De conflictos, choques y desgarramientos: abrazar la Revolución e “incendiar el océano” (III parte)
En el ámbito del pensamiento cubano en la etapa estudiada ¿hubo rechazo al marxismo soviético? Pienso en la mala reputación que tenía el sistema soviético en su relación con los intelectuales cubanos. De ser así, ¿qué significación, para el desarrollo de una teoría revolucionaria, tuvo esta postura de rechazo por parte de la intelectualidad?
En el caso del grupo al que yo pertenecí, el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, llamado también grupo de la calle K —los que después hicimos Pensamiento Crítico—, el rechazo fue primero a posiciones de la URSS, y nació por razones políticas y no intelectuales. Pienso que lo mismo debe haberles sucedido a muchos otros cubanos en esos años. La Revolución cubana era socialista de liberación nacional, antimperialista sin concesiones, internacionalista, partidaria de la vía armada para tomar el poder —de lo cual era un ejemplo brillante que entusiasmaba a muchos pueblos—, radical expropiadora de los explotadores y repartidora de la riqueza social y las oportunidades. No procedía del movimiento internacional comunista, pero realizaba lo que este tenía como objetivo a largo plazo, y desde abril de 1961 se declaraba abiertamente socialista, anticapitalista y comunista. Todas esas características tenían que resultar conflictivas respecto a la URSS y su campo, pero, al mismo tiempo, desde 1960 crecían los nexos entre Cuba y la URSS, que pronto se volvieron de una importancia principal para nosotros, y era natural que militantes y simpatizantes del comunismo en América Latina y otras regiones fueran solidarios con Cuba y partidarios de su Revolución.
Las Declaraciones de los Partidos Comunistas de 1957 y 1960, que aparecieron enseguida entre los materiales de estudio, sostenían la política de coexistencia pacífica entre el capitalismo y el socialismo orientada por la URSS, que combinaba oposición y conversaciones con Estados Unidos, y se regía por sus intereses estatales. Mientras, la Revolución cubana era condenada a muerte por el imperialismo, sometida al bloqueo y las agresiones, y se veía obligada a poner toda su fuerza y su vida en aquel enfrentamiento. A su vez, Cuba era realmente internacionalista, desde el inicio del poder revolucionario, con los revolucionarios latinoamericanos, con los argelinos, con otros africanos, pronto lo sería con los vietnamitas, y proclamaba abiertamente que esa era la actitud que debían tener todos los revolucionarios. Las grandes relaciones económicas y la ayuda militar podían establecerse, aunque ambos países tuvieran tantas diferencias, pero la supuesta identidad ideológica y de ideales y objetivos a largo plazo tenían que generar contradicciones, forzosamente.
La victoria de Girón constituyó una gran alegría para todos los soviéticos y comunistas, pero los geopolíticos preferían llamarle a Cuba socialista “la Isla de la libertad”. La Segunda Declaración de La Habana, de febrero de 1962, era inaceptable para la línea reformista; en varios países latinoamericanos los partidos comunistas no la divulgaron. Pero lo decisivo fue la actitud del gobierno de la URSS durante la Crisis de Octubre, que todos conocen.
La literatura marxista al alcance de los que iban en busca de ella, entusiastas y fervorosos, pertenecía en su mayoría a la corriente de la URSS. Desde 1961 hasta 1967 la organización política de la Revolución mantuvo un sistema de escuelas de instrucción política que priorizaba los materiales de esa corriente y seguía la concepción teórica del Materialismo Dialéctico e Histórico. “Las Escuelas”, el Consejo Nacional de Cultura y otros medios divulgaban esas posiciones y trataban de que se instituyeran como el canon para todos. Eso recibimos los jóvenes de mi grupo en nuestra formación básica, y esa corriente fue lo que comenzamos a enseñar como docentes en las universidades, cuando la Ley de Reforma implantó la asignatura de Filosofía Marxista en todas las carreras. Tuvimos que romper con la corriente de la URSS para lograr cumplir nuestra función intelectual en la Revolución.
Osvaldo Dorticós, reunido con nuestro grupo en una fecha temprana de 1964, nos dijo que los manuales soviéticos no servían para estudiar marxismo en Cuba, y que nosotros estábamos obligados a incendiar el océano, aunque agregó que él no sabía cómo lo haríamos.
El campo de la literatura y el arte se vio afectado por la situación general a la que me he venido refiriendo, y por problemas específicos como los que traté al responder sobre Palabras a los intelectuales. Quisiera agregar algunas cuestiones. Está claro que podía ser ominosa la combinación entre el poder y la sociedad vueltos hacia el enfrentamiento directo a la contrarrevolución y el imperialismo, desgarrados y urgidos por la dura lucha de clases y exigiendo, a todos, las conductas correspondientes, por un lado, y por otro la adopción de un socialismo que fuera a seguir el modelo del sistema de dominación de la URSS y su campo, que era con mucho la principal experiencia del socialismo en el mundo. Los funcionarios del grupo referido de las ORI, más aquellos que se sintieran prosoviéticos eran, sin duda, promotores de esa adopción, pero hay que sumar los atractivos que portaba la URSS ante los cubanos de los primeros años sesenta. La gesta de la Revolución bolchevique y de Lenin era un maravilloso antecedente, con objetivos liberadores socialistas como los nuestros, la obra social que cambió la vida en el antiguo imperio zarista, el heroísmo incomparable durante la Segunda Guerra Mundial, las obras literarias y artísticas soviéticas, las armas que llegaban, los adelantos tecnológicos y de producción, un cine diferente, todo eso tenía que influir a favor de la URSS. Además, podía ayudar a salir del inmenso peso cultural que tenían en Cuba los Estados Unidos, sin correr el riesgo de que la URSS pudiese ocupar ese lugar cultural.
Por suerte no tengo que alargar mi respuesta hablando de la historia cultural ulterior de esas relaciones entre Cuba y la URSS, y de sus consecuencias hasta hoy. Pero es un tema que sin duda tiene gran interés.
La historia negra de las represiones en la URSS y del autoritarismo sistemático del poder sobre el campo literario y artístico era muy conocida en Cuba, y despertaba un temor que se agrandaba con razón, por las actitudes soberbias de funcionarios con rango en el campo cultural, que pretendían imponer el realismo socialista, clasificar ideológicamente a obras y artistas, controlarlo todo en el sector y repartir premios y castigos. Se puso en circulación una literatura a favor de ese dominio y del dogmatismo, con artículos y folletos de producción nacional y libros importados. Recuerdo un poco un Manual de Estética Marxista Leninista —insisto en la gran ofensa a Lenin que significó este uso de su nombre— que afirmaba que las obras de Proust, Joyce y Kafka eran una clara expresión de la degeneración y putrefacción del capitalismo. Imagínate la respuesta de los muchachos como yo: buscar sin descanso a esos tres autores para leerlos. Pero piensa sobre todo en los artistas y literatos profesionales: para ellos se trataba de una agresión a sus vidas y sus obras.
Como era de esperar, hubo mucha polémica alrededor de esas ideas y esos problemas, como la hubo en Cuba en esos años acerca de los problemas principales de la sociedad, de cómo actuar, de la conciencia, la economía, el poder, la Revolución, su esencia y su proyecto, del mundo de entonces. En aquellos tiempos eso era lo más natural del mundo, una historia posterior de retrocesos relegó todas las polémicas al olvido —con el designio de que la idea misma de debate fuera olvidada—, pero desde hace años ha vuelto la historia de las polémicas y una parte de ellas. Yo confío en que las generaciones jóvenes, que serán las decisivas en todo para el futuro de nuestro país, las estudiarán y se lanzarán a conocer toda esta historia de la Revolución, que les pertenece, sin omisiones, temores ni remilgos. Sugiero, por ejemplo, hacer un repertorio de los asuntos que se discutieron, ver en qué medida y cómo se ocupaban de la vida y las cuestiones principales, y pensar cómo puede esto servir para promover la ampliación, la profundización y la eficacia de los debates en la actualidad.
Las polémicas culturales constituyeron en su conjunto un avance notable de las ideas de la Revolución socialista cubana y del pensamiento nacional. En cada campo en que fue necesario ir mucho más allá de lo que parecía posible, la Revolución tuvo que ser audaz y creativa de maneras específicas, para lograr ser eficaz y poner las cosas en un terreno nuevo y suyo. En el cultural, las polémicas permitieron romper las prisiones del pensamiento anterior, de la amenaza de la militarización de la cultura y de la imposición del dogmatismo y el sectarismo. Los cambios culturales colosales que en la práctica conseguía la Revolución tuvieron un parangón intelectual en las polémicas, que planteaban los nuevos problemas y aportaban ideas nuevas, no temían oponerse a lo establecido o a las creencias y prejuicios, y trataban sus temas con lenguaje claro y llano. Ellas nos ayudaron a romper la funesta “correspondencia” que exigía el dogmatismo-reformismo, violentar los datos de la realidad e ir más allá de la reproducción de la vida vigente, requisitos sin cuales no se logra ser revolucionario. Recuerdo que el presidente Osvaldo Dorticós, reunido con nuestro grupo en una fecha temprana de 1964, nos dijo que los manuales soviéticos no servían para estudiar marxismo en Cuba, y que nosotros estábamos obligados a incendiar el océano, aunque agregó que él no sabía cómo lo haríamos. Nos emocionó, porque el compañero Dorticós tenía una gran autoridad política y moral, y nos hizo ver claro que la tarea sería difícil, pero tendría que hacerse.
La utilización revolucionaria del desarrollo previo a 1959 en cultura política, desarrollo de la literatura y el arte y conocimientos sobre ellos, comunicación, libertad de expresión y otros factores, facilitó la riqueza y el alcance de las polémicas de estos años. Los intelectuales cubanos fueron capaces de no aceptar o rechazar en bloque al socialismo europeo y sus productos. Se comenzó a asumir la maravillosa experiencia cultural proveniente de la Revolución bolchevique y del campo del comunismo y el marxismo, o que fue influido por ellos. Se buscaban las obras y las polémicas de los políticos y los intelectuales revolucionarios, como Lenin, Trotsky, Gramsci, Lunacharski, de artistas como Maiakovsky, Tatlin, Gabo y Pevsner, Brecht, Gorki, del proceso de la cultura y la revolución, del Proletcult al Congreso de la Unión de escritores soviéticos de 1934, las relaciones entre las creaciones artísticas y el compromiso político, la militancia de los artistas y escritores. El estupendo cine bolchevique conmovía a los cubanos. Los lectores recientes y los que ahora leían libros entraban a saco en la literatura que venía de allá, junto a los libros cubanos y latinoamericanos que se multiplicaban.
El rechazo fue muy localizado y consciente, y no tenía ni una pizca de lo que llamaban anticomunismo. Recuerdo con orgullo que Alejo Carpentier publicó La caballería roja, de Isaac Babel, del que Hemingway dijo una vez que había sido su maestro, y que veíamos todo el cine que podíamos, de Eisenstein, Dovshenko, Vertov. Pero también conocíamos las historias que después fueron silenciadas en Cuba. A Babel lo fusilaron en un campo de concentración, al autor de El maestro y Margarita, Mijail Bulgakov, le prohibieron volver a publicar, y Alexander Fadeiev, el autor de La joven guardia, se suicidó en 1956, al parecer avergonzado de su actuación en la Unión de Escritores. A pesar de ser nosotros tan jóvenes e ignorantes, del trabajo sin fin y el insomnio de participar en la Revolución cubana, nos apoderamos de la historia de la Revolución bolchevique, su literatura y su arte, hasta donde pudimos. No sentíamos ningún desprecio, al contrario, una gran admiración hacia aquella Revolución y sus productos, y aspirábamos, igual que ellos, a asaltar el cielo.
Y entonces Fernando, ¿cómo afrontar desde la realidad de los sesenta el dilema ético de las contradictorias relaciones entre los intelectuales y la Revolución? ¿Cómo hacer coincidir la libertad de pensamiento tan necesaria para el intelectual con el compromiso político dentro de la Revolución?
Son dos preguntas… ¿Te refieres a cómo sucedió, o a cómo lo veo hoy?
Quiero que me hables de cómo sucedió, pero también, desde tu perspectiva y tu visión de intelectual revolucionario, de cómo se pueden hacer coincidir estas dos dimensiones, porque allí es donde está ese eterno dilema ético de todo intelectual en las revoluciones. Son dos preguntas, pero te doy la oportunidad de responderlas como una sola.
Los miembros de mi grupo eran muy jóvenes en los primeros años sesenta, todos carecíamos de trayectoria intelectual. En mi caso, me hice militante revolucionario en la adolescencia y como tal acostumbraba a tomar mis decisiones. Hice la carrera universitaria entre 1959 y 1964, pero hasta 1963 no le daba entidad a las cuestiones intelectuales respecto a mis actividades en la Revolución, aunque desde niño me apasionaban la lectura y la música, y me gustaron mucho mis estudios. Solo después comprendí que desde 1959 estaba participando en conflictos ideológicos en los cuales ejercía mi libertad de pensamiento y actuaba consecuentemente, dentro de la pertenencia a la Revolución. Por ejemplo, en cuanto a la necesidad de una profunda revolución agraria, al creer firmemente que la revolución tenía que ser contra los ricos de Cuba y contra el imperialismo, al compartir las ideas socialistas que existían dentro del 26 de Julio y apoyar siempre las posiciones radicales en los diferentes medios sociales y políticos, o al no aceptar ser miembro de las ORI en 1961. Durante el predominio del llamado sectarismo estaba opuesto a esa línea, pero no disminuían mi fidelidad a la Revolución ni mis actividades.
Cuando comencé a entender conceptualmente el problema que me preguntas, y a sentirme parte de él como intelectual, me dije: “si uno es revolucionario debe comportarse siempre como un revolucionario. Frente a eso, todas las demás cuestiones son secundarias”. Toda la vida he mantenido esa posición, pero en cuanto pasas de enunciarla en general a practicarla en las situaciones concretas, verás que casi nunca es simple, que muchas veces exige elecciones y decisiones muy difíciles, conflictivas, y algunas veces dudosas y angustiosas.
Mucho más grave que eso es la formación de grupos de poder que se deterioran, dejan de ser revolucionarios, establecen formas de dominación en nombre del socialismo y tratan de hacerlas permanentes y legitimarlas, o por lo menos expropian una parte de los medios y el poder en beneficio de sus intereses.
El revolucionario no está obligado a estar de acuerdo con todo lo que se diga o se haga en nombre de la Revolución. Eso no es ser revolucionario. Nadie lo es porque porte un carné de una organización, ni porque obedezca todo lo que le digan. Todos abrazamos la Revolución socialista al inicio de los sesenta, y eso estuvo muy bien, porque para hacer las revoluciones verdaderas hay que abrazarlas primero y entregarse a ellas, no se comienza por estudiar o debatir. Pero la misma práctica demostró pronto que aquel era el objetivo más ambicioso que ha existido nunca, que implicaba una subversión a fondo de la manera de vivir y de pensar, de las relaciones usuales, del sentido común, y sobre todo que sería hijo de un sin fin de creaciones, que consistiría en un proceso sumamente prolongado de liberaciones de las personas, de las relaciones interpersonales y humanas en general y de las relaciones sociales. Y una sustitución progresiva de las instituciones existentes por otras, incluidas las que el mismo poder socialista fuera creando, hasta llegar a la extinción de todos los aparatos de dominación. Pero la época de transición socialista exige crear y mantener un poder muy fuerte, capaz de cumplir sus papeles en el enfrentamiento con éxito a todos los enemigos, las insuficiencias, las desviaciones del rumbo y los retrocesos, y en las transformaciones tan radicales y nunca antes vistas a las que me referí. Por eso el Che tuvo que decir: “hemos sustituido la lucha viva de las clases por el poder del Estado en nombre del pueblo”.
El reto es tan difícil que, con los descalabros y el paso del tiempo, pueden desgastarse los impulsos y las ideas liberadoras, hasta llegar a parecer natural conformarse con mucho menos que los objetivos iniciales. Mucho más grave que eso es la formación de grupos de poder que se deterioran, dejan de ser revolucionarios, establecen formas de dominación en nombre del socialismo y tratan de hacerlas permanentes y legitimarlas, o por lo menos expropian una parte de los medios y el poder en beneficio de sus intereses. Se forman así situaciones híbridas, ocultadas por la ausencia de una crítica abierta y profunda a las insuficiencias del país en que sucede la transición socialista y sus consecuencias —como son el burocratismo, el mercantilismo y las combinaciones de ambos—, y a las acciones y actitudes de los que han abandonado la Revolución sin renunciar a sacarle provecho. Está claro que el complejo de relaciones sociales y actitudes y comportamientos personales existentes está lejos del ideal socialista enunciado como proyecto, por eso en la transición socialista son fundamentales los procesos educativos, la coerción social, los órganos revolucionarios, la movilización y el poder popular.
Este marco general del que te hablo no puede ser jamás olvidado al tratar de responder a tu pregunta, pero cada tipo de actividad tiene sus características, sus condicionamientos y sus deberes. No repetiré nada de lo hablado hasta aquí, pero es obvio que los problemas de lo que se llamaba entonces el compromiso del intelectual, las relaciones entre las libertades y los deberes, entre las actividades artísticas y literarias y el poder revolucionario, eran objeto de una atención muy grande y permanente en los años sesenta. En el grupo del Departamento de Filosofía los estuvimos viviendo desde el inicio. En diciembre de 1966 escribí un artículo sobre estas cuestiones, llamado “El ejercicio de pensar”, que apareció en El Caimán Barbudo de febrero de 1967. Cuarenta años después lo he rescatado, porque no me parece desatinado, y lo publiqué dentro de un libro mío reciente, que titulé precisamente así: El ejercicio de pensar.
Cada uno tiene deberes relativos a sus capacidades y dedicaciones, y el intelectual está obligado a pensar y a crear en los territorios de lo no predecible, lo bello, lo conflictivo, lo que vendrá mañana, lo que molesta, lo que debe ser, los sueños.
Entre tantos otros temas que no te he mencionado está el de la diferencia manejada en los años sesenta entre las relaciones de los intelectuales ya formados con la Revolución y la esperada aparición de los intelectuales de la Revolución. Es obvio que habría enormes diferencias entre los jóvenes cuya biografía intelectual fuera posterior a 1958 y los “viejos”, pero hoy me sonrío al pensar en la ilusión de que serían una especie de anuncio precoz del comunismo para la literatura y el arte. Es natural que fuéramos irreverentes, osados y apresurados, pero con honestidad te digo que, entre aquellos jóvenes, solo los oportunistas y algún que otro tonto se creyeron superiores. En cuanto a mi persona, viví con gran pasión y una dedicación sin límites aquella aventura intelectual dentro de la herejía cubana de los sesenta, y me atuve a las consecuencias de mis actos cuando esa etapa terminó. En estas dos últimas décadas he ido volviendo sobre aquellos hechos e ideas, guiado ante todo por la convicción de que los jóvenes cubanos de hoy necesitan apoderarse del proceso completo de la Revolución, para enfrentar con probabilidades de acierto y de triunfo los tiempos que comienzan. Tampoco viene al caso repetir aquí lo que he ido publicando.
Pero sí quisiera llamar la atención sobre algunos puntos, atinentes a tu pregunta doble. Sentirse parte de una causa muy grande y articulada, que lo trasciende a uno, aunque existe porque cada uno se entrega a ella, compartirlo todo y ser hermano de las compañeras y los compañeros, brinda una seguridad y una tranquilidad de espíritu extraordinarias. Sin embargo, pueden ser engañosas para el trabajador intelectual, si falta a sus obligaciones y se refugia en ellas cuando no debe hacerlo. No se puede entender la revolución y la transición socialistas como las vengo planteando aquí y creer que ellas transcurren sin conflictos y choques internos, e incluso desgarramientos, y que la vida de cada participante, cobijado bajo el techo de la causa, será placentera y tranquila. Cada uno tiene deberes relativos a sus capacidades y dedicaciones, y el intelectual está obligado a pensar y a crear en los territorios de lo no predecible, lo bello, lo conflictivo, lo que vendrá mañana, lo que molesta, lo que debe ser, los sueños. Si es revolucionario socialista, su oficio es trabajar directamente con la primacía de lo subjetivo y de la intencionalidad, dos rasgos básicos de esa revolución. Entonces tiene que ser militante con rasgos particulares, que respondan a ese oficio, y no dejarse llevar por la obediencia en vez de la disciplina, ni ser un adorno o un bufón en vez de un intelectual, ni temer a equivocarse en su trabajo, ni incurrir en cobardía política.
Está claro que es difícil, muy difícil. Nada importante es fácil, y todos los oficios tienen sus riesgos. Puede exigir quedarse alguna vez solo, a la intemperie, rechazado y como despojado de la pertenencia a su causa, y no saber si alguna vez volverá a ser entendido y admitido. Puede doler, pero nunca se compararía al dolor de comprender un día que uno no supo ser fiel ni a su causa ni a su oficio. La libertad de pensamiento no se entiende bien cuando se la invoca en general, porque no existe en general. La disciplina de cada uno y las necesidades de la causa pueden ponerse de acuerdo para impedir que un pensamiento o una obra valiosos lleguen a los demás, pero eso siempre debe ser muy concreto y muy sujeto a una circunstancia, es decir, debe ser una excepción, no una regla. Más duro es cuando uno piensa que no ha habido tal necesidad, que es un error o un conservatismo. Entonces hay que pensar bien todos los factores, lo que se quiere salvar, defender o impulsar, la táctica y la estrategia, el obstáculo que hay que evitar, la espera necesaria o, por el contrario, el principio al que hay que sacrificarse para que viva y perdure. El intelectual y el artista tienen deberes difíciles en la revolución socialista.
El trabajo intelectual está obligado a ser muy superior a las condiciones de reproducción de la vida social en que se realiza. Si se resigna a ser limitado por ellas, no vale la pena. El trabajo intelectual no debe llevarse por la escasez, ni de recursos ni de miras, ni por los límites reales o establecidos. Debe tenerlos a todos en cuenta, siempre, pero no guiarse por ellos, sino por su deber de ser capaz de ir mucho más lejos, en su campo, de lo que se espera. Su lógica es diferente a la de otras instituciones y labores de la sociedad. El que, por ejemplo, no expresa su criterio o no lo plasma en su obra para no resultar conflictivo y no correr riesgos —por razones que siempre son mezquinas, aun si no responden a intereses egoístas—, no está cumpliendo su función como intelectual ni su deber con la Revolución. Tenemos que ayudar a cuestionar lo que parece seguro, mostrar otras aristas de lo que parece conocido, abrir caminos nuevos.
El poder en la transición socialista cubana también tiene deberes muy difíciles que cumplir. Ante todo, está obligado a ser de naturaleza diferente al poder que ejerce el capitalismo sobre los intelectuales y artistas. Es cierto que los medios, las normas, los incentivos y otros factores son muy disímiles en uno u otro sistema, pero eso no basta. En los primeros años sesenta, el armamento general del pueblo suplió la falta de un antagonismo entre el proletariado consciente y la burguesía que Marx había considerado indispensable para la revolución socialista, y la movilización permanente del pueblo para lograr bienestar material y desarrollo económico, actuando dentro de un poder que era al mismo tiempo suyo y dueño de la economía nacional, suplió el requisito clásico de haber alcanzado un grado de desarrollo económico suficiente para pretender alcanzar el socialismo. Ambos logros pusieron bases prácticas para que se pensaran y lograran grandes avances teóricos. Desde entonces a hoy habría que analizar e historiar cómo y en qué grado los factores subjetivos han sido decisivos en el proceso del último medio siglo, y cuándo y cómo se han visto relegados. Los formidables desajustes que registran hoy nuestra vida social y el mundo de las ideas y sentimientos están siendo paliados, y en cierta medida contrastados por el alto nivel cultural de la población y su gusto por los productos culturales. Se trata entonces de un terreno de la mayor importancia política.
Vuelvo a recordar lo que considero esencial de la comunicación de Fidel en la Biblioteca Nacional en junio de 1961: escuchar, dialogar, argumentar, no pretender tener toda la razón o estar obligado a dar lecciones siempre, aprender entre todos, convencer, conducir, ganarse una y otra vez el derecho a dirigir.
Los términos acertados de la relación deberían tener a la cultura, en su sentido más abarcador, como el ámbito en el que se inscribe lo político, y no concebirla como un objeto y dividirla en “sectores” a los que los políticos “atienden”, entre ellos el de los literatos y artistas. Pero en las condiciones actuales lo acertado es, al menos, que el poder político y las estructuras defiendan la entidad específica de las diferentes actividades culturales, su autonomía relativa y sus desarrollos como parte del desarrollo de la transición socialista. Literatos, artistas y pueblo han alcanzado un nivel cultural extraordinario, su conjunción constituye un potencial tremendo de la Revolución. Por eso no se pueden tratar burocráticamente, no se les puede hacer víctimas del autoritarismo y la arbitrariedad, o del miedo a que resulten díscolos, molestos o irresponsables, o la absurda creencia de que su actividad puede debilitar la defensa de la Revolución, cuando es una de sus fuerzas mayores. Ni es suficiente tratarlos con una condescendencia benévola, como a muchachos que si siguen bien llegarán a ser buenos adultos. Vuelvo a recordar lo que considero esencial de la comunicación de Fidel en la Biblioteca Nacional en junio de 1961: escuchar, dialogar, argumentar, no pretender tener toda la razón o estar obligado a dar lecciones siempre, aprender entre todos, convencer, conducir, ganarse una y otra vez el derecho a dirigir.
En tu pregunta doble es muy acertado, a mi juicio, el uso de las expresiones dilema ético y compromiso político. Cada persona suele aprender a guiar y juzgar sus actos a partir de una ética determinada, que combina educación recibida y decisiones individuales. Dentro de la Revolución hemos asumido y desarrollado posiciones éticas con un denominador común muy fuerte, que tienen sin embargo sus contenidos diferenciados y una historia discernible y ligada a las formas sociales de dominación y de luchas contra ella. Una vez publiqué unas notas parciales sobre ese tema. Pero defiendo la noción de que la ética y la política son dos cosas diferentes. La política revolucionaria tiene que elaborar sus reglas propias, y está obligada a regir el proceso de transición socialista. La ética debe ser el juez y la brújula de esa política y, cuando sea necesario, deberá ser como un perro con rabia que muerda a la política. Porque la política es realmente revolucionaria si posee una dignidad propia y tiene como fin servir al pueblo y al proyecto liberador. Recuerdo cuando yo era un jovencito y una tía, antigua obrera despalilladora de tabaco que se tuberculizó en el trabajo, me decía: “no te metas en eso, a ustedes los van a matar y los políticos viven de ustedes, la política es una cosa muy sucia”. Si la política volviera a ser una cosa muy sucia, la Revolución estaría perdida.
Opino categóricamente que la política en la revolución de transición socialista forma parte de la cultura, lo que implica responsabilidades tremendas para los intelectuales y artistas, y para los políticos.
La política debe ser capaz de conducir al intelectual, ayudarlo a cumplir como intelectual, a ser cada vez más libre, a hacer política como ciudadano y a exigir como intelectual. Más allá de las insuficiencias, y peleando contra ellas, es imprescindible que todos los participantes, sean cocineros, funcionarios o intelectuales, tengan posiciones éticas revolucionarias. Me gusta mucho recordar lo que el joven Raúl Roa, preso en 1931, le escribió a Jorge Mañach: “El intelectual, como ve más profundamente y mucho más lejos que los demás, está obligado a hacer política”. Aunque su circunstancia era tan diferente a la nuestra, creo que su proposición tiene valor permanente. En los años sesenta los jóvenes como yo no nos planteábamos estar con el poder o contra el poder: formábamos parte de un poder popular. Admirábamos y seguíamos a nuestros líderes, sin añadir ningún título o cargo a sus nombres y sin sombra de adulación. La entrega a la causa, el desinterés personal, la laboriosidad extrema, eran virtudes que se consideraban naturales en los revolucionarios —cualquiera fuese su dedicación particular—, y tener criterios propios no era un defecto. Podría hacerte un listado descomunal con la falta de capacidades, los errores garrafales, las conductas primitivas o inadmisibles respecto a la sociedad que queríamos crear, un trovador al que todos queríamos le decía a su amada: «afuera los lobos son lobos aún». Pero la política, los esfuerzos, el proyecto, los sueños, eran de todos y los compartíamos entre todos los compañeros.
La segunda etapa de la Revolución en el poder, desde el inicio de los años setenta, implicó un recorte del proyecto y del alcance de la Revolución. He escrito mucho sobre los rasgos y el carácter contradictorio de esa etapa, y sobre sus consecuencias. Aceptar que fue así solo será útil si le sacamos provecho a conocer sus hechos y comprender en qué consistió, por qué sucedió, cómo y en qué la hemos superado, hasta dónde, qué secuelas que nos ha dejado se han vuelto crónicas. En julio de 2007, en el Instituto Superior de Arte, me referí a lo que algunos de los presentes llamaron “el decálogo del dogmatismo”, una síntesis de las características de ese flagelo que ha sobrevivido a lo que en aquella época era su condicionamiento social, y sigue vigente. El conocimiento es un buen paso hacia adelante, le permite a un pueblo culto ejercer su juicio, fundamenta la denuncia de una lacra y contribuye a su descrédito, y tiene que servir para lo decisivo, que es actuar y erradicar el dogmatismo. La recuperación analítica de los hechos del proceso revolucionario está muy lejos todavía de ser fuerte, por eso también es tan valiosa la contribución que han hecho y siguen haciendo ustedes en la Universidad Central de Las Villas.
Ser consecuente no es igual a ser terco; hay que saber ser flexible, sopesar, dialogar, partir de las diferencias, no limitarse a admitirlas, aprender de los demás. Conseguir socializar la razón y tejer la unión de voluntades.
¿Cómo puedes resumir tu legado como intelectual al pensamiento cubano actual, como artífice del período estudiado?
Afortunadamente, yo no puedo definir mi legado. Creo que el que sea capaz de definir su legado es bastante vano y bastante vanidoso. Sí puedo dar algunas pistas a los que se vean frente a esa misión tan ímproba en un momento posterior. Me fui dando cuenta de lo que debía hacer en momentos sucesivos de mi vida, desde que era un adolescente. Uno de los momentos, si me atengo a la época que interesa a tu entrevista, fue aquella tarde tremenda en que un compañero que dejaba de ser compañero me emplazó a decidir de parte de quién pelear. Traté de convencerlo de que la Revolución era una sola, que no era Fidel por un lado y los comunistas por otro, como él creía. Cuando se fue, me quedé pensando, y me dije: “pero, Fidel es comunista. Y si Fidel es comunista, yo tendré que ser comunista también”. Desde aquella reflexión tan primitiva hasta hoy, he tratado y logrado ser consecuente. Me gustaría que me sacaran la cuenta, y que no lo olvidaran: he sido consecuente. Me he visto, por consiguiente, en la necesidad de ser empecinado y de ser creativo. Prefiero no hablar de eso, pero llevaba ya más de veinte años haciéndolo cuando leí el lema que asumía un señor en la Italia del siglo XV, y me gustó para sintetizar mi posición. En español sería: “mantener lo que pienso, y no enmendar”. He mantenido lo que pienso y no me he enmendado.
No es fácil ser capaz de tener en cuenta la complejidad de las cosas cuando lo que se está exigiendo es una decisión que forzosamente es sí o no, muy simple. Ser capaz de ver que es preferible no intentar obtener ahora lo que está claro que no se puede obtener ahora, y que quizás mañana se podrá obtener. Entender que, además de ser lo justo, es conveniente mantener una posición de principios pase lo que pase, porque así dejamos un ejemplo y una pequeña puerta abierta, para los que vendrán mañana. Ser consecuente no es igual a ser terco; hay que saber ser flexible, sopesar, dialogar, partir de las diferencias, no limitarse a admitirlas, aprender de los demás. Conseguir socializar la razón y tejer la unión de voluntades. Sumar solo es sencillo en matemáticas. Pero ser consecuente también implica ser intransigente, no rehuir la contradicción ni el conflicto que sean inevitables, no contemporizar ni hacerse el ciego frente a las iniquidades.
El intelectual está expuesto siempre a dos enfermedades profesionales graves: una es la vanidad personal, la necesidad de ser reconocido públicamente; la otra es la tendencia al individualismo y la soledad. Evitar la primera me ha resultado muy fácil, por la educación que he recibido en la vida. Primero, se la debo a mis padres; después, a la Revolución y las prácticas en que he estado metido desde hace más de medio siglo, a las personas que conocí y que no pudieron ver realizados sus ideales, los que lo dieron todo para que exista lo que tenemos y lo que soñamos. Y en lo intelectual y moral, a José Martí, padre y compañero desde que era casi un muchacho. La segunda enfermedad profesional es más difícil de evitar, porque la misma tarea de uno le exige la soledad y le pide ser solitario, y eso puede llevar a un orgullo que fomente el individualismo. Si sigo el método de las respuestas anteriores, debo afirmar que ambas enfermedades tienen también sus condicionamientos sociales, y que sin ellos no pueden entenderse, ni deben valorarse. La falta de respeto a los intelectuales y artistas por parte de los que ejercen poderes se manifiesta en el desprecio que les tienen, pero también cuando los exhiben o utilizan como adorno. Esa falta de respeto puede historiarse, y analizarse en la complejidad de sus motivaciones, pero no debo seguir extendiendo tanto mis respuestas.
La falta de respeto a los intelectuales y artistas por parte de los que ejercen poderes se manifiesta en el desprecio que les tienen, pero también cuando los exhiben o utilizan como adorno.
Creo que me he batido bastante bien contra esas enfermedades. El condicionamiento al que me referí suele invitar a los intelectuales y artistas a abroquelarse en su profesión y sus gremios, ponerse una coraza para no parecer adulador ni buscador de sonrisas y aplausos, y también pretender ser apolítico, logro muy improbable en cualquier país y prácticamente imposible en Cuba. No creo que haya que sufrir por esto último. Mi opción como cubano intelectual —en ese orden— ha sido y es tener siempre prácticas políticas y criterios políticos, y expresarlos en mi obra intelectual, pero rigiendo a la obra intelectual por sus reglas y no por las conveniencias políticas. Opino categóricamente que la política en la revolución de transición socialista forma parte de la cultura, lo que implica responsabilidades tremendas para los intelectuales y artistas, y para los políticos. Creo que debemos crear obras y cumplir nuestro papel social en el mismo acto, y no hacer más difíciles esas tareas con la ignorancia de las materias cívicas ni con la cobardía política. En mi caso —y no lo predico como una conducta a seguir por todos—, he debido priorizar ciertos deberes sociales respecto a mi obra escrita. Eso me apartó durante un largo período de la dedicación intelectual, y muchas veces no me dio tiempo a escribir lo que quería, con la angustia y la frustración consiguientes. Ahora que tengo más tiempo para escribir, no me olvido nunca de dedicar una parte del tiempo a esos deberes, sobre todo en lo que toca a la formación de los jóvenes. Y sigo guiándome por lo que te planteé al inicio de mi respuesta: ser consecuente.
Muchas gracias Fernando. Gracias por tu tiempo, por tu generosidad. Gracias por tanta sabiduría, que pones siempre al servicio de los investigadores que se te acercan.
* Tomado de Mely González Aróstegui. (2020). Cuba: cultura e ideología. Dilemas y controversias entre 1959 y 1961 (pp. 81-132). Editorial filosofi@.cu