Aunque a veces vivimos el jamais vu —ese nunca visto del que hablan los psiquiatras—, es mucho más frecuente la repetición de ciertos acontecimientos, o al menos nuestra forma de percibirlos: el déjà vu del que hablan los especialistas en trastornos mentales. Sobran ejemplos de este último. Por muy duro y triste que sea el despojo que deja tras de sí un huracán como el que acabamos de sufrir, y del cual intentamos recuperarnos, hemos pasado varias veces por ese canal. Canal desolador que volveremos a transitar, porque vivir en una isla implica determinados embates, y también bondades. Viene a ser un “todo incluido”. Por un lado, clima divino, calidez acuática, sol sanador y brisa deliciosa, y por otro, huracanes, ciclones, surgencia marina, mar de leva y tormentas seculares.

“Vivir en una isla implica determinados embates, y también bondades”.

Nuestra defensa civil y nuestro servicio de predicciones meteorológicas son dos instituciones que merecen cuanta medalla exista y cuanto monumento sea posible erigir (cuando haya materiales). A quienes laboran allí, mi más profundo reconocimiento. Otra cuestión es el poco caso que hacemos a las orientaciones que brindan ambos centros, seamos francos. Porque si de veras cumpliéramos todas y cada una de las acciones recomendadas por esos espléndidos expertos, otro gallo cantaría. De esos centros especializados brotan sugerencias profilácticas como podar las arboledas entre los meses de marzo y abril, destupir cañerías y acueductos mensualmente, tener aseguradas puertas y ventanas todo el año, y un montón de indicaciones básicas que nadie cumple a cabalidad. Quizás, si todos releyéramos la portentosa novela El siglo de las luces, entenderíamos no solo el destrozo descomunal que implica el paso de un fenómeno natural por nuestro territorio, sino desde cuándo venimos sufriendo sus terribles consecuencias. Propongo que se imparta un curso de literatura a tales efectos entre los trabajadores de los servicios comunales y forestales, de modo que los electricistas no se conviertan en los héroes exclusivos, como sucede ahora mismo. No pretendo restar importancia, ni mucho menos valor, a la consagración de estos compañeros, de ninguna manera. Todo lo contrario, creo que si se les allanara el camino desde mucho antes, la empresa eléctrica, y también la de telefonía, podrían dedicarse más holgadamente a sus tareas específicas. Sé que dirán que más que una novela de Alejo, lo que urge es combustible elemental y la renovación de implementos imprescindibles, pero me inclino a comenzar por la lectura, porque las chumaceras y eso otro nombrado excitatriz —ambos fundamentales para que funcionen las termoeléctricas— ocupan el primer escaño en las necesidades del momento.

“La solidaridad es hermosísima, no hay duda, pero es mejor prevenir”.

Volvamos a los huracanes, a los que, por cierto, antes nombrábamos ciclones. Estos nos acompañan desde tiempos inmemoriales, tan lejanos como los primeros aborígenes del continente americano, lo cual está demostrado en los posibles orígenes de su nombre en la región que habitamos: en la mitología maya,  Huracán (hun: uno; akán: pierna; es decir, una sola pierna) era el dios del fuego, el viento y las tormentas, y también es llamado corazón del cielo. Obviamente, lejos de desaparecer, los huracanes nos visitarán cada cierto tiempo. Cabe entonces preguntarse, a estas alturas, qué más podría hacerse en aras de evitar pérdidas de todo tipo. La solidaridad es hermosísima, no hay duda, pero es mejor prevenir.

Otro déjà vu muy frecuente es el ciberchancleteo de las redes; esos espacios virtuales que, lejos de posibilitar socializaciones, han terminado por convertirse, muy a propósito, en escenarios bélicos altamente inflamables, agresivos, insultantes. Ya no solo entre enemigos, sino también entre colegas que dirimen batallas encarnizadas (un doloroso episodio de jamais vu que amenaza con repetirse), cuyo final puede ser impredecible, pero que, hablando en plata, su resultado a corto plazo es —volviendo a la esfera psíquica— muy deprimente. Antes del abatimiento, como es natural, viene la alerta, la ansiedad, la rabia, esa sorpresiva angustia que produce la guerra entre quienes defendemos la misma esencia, pero no lo parece. Al cabo, llega la indiferencia, también llamada “filosofía de los hartos”, lo cual implica el abandono de la esfera social para acogerse al amparo de lo individual, el refugio de lo personal, ese “sálvese quien pueda” de consecuencias temibles.

“Que la empatía no sea un suceso de jamais vu, sino un habitual déjà vu”.

El mundo ideal, perfecto, no existe, pero al menos deberíamos abogar por la cordialidad, el respeto y el diálogo fecundo, donde nos escuchemos todos y brindemos todas las manos, como sucede ahora mismo ante la catastrófica situación en la más occidental de nuestras provincias. Que la empatía no sea un suceso de jamais vu, sino un habitual déjà vu. Ello ayudaría a aliviar nuestras carencias, que no solo son de índole material e inmediata, sino también espirituales y de impostergable solución. 

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