identifica como ‘cosa que no es considerada privada sino de todos’. Asunto de todos: el ciudadano debate asuntos de todos.

Imbricando —silogísticamente— lo anterior: nuestra palabra razonada tiene como génesis el sentimiento, ese que en cada uno, heterogéneos e irrepetibles, provoca la humana y social existencia, esa que nos lleva, de manera inevitable, como ciudadanos —como polites— al debate igualitario y concientizado acerca de la res publica en el marco de la inalienable titularidad de nuestros derechos, el respeto a nuestras costumbres y la sujeción —estricta— a nuestras leyes.

“El cruce de ideas es esencial. No hay democracia sin cruce de ideas”.
 

José Martí nos legó —y se nos enseña digna y virilmente desde niños, lo repetí por años a mi pequeña hija, y aun hoy se lo exijo— que “un hombre que no dice lo que piensa no es un hombre honrado”. Urge tener la responsabilidad de la sinceridad. El compromiso del criterio. Del propio. La honestidad de asumir ese compromiso. El valor para ejercerlo desde las irrevocables y dúplices categorías filosóficas de Libertad y Necesidad. Eso es ser ciudadanos. Polites. Hoy, por añadidura, la res publica no se constriñe a un país: atañe al mundo. Somos ciudadanos del mundo. Nuestra Ciudad-Estado es el Mundo. Nuestra polis.

En este mundo nuestro, democrático —pese a las actuales limitaciones de la democracia, ente dialéctico que se ha movido siempre, y se moverá, en eterno desarrollo— hoy como no lo ha sido nunca, el cruce de ideas es esencial. No hay democracia sin cruce de ideas. Decir lo que se piensa no es solo catarsis. No es monologo interior. Todo cruce de ideas es exterior y no monologante. Es mecanismo conformador de consensos. Modulador. Consenso: garantía sine qua non de estabilidad. “El respeto al derecho ajeno —nos legó Juárez— es la paz”. Derecho ajeno: mi derecho finiquita precisamente donde comienza el derecho del otro. Sin el cruce de ideas modulador de consenso social la estabilidad deviene quimera. Sin consenso social se tutelan polichinelas interesados en comer, disfrutar, follar, se engendran simuladores, se tutelan correligionarios, se prohíjan antenas de repetición. Sitio alguno del mundo se compone hoy ¡únicamente! de correligionarios. Polichinelas… hay muchos. Toda sociedad es, por fuerza, plural. Multiorgánica. Polifacética. Pensar como ciudadano del mundo… desde la pluralidad del mundo; pensar como país… desde la pluralidad de un país. Ese es el reto. Pensar en la generalidad desde la individualidad y… viceversa porque el mundo se compone hoy, más que nunca —ineludiblemente— de las viceversas, de seres que tienen y expresan opiniones otras. Tantas como huellas dactilares dibujan las yemas de los dedos. Y ello, en aras de lograr el necesario consenso, se realiza, gestiona y resuelve en el cruce de ideas. El debate. Debate que supone respeto a la otredad. No se debate solo entre —y con— partidarios. El siglo XXI dicta emisores y receptores diversos, más diversos que nunca, y mensajes que arriban desde múltiples direcciones, más diversas que nunca: heterogeneidad de partes y mensajes, bidireccionalidad, si dos; tridireccionalidadad, si tres; multidireccionalidad, si varios. El carácter —polifacético— del mundo hoy lo dicta. El humanismo es multireccional: respeta todos los orígenes, todas las direcciones… salvo aquellas que al mismo humanismo deseen suprimir. La multidireccionalidad resulta ajena a que las partes elijan púlpitos, desde los cuales parezcan aleccionar a otras partes: igual nivel, iguales condiciones, iguales derechos, iguales deberes, igual respeto, igual destierro de calificativos. Lo peyorativo degrada; lo acusativo demoniza. Iguales que se respetan. Derechos, palabra o dignidad intactos. Excluir lastra. Exigir a priori condición para el debate… lastra. Debatir es tener el corazón puro, limpio. La intención sana. Candil estuoso de bondad al pecho y savia de buena voluntad corriendo por los canales todos del cuerpo.

Meses atrás abandoné —hastiado desde el pie hasta el alma— las redes sociales. No solo lo hice devastado por lo que Martí aludía como “motivos de pena ajena”, y ello ante la rampante banalidad, la tonta cotidianidad del que toma un café, o cena, o pasea, o fuma, o se enamora, o simplemente camina por las calles, y dado creerlo la mar de interesante y trascendente para el mundo lo publica; la chica —hipersensual— que, poseedora de tal biológica fuerza —oh, Foucault y su biopoder— y tan pobre espíritu y nulas neuronas —pletórica afuera, exigua adentro—, desea anular y demudar desde su muy vacua foto; el que publica —cual si se tratara de tesis de profuso y encomiable significado— alguna soez burla; las millones de fotos de amaneceres, atardeceres, anocheceres, mediodías, olas, lluvias, perritos, nubes, cactus, flores; los muy tontos memes; las millones de frases aludidas a… que realmente no resultan jamás de la autoría de…; los millones de cotidianos momentos pertenecientes a millones de vidas cotidianas —y privadas— que millones hacen públicos vaya a saber a razón de qué humano e impúdico anacoluto… todo ello pesó… algo. Un poco. Era… ¡muy aburrido! Mas… estrictamente… abandoné las redes sociales ¡en un 99,9 %! porque allí reina hoy la polarización más brutal, indigna, simiesca y degradante. La polarización así detentada no denota a seres inteligentes. Éticos. Buenos. No denota a homo sapiens. No. Denota a simios. Simios poseedores de la habilidad de la grafomanía digital. Una grafomanía odiante. Excluyente. Grafomanía que nace desde la doxa, no de la episteme. Desde la creencia, no desde el conocimiento. No puede llamársele palabra razonada. No lo es. No es pathos, ni ethos, ni logos. Y no augura algo positivo. Esa polarización llegó —muy francamente— a afectarme. Anímicamente. Esa polarización es degradante. Enfermiza. Y eso, he de decirlo, no es en modo alguno debate. No lo es. Los simios no debaten: los simios aúllan. En jauría. Esa polarización es indecorosa: carece de reglas, de dignidad, de decoro, de respeto. Es la riña simiesca de una jauría que se excluye, se ofende, se ningunea, se bestializa, se degrada, se demoniza, se niega el derecho a la existencia, existencia que hoy no sería tal si se niega el pensamiento otro, si desconoce ¡que todo derecho termina donde comienza el derecho del otro! Quienquiera sea ese otro. Y viceversa. Otra vez citemos las viceversas. Sin viceversas… no hay consensos, no hay estabilidad, las viceversas resultan sagradas dado que ¡todos! poseemos idénticos e inalterables derechos. Todo ataque a la integridad moral antecede al ataque a la integridad física. Sin moral no somos homo sapiens. Sin moral semejamos muñecos repletos de guata. El homo sapiens es inherente al cogito, ergo sum cartesiano. Y lo respeta porque todos, dado vivir, pensamos. Y ese pensar no es homogéneo, no puede serlo: diferentes huellas sobre nuestros dedos… diferentes pensamientos. El debate supone ideas —que libres y sin cortapisas— se contrapongan, ante todos, caballerosa y dignamente. La razón y la verdad emergen y prevalecen desde eso. La moral se fortalece desde eso. Permitiendo que el error se exprese identificamos al error. Cuando razón y error lidian —a la vista de todos— la razón prevalece. La sociedad actual, avanzado ya casi un cuarto de este asombroso siglo, no es monódica. Es polifónica. No es sociedad de una voz. Ni siquiera de dos. O aun de tres. Es sociedad de muchas voces: las voces de todos.

“Las sociedades hoy día, desde sus obligados caracteres cada vez más heterogéneos, exhiben un equilibrio
cada vez más inestable”.

 

Un repetidor, según esa rama del conocimiento humano que responde al nombre de Telecomunicaciones, es un dispositivo que recibe señales para su posterior y exacta retransmisión. Un ciudadano, un polites, no puede ser eso. Lleguen esas señales desde donde lleguen. No puede ser un repetidor. Ello redunda en detrimento y desmedro de su condición misma de ciudadano, titular de derechos, con capacidad para el ejercicio absoluto del pathos, el ethos y el logos. Fungir como repetidor lleva al desmedro y deterioro de la palabra razonada, esa que tiene su génesis en el sentimiento provocado por nuestra humana y social existencia, asistido por el derecho, ese que, de manera inevitable, nos impele, en tanto ciudadanos —polites— al debate de la res publica desde la inalienable titularidad de nuestros derechos, la atención a nuestras costumbres y la sujeción —estricta y respetuosa— a nuestras leyes, especialmente a nuestra Ley Fundamental: la Constitución. Un repetidor es aquel individuo que escucha mensajes de una fuente determinada para ¡inmediatamente transmitirlos sine cogito y sin variación!, no importando que transcurridos meros diez segundos reciba mensaje opuesto ¡de la misma fuente! para, con idéntica celeridad, mismo nulo pensamiento y nula variación, apoyarlo, defenderlo y transmitirlo. Eso es doxa, no episteme. En las telecomunicaciones pueden y deben existir repetidores y está muy bien que existan: ello las garantiza. En la sociedad humana no: distorsionan, empobrecen y cooptan la comunicación, corro en el consenso, difuminan el debate, crean —desde la ventrilocuación social— el espejismo de la homogeneidad. Y el mundo hoy es heterogéneo. En la teoría ajedrecística, concretamente el mundo de las aperturas y defensas, existe algo llamado “equilibrio inestable”. La Defensa Siciliana, por ejemplo, tiene ese “equilibrio inestable”. Las sociedades hoy día, desde sus obligados caracteres cada vez más heterogéneos, exhiben un equilibrio cada vez más inestable. La estabilidad la confiere precisamente el consenso; mientras más enconada es la polarización mayor es la cuota de inestabilidad. Un debate sano excluye polarización y encono. Platón llamaba doxoforos a aquellos que en el ágora privilegiaban las palabras en contraposición al pensamiento. Platón oponía la episteme —el conocimiento—, a la doxa —creencia—. Un repetidor social es precisamente eso: un doxoforo. Un ventrílocuo. Se levanta como excrecencia del pensamiento medieval. Es un “polichinela social”.

Es inmoral premiar o incentivar polichinelas o doxoforos. Quienes lo hacen de seguro también los desprecian. El bien premia al bien. Y lo admira. Incluso el mal, en su fuero interno, admira al bien. Se sabe inferior al bien. Y no es que el bien, inherentemente, logre siempre victorias, como en las malas pelis. No. El bien puede perder… ¡si el bien descuida el bien! Los malos ganan cuando los buenos no hacen nada, sostuvo el inolvidable Mahatma Gandhi. El bien debe cuidar de no contaminarse, sin embargo, de algún milímetro de mal. Debe buscar, incentivar y premiar seres que detenten derechos y deberes, que los respeten, que sean dignos y honrados ¡porque dicen siempre en voz alta o letra clara lo que piensan!, y lo dicen a quienes deben y donde deben y cuando deben —¡que es a todos, y siempre y en todas partes!— sin importar las consecuencias, malas o buenas que para ellos supongan, y lo hacen porque se sienten en el inexcusable derecho de ejercer —de manera absoluta y responsable— el pathos, el ethos y el logos, nunca la doxa o fe, ejercerlos para impedir el desmedro y/o deterioro de la palabra razonada, de los sentimientos con que la existencia social, compleja, ¡siempre compleja!, nos carga. Eso es cuidar al bien. Eso es no permitir que el bien se contamine con trozos de mal.

“El siglo XXI se caracteriza por el respeto a los derechos de las minorías”.
 

El irrespeto a la opinión diferente genera al simulador. El simulador es un trozo —miserable y considerable— de mal. ¡Cuánto daño hace el simulador! A mayor irrespeto de sentires mayor dosis de simuladores. Es ley de la física moral. Todos hemos conocido seres que públicamente sostienen alguna idea para después —a sotto voce— confesarnos, sin sonrojos: “pienso como tú, pero no voy a decirlo”. Un simulador es un loco moral. Parafraseo —con todo respeto— lo que escuché cierta vez del ya fallecido y muy admirado profesor Julio Fernández-Bulté, al referirse al corrupto. “Un loco ha perdido la psiquis”, me explicó en aquella ocasión Bulté —evoco hoy sus ojos penetrantes e inteligentes mirándome por encima de los espejuelos— “ah, pues un corrupto ha perdido la moral, es, en consecuencia, un loco moral”. Hoy, profesor, le rindo debido homenaje parafraseándolo: el repetidor y el simulador, dado que igualmente han perdido la moral… ¡son también locos morales! Quienes los recompensen y prohíjen ¡también lo son! A esos se les denomina en Derecho fautores. El que reciba dinero para defender y transmitir ideas que no son suyas o que siendo suyas le reporta desde ello beneficio… ¡también ha perdido la moral! Quien se atribuya el non plus ultra de la episteme también —de facto— la ha perdido. Antonio Gramsci, el genial y muy digno —¡y valiente!— marxista italiano, alertó acerca de no perder la hegemonía moral y cultural. Ello conduce, Gramsci dixit, a la pérdida del consenso. Y sin consensos se va de bruces al empleo de fibras no precisamente dignas del homo sapiens, al menos del que vive y respira en este maravilloso siglo XXI. Tales fibras solo deben emplearse —y triste pero moralmente es lícito emplearlas— contra todo aquello que niegue la existencia misma del homo sapiens, su libertad, su derecho irrestricto a la felicidad e integridad física, moral e intelectual, el cartesiano derecho que emana del sagrado apotegma cogito, ergo sum, sagrado porque pensamos y vivimos y amamos y respiramos ¡y somos! escudados en el divino ejercicio de nuestros inalienables derechos. Sin ellos… no somos. El siglo XX se caracterizó por el respeto a la voluntad de las mayorías. Y estuvo bien. El siglo XXI se caracteriza por el respeto a los derechos de las minorías. Y complementa ese bien.

Urge respetar lo que el Estagirita en su Ética a Nicómaco llamó phronesis, elemento que colocó frente a hybris, o sea, prudencia versus desmesura, comprensión de la distancia que aleja a aquello que está bien —y es el bien—, de aquello que está mal —y es el mal—. Phronesis llega desde phroneo y se traduce como ‘comprender’. En Cinco dificultades para escribir la verdad, Bertolt Brecht sostuvo que urge tener la perspicacia de descubrirla, el valor de escribirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de elegir destinatarios y la astucia de difundirla. De esas cinco tesis, privilegio hoy dos: la perspicacia de descubrirla y el arte de hacerla manejable. Y la prudencia ahí, faro y guía; no la desmesura; la prudencia alumbrando los límites que separan al bien del mal; alejando la doxa, cuidando la episteme; llamándonos a ejercitar los tres modos de persuasión de la Retórica enunciados por el creador de la Escuela Peripatética: el pathos, el ethos y el logos, conditio sine qua non de todo debate. Eso precisamente me he empeñado en respetar desde estas pobres letras. Con humildad. Anegado de humanismo y respeto. El lector tendrá a bien juzgar… si lo he logrado.