De, sobre y por las mujeres en la escena
De entre los impactos causados por la pandemia para los habitantes de todo el planeta en innumerables órdenes de nuestras vidas, los que afectan a las mujeres han sido abordados de manera creadora por el teatro latinoamericano, como una preocupación siempre latente y como continuidad a aproximaciones temáticas que se enriquecen frente a los problemas específicos de estos tiempos en los diferentes contextos.
En general, en el encierro han crecido las manifestaciones de violencia de género, y ha tocado principalmente a las mujeres el cuidado de los niños y adultos mayores. El agobio causado por el aislamiento y las restricciones económicas se acentúa para muchas profesionales con el trabajo a distancia que, si bien es una alternativa de protección sanitaria y económica cierta, ha significado una recarga de actividades, en situación de desventaja.
Si bien en el teatro cubano notables artistas han proyectado líneas de trabajo investigativo y artístico de orientación feminista y han recreado sobre el escenario conflictos de mujeres contemporáneas y/o universales, como Fátima Patterson y Roxana Pineda —quienes, coincidentemente, impulsan eventos signados por ese perfil—, y otras han gestado obras que expresan una deliberada perspectiva de género, como Agnieska Hernández, Elaine Vilar Madruga y Nara Mansur, o algunas actrices se han aventurado, solas o acompañadas, en dramaturgias de la representación con propósitos de reivindicación femenina, como Eva González, Monse Duany y Andrea Doimeadiós, entre otras,[1] el relativo retraso que han tenido esos temas en el debate social cubano, malentendidos como superados o entendidos como no prioritarios frente a otros procesos emancipatorios, también lastró, por defecto, su presencia en el teatro. Creo que por eso ni tenemos una escena feminista vigorosa ni tampoco un artivismo orgánico y sistemático, sustentados ambos en sólidas bases teóricas que alimenten argumentos dramáticos y compongan caracteres que los impulsen en sus acciones. No contamos con grandes piezas teatrales escritas por mujeres equivalentes a lo que significaron en su momento obras como La pérgola de las flores, de Isidora Aguirre, Antígona furiosa, de Griselda Gambaro, Des-Medea, de Denise Stoklos. Paradójicamente, antes llegaron más lejos dramaturgos hombres, como Abelardo Estorino, Eugenio Hernández Espinosa, a quienes siguieron en otros contextos Roberto Orihuela, Mauricio Coll, Elías Armando Torriente —los tres vinculados a grupos del Teatro Nuevo que se planteaban investigaciones sobre problemas de la realidad—, y algún otro.
De vuelta al presente y al largo período sin contacto teatral vivo que parece que empezamos a dejar atrás, entre numerosos intercambios virtuales en los que me vi involucrada en diecinueve largos meses, el primero de ellos, en abril del 2020, como muchos otros, se focalizó en la mujer. En lecturas y visionajes de puestas en escena, y en mi labor editorial sistemática en la revista Conjunto, he recibido artículos y testimonios que dan cuenta de una creación escénica que deliberadamente asume una perspectiva de género crítica y movilizadora.
Son muchas las posturas y los problemas sociales sobre los cuales estas mujeres han focalizado su trabajo. Una artista cuya labor se articula con el activismo social y feminista —generadora, por cierto, del primer panel sobre mujer y teatro en el que participé en pandemia—, Patricia Ariza, impulsa el Festival Mujeres en Escena por la Paz. Precisamente en la edición 30, liderada por ella y organizada por la Corporación Colombiana de Teatro, del 6 al 15 de agosto pasado en modalidad mixta, se incluyó un conversatorio virtual en torno al tema Mujeres, teatro y contexto en América Latina, en el cual las ponentes[2] valoramos la importancia de las mujeres en sus respectivos contextos socioculturales en el momento que vivimos; el nivel de empoderamiento, casi siempre insuficiente, el grado de aceptación del feminismo y su satanización en algunos espacios, así como la presencia y el significado de la labor en el teatro.
Fue una de muchas citas del evento —con más de 80 grupos, obras presenciales y en formato virtual, de teatro, circo, danza, performance y narración oral—. Convocó cine, poesía, canto, artes urbanas, talleres, encuentros y conferencias desde la perspectiva de la mujer, tres conversatorios y un gran Foro Polifónico en el que participaron jóvenes, lideresas sociales y hubo espacios para homenajear a mujeres víctimas, desde lo ritual y lo simbólico.
El propósito de este festival se caracteriza por su líder así: “…para ver la singularidad de las mujeres, para saber cómo estamos, cómo nos estamos enfrentando a este mundo, cómo y qué estamos creando en esta época de la demolición del patriarcado. Hay una cosa secreta y misteriosa en el teatro que hacen las mujeres, es una relación entre lo pequeño, lo personal, lo íntimo, con lo político y con lo épico”.[3]
“En el encierro han crecido las manifestaciones de violencia de género, y ha tocado principalmente a las mujeres el cuidado de los niños y adultos mayores”.
Fuera del evento, también la Corporación Colombiana de Teatro impulsa una escuela llamada Mujeres en Escena, que reúne cada sábado a unas 30 de diversos sectores y edades, para debatir problemas sociales que les afectan, y el teatro les ha servido para crear performances colectivas rápidas para la calle y contra la violencia. Desde el Teatro La Candelaria, Patricia generó también una temporada de monólogos creados por mujeres del grupo, entre ellos No estoy sola, escrito y actuado por ella misma, que fueron respuestas coyunturales y continuidad a espectáculos de la normalidad como su Antígona, con tres actrices que encarnaban a la protagonista y dos más a su hermana Ismene, en multiplicación de la opresión a la mujer y en la respuesta de rebeldía femenina.
Otras actrices creadoras, las que componen el Grupo Cultural Yuyachkani, han aprovechado su enorme arsenal de creatividad escénica y sus experiencias en pasacalles para sumarse a otras organizaciones de mujeres y a las artivistas de los grupos culturales “Warmikuna Raymi” y Collera Red para incorporarse a las manifestaciones populares a raíz del golpe parlamentario de noviembre del 2020 y la crisis creada en el Perú. Así participaron en la primera Marcha Nacional. Marea Roja, fue primero el nombre de un movimiento y luego una acción callejera concreta, que a raíz de la segunda Marcha Nacional se tituló Marea Roja, ponte el alma. Fue una acción hermosa por la justicia, por condiciones de vida dignas y por el derecho a la protesta, cargada de simbología, con los colores patrios y los versos de César Vallejo como inspiración y carne del discurso.[4]
Cuenta Ana Correa, una de sus participantes, que la presencia de las mujeres en esas acciones fue inspiradora, y cita a dos líderes de Cajamarca, Adriana Chávez y Jrisanti Delgado, cuando afirman: “…hemos demostrado que no somos indiferentes, no estamos desinformados o desentendidas de la política. Hemos usado la tecnología para informarnos entre nosotros de las verdades que la prensa no informa. Queremos cambios, sí, y seguiremos en la lucha social hasta buscar una sociedad más justa y equitativa”. Sus palabras están respaldadas por un espectáculo raigalmente femenino como Confesiones, de 2013, en el que presenta y representa sus inquietudes como mujer, actriz y ciudadana.
Teresa Ralli, por su parte, que protagonizara en la escena la Antígona de José Watanabe, como expresión de su necesidad de reivindicar a tantas mujeres que en medio de la violencia lucharon por rescatar y enterrar a sus muertos, fundamenta el perfil feminista de estos nuevos actos, así:
Salimos a la calle mujeres conectadas desde todos los colectivos, desde muy jóvenes, hasta madres y abuelas. Salimos a las calles con faldas rojas como la sangre y camisas blancas, como el deseo de conquistar la paz, a caminar y a protestar con un pañuelo negro. Nos dimos en llamar La Marea Roja, y protestando contra la violencia —que veo también es común a todos nuestros países, que recae sobre todo en las mujeres, en las jóvenes—; contra la trata de las niñas y adolescentes, contra la violencia secreta en las casas, en las familias, que la pandemia hizo explotar de una manera inmisericorde, y contra los feminicidios.[5]
Precisamente los feminicidios, perpetrados contra tantas mujeres mayormente jóvenes en países como Brasil y México, entre otros, son la materia temática de la acción performativa Para aquellas que no están más, de la actriz y artista conceptual Violeta Luna. En colaboración con las brasileñas Stela Fisher y Leticia Olivares, y valiéndose de la intermedialidad que se genera del diálogo entre actuación en vivo, proyección de video e intervenciones del público, y de objetos personajes que recrean la escena documental. Construye un estremecedor homenaje a mujeres víctimas de la violencia de género. Para aquellas… sigue la saga de otros montajes de esta artista en constante movilidad entre San Francisco y la Ciudad de México, como Réquiem para una tierra perdida, Frida, o Apuntes sobre la Frontera, en las que su cuerpo es un arma expresiva de gran valor político, y se articula con los talleres que la artista imparte en muy diversas latitudes.
“Salimos a la calle mujeres conectadas desde todos los colectivos, desde muy jóvenes, hasta madres y abuelas”.
Desde Paraguay, la joven actriz y gestora Natalia Santos relata cómo desde las iniciativas virtuales en su país se creó Mujeres de Teatro,[6] una página en Facebook que se convirtió en sala de debate sobre el contexto del aislamiento, gestada por Paola Irún, Fátima Fernández Centurión y Guadalupe Lobo. Significativamente, afirma que durante los encuentros a través de las redes las artistas y sobrevivientes de la dictadura stronista reivindican a los grupos de teatro como cimiento de un nuevo paradigma.
El director, dramaturgo y actor feminista ecuatoriano Santiago Roldós, a la hora de ponderar el accionar de las artistas, reconoce que en el contexto artístico y académico de su país el teatro ha sufrido una despolitización, y denuncia el “Encallamiento y encanallamiento de la inteligencia coherente con el imperio de la violencia patriarcal, el racismo, la lesbotranshomofobia, el clasismo y el extractivismo que campea también en escuelas, facultades, universidades y centros de artes”. Frente a eso, la danza ha jugado un papel en la denuncia, el cuestionamiento y la realización de escraches a profesionales que han ejercido la violencia de género. La colectiva Mujeres en Las Danzas, además, ha interpelado al movimiento dancístico ecuatoriano en sí, y han impugnado “cómo las bases de ese movimiento se han estructurado en el acuerdo y comprensión del maltrato, la violación, el abuso y la jerarquía”. Y añade que “Los cuerpos de la danza están educados y formados en esa gramática política”.[7]
En Chile, una obra como Preguntas frecuentes, de la escritora y actriz Nona Fernández, dirigida por Mariana Muñoz, y actuada por Claudia Cabezas y Gabriela Aguilera, cruzó textualidades para representar el intercambio fragmentado entre dos mujeres aisladas que validan la memoria desde lo íntimo personal, y exponen cómo el encierro prolongado hace reaparecer antiguos miedos que aluden con sutileza a los años del terror en medio de la dictadura.[8]
Una voz radial, en tono neutro, alterna advertencias profilácticas para el comportamiento social, con conflictos de trabajadoras domésticas, la soledad de los adultos mayores, despidos laborales en medio de la crisis, etc. Así, se activa la memoria individual y colectiva y se apunta a asuntos pendientes del pasado y el presente de Chile: la ineficiencia gubernamental que provocó las manifestaciones sociales de octubre y noviembre en 2019. Plantea la disputa de una memoria que hay que completar y cuestiona la naturaleza del discurso.
En Uruguay, la segunda puesta en escena de La fiera, de Mariano Tenconi Blanco con la actriz Mané Pérez, enfoca la violencia de género en el norte argentino, con sus tradiciones y mitos y su dialecto, la historia reciente de feminicidios denunciados y explora a nivel intertextual la desaparición real en 2002 de una joven de Tucumán, víctima de la trata de blancas, que puso al descubierto redes de explotación sexual y dio lugar a la constitución de una fundación gratuita para la asistencia de las víctimas que ha permitido liberar a miles de mujeres.[9]
En Bolivia, la actriz Alice Guimarães del Teatro de los Andes, da cuenta de la labor conjunta de la escena con el Centro Juana Azurduy, de Sucre, que trabaja contra la violencia de género y apoya a las víctimas. Juntas, han creado performances callejeros y dos documentales para enfrentar especialmente la alarmante elevación de feminicidios en medio de la pandemia.
“Después de todo, la precariedad, la pobreza y la brega del sobrevivir tienen rostro de mujer”.
Por último, desde Puerto Rico, la actriz y performera Teresa Hernández, como parte de la plataforma de investigación artística creada por ella, Bravatas, pone su cuerpo de mujer madura a hablar de temas ligados a la sobrevivencia histórica y cotidiana en Puerto Rico como nación colonizada, porque estima que “después de todo, la precariedad, la pobreza y la brega del sobrevivir tienen rostro de mujer”.[10]
Hace algunos años Teresa creó Coraje II, a partir de una idea suya y bajo la dirección de Miguel Rubio, acerca de las consecuencias individuales y familiares, desde la mirada de una mujer, de la militarización colonial de la isla y el alistamiento de sus ciudadanos en guerras generadas por el imperio. Ella es parte del Taller de Otra Cosa, una organización cultural pionera en fomentar el estudio riguroso y el quehacer de las artes escénicas, de la que también forma parte Viveca Vázquez, coreógrafa y artista —colega y maestra— y ambas han trabajado diversos temas sociales desde la expresión y la exploración del cuerpo.
Otra maestra suya no formal es Rosa Luisa Márquez, a quien vimos en Mayo Teatral 2018 versionar a Lorca en Hij@s de la Bernarda para develar, en colaboración danzaría con la bailarina y coreógrafa Jeanne D’Arc Casas —inspiradas en Gilda Navarra— y un elenco mayoritariamente femenino, marcas del autoritarismo sobre la conciencia colectiva en el contexto del estatus colonial. Y, como Patricia Ariza, Rosa Luisa ha sabido apropiarse de las redes para, en su caso, usarlas como motivación y estímulo para escribir dos libros y ponerlos a circular por el ciberespacio, y para reactivar su sistema de entrenamiento boaliano titulado, como otro libro suyo, Brincos y saltos.
He sobrepasado el espacio previsto y muchos nombres, rostros y gestos se quedan para otra oportunidad. Las actrices, dramaturgas y directoras, asesoras y técnicas de la escena latinoamericana, en su creación, dialogan con la realidad, descubren sus tensiones y proponen el modo de superarlas desde la conciencia de su condición femenina.