Es bien conocido el hecho de que un filme es como un caballo de carrera, por cuanto refleja el temperamento y el espíritu del jinete; si hay inseguridad en este, se transmite a través de las riendas y el caballo se muestra inseguro.
Lo primero que llama la atención en De cierta manera es la claridad de propósitos y la certeza sobre los medios para conseguirlos que evidenció su realizadora, Sara Gómez. Mérito no pequeño en un terreno como el del cine, cuyo carácter de creación colectiva sitúa la voz del director en un vasto movimiento coral, donde una nota desafinada puede dañar todo el programa. Pero a ello habría que añadir tres factores que representan otras tantas batallas ganadas por la desaparecida cineasta: su tratamiento (combinación orgánica de la ficción y el documental) de un tema insólito en el ámbito de la cinematografía cubana, su contribución a saludables polémicas con planteamientos ajenos al maniqueísmo y el panfleto y la ausencia de esa retórica, con la cual muchos directores debutantes intentan ocultar las debilidades y lagunas de una historia.
“La coherencia —esa virtud que tantos persiguen y tan pocos encuentran— fue otro de los dones de Sara Gómez”.
La trama aborda los mecanismos e interioridades de un desajuste social o, más exactamente, la carga de actitudes negativas, de concepciones erróneas, que sobreviven en la etapa de construcción del socialismo a través de un sector —colocado con un pie en el estribo del pasado y otro en el del presente— que se ha denominado marginalismo.
Habitantes del antiguo barrio “Las Yaguas”, ubicados por la Revolución en el barrio residencial Miraflores, son los dispositivos de los que se valió la directora para confrontar dos universos: el que se sabía condenado a muerte pero aún capaz de mostrar los colmillos y el que se construía, inexorablemente, con una visión nueva y profunda de la moral, de la convivencia, de las relaciones humanas; el que se hallaba atado por vías más o menos encubiertas al machismo, a la santería, a la solidaridad hamponesca y el que emergía con una evaluación radicalmente distinta de lo que es el hombre y su papel en la sociedad. Mezclada a —o traída por, e incluso a favor de— esta visión, la guerra de guerrillas de un proceso cotidiano e irreversible en que algunos logran dar unos pasos al encuentro de la integración definitiva, mientras otros se momifican en el anacronismo de una falsa escala de valores.
La lectura hecha por Sara Gómez de unas líneas del Manifiesto del Partido Comunista: “El lumpenproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la vieja sociedad, puede a veces ser arrastrado al movimiento por una revolución proletaria; sin embargo, en virtud de todas sus condiciones de vida, está más bien dispuesto a venderse a la reacción para servir a sus maniobras”[1], la hizo entrever la necesidad de sacudir el tema, someterlo a debate, llamar a su estudio y trazar una alerta, sin histerias ni arrebatos, ante la existencia de un problema que no podía seguir siendo ignorado.
Este problema se estructura en la cinta, a través de las figuras de Mario (personaje que caracteriza una conciencia de crisis individual, desgajado entre las presiones de costumbres y modos heredados del pasado y el aliento renovador que la Revolución le hace respirar) y Humberto (incapaz de adoptar una posición de ruptura con el estrecho código marginalista). A estas imágenes se une la de Yolanda, la maestra que no sólo ha de desempeñar una valiosa ayuda a los habitantes del barrio, sino que en el justo proceso de entregarse a un medio del que la separa una enorme distancia, también habrá de ajustar cuentas consigo misma, definir sus propias limitaciones, medir lo que esta experiencia le aporta en un plano personal y humano.
A simple vista, pudiera pensarse que este trío “arquetípico” habría sido suficiente para trazar todas las coordenadas sociales y sicológicas del asunto. Semejante camino —el de la exaltación neorromántica de un personaje a costa del esquematismo de las figuras circundantes— fue una de las grietas más visibles en el célebre filme de Pasolini Acattone (apartando el hecho de que la temática del desclasado en los países capitalistas desarrollados difiere en aspectos muy sensibles del problema del marginalismo en un país socialista). Pero es justo anotar que la óptica de Sara Gómez no se detuvo en esa operación tan transitada que consiste en elaborar uno o varios personajes de ficción y convertirlos en portavoces de un dilema social, mientras se vuelve la espalda o se reduce a una semipenumbra a la masa humana que le sirve de entorno, circunstancia y caldo de cultivo.
“El documental y la ficción no aparecen contrapuestos; no avanzan en direcciones autónomas (…) Ambas dimensiones se complementan”.
Junto a Mario, Humberto y Yolanda, desfilan por la obra varios exponentes del mundo complejo y contradictorio que actúa como escenario. Algunos de estos exponentes arrancados del medio, no por actores profesionales sino por individuos que crecieron y vivieron en las entrañas del marginalismo, tienden un puente nada despreciable hacia la cabal comprensión del fenómeno. El documental y la ficción no aparecen contrapuestos; no avanzan en direcciones autónomas; no se despliegan en ese juego escénico que reserva la estilización y la brillantez para los entes de ficción y relega los héroes de carne y hueso, a la tonalidad gris de las escenas de trámite. Ambas dimensiones se complementan, se enriquecen mutuamente, se integran desde las primeras escenas a la idea rectora del filme. La coherencia —esa virtud que tantos persiguen y tan pocos encuentran— fue otro de los dones de Sara Gómez.
Contra la apatía y la inercia
La antiquísima discusión entre “lo bello” y “lo artístico” nunca ha sido tan interesante como la polémica entre “la verdad poética” (con su buena dosis de revelación e intuiciones) y “la verdad filosófica” (basada en el análisis racional de las cosas y los hombres). Pero hace mucho que estos dos ejércitos borraron sus fronteras. El poeta moderno suele especular con la realidad antes de asentar sobre ella el edificio de sus palabras mágicas. El filósofo moderno busca en la poesía más de un sustento para su arsenal teórico.
En De cierta manera asistimos a la eclosión de una actividad intelectual que no se agota en la estadística fría, en el inventario mecanicista. Revelar es poesía y también historia. Solo que, en este caso, lo poético no radica en ese sueño que se contempla a sí mismo, en la vigilia; ni en esos morosos atardeceres captados con onanista complacencia; ni en la cita de lo subterráneo con lo elevado, fórmulas que toda una tradición de cine occidental ha rotulado, envasado y lanzado en todas direcciones. Lúculo alimentaba a las morenas de su estanque con carnes de viejos esclavos, muchos cineastas alimentan su cine con la inocencia de los espectadores.
En el filme cubano lo poético se infiltraba sigilosamente con su confianza en el presente que ya era porvenir, con su idea de que la mala herencia del pasado no implicaba el combate de un día sino de todos los días; con su juicio irrefutable de que “el socio” y “el abakuá”, el guaposo y el santero, no harían mutis con la estrategia del avestruz, ni por decretos altisonantes, sino a través del lúcido, gradual e indetenible avance de las ideas revolucionarias.
Cavar pozos en el terreno de la realidad es otra función de los cineastas. Solo que, aquí, la historia deja de ser docta tribuna y monserga aburrida para “construirse” ante las pupilas del público, en un juego limpio de imágenes y símbolos, elemental a ratos, un tanto ingenuo si se quiere, pero imbuido en todo instante del propósito de evitar la inercia, la apatía, la pasividad, el sentido acrítico (ese que nos coge desprevenidos en muchos momentos y nos pone al servicio de todos los premios Oscar, de cualquier píldora edulcorada proveniente de Francia o de Estados Unidos o de cualquier estrella —natural o artificial— procedente de los observatorios astronómicos del capitalismo).
“Si la fotografía resultaba ‘imperfecta’, áspera, aparentemente descuidada, ello respondía a una meditada concepción de los peligros que acarrea una fotografía esteticista en historias que se sumergen en un mundo nada lustroso”.
Para decirlo en otros términos: el filme de Sara Gómez constituyó, de cierta manera, una réplica a esa porción del cine —no solo del norteamericano, también inglés y rumano, mexicano y francés, checo y español— que con bastante frecuencia ha sustituido la madera por el barniz y ha rodeado la cámara de unos cantos de sirena aún más embriagadores que los que persiguieron a Ulises. Con ella se intuía uno de los caminos más inteligentes y válidos hacia lo que debe ser el cine del Tercer Mundo: instrumento de análisis, plataforma de discusión y apertura de un frente crítico que cuestiona mientras documenta y medita mientras actúa.
Tipos y lenguaje, desarrollo de las situaciones, manejo de la cámara, lograban comunicar sus lados más veraces justamente porque no se enquistaban en fórmulas librescas o dictados de laboratorio. Si la improvisación aportaba frescura y credibilidad al diseño, este recurso era utilizado no con la simple finalidad de coquetear con el neorrealismo sino con el objetivo de otorgar a la historia el tono justo que exigía el tema. Si la fotografía resultaba “imperfecta”, áspera, aparentemente descuidada, ello respondía a una meditada concepción de los peligros que acarrea una fotografía esteticista en historias que se sumergen en un mundo nada lustroso (recordemos Río escondido, Kapó, Ataque y La muerte se llama Engelchen, entre otros muchos ejemplos). “En el cine, lo imperfecto puede ser bello”, ha dicho Steven Spielberg.
Pulso social
En el capítulo de la vinculación de la mujer al oficio de la dirección cinematográfica ha habido de todo un poco: desde los folletines sentimentales calzados con la firma de Ida Lupino (La mal mirada, Madre contra hija) hasta los medulares temas enfocados con madurez y audacia por Marta Meszaros (Nueve meses, Las herederas), desde los filmes aburridos y reaccionarios de Ana Mariscal (Con la vida hicieron fuego, Feria en Sevilla) hasta los sensitivos estudios de María Luisa Bemberg (Camila, Miss Mary).
Con su único largometraje de ficción, Sara Gómez se inscribió en una línea acerada, de sostenido pulso social, que alcanzó un momento de relieve en la década del setenta entre las cineastas del campo socialista. En 1974 apareció De cierta manera. Al año siguiente, la Meszaros imponía respeto con su obra Adopción, donde confió el papel principal a una estudiante sin experiencia alguna ante las cámaras. En 1977 surgieron Llave sin derecho de transmisión (lúcido examen de Dinara Asanova sobre la responsabilidad de los educadores en la formación de las nuevas generaciones) y Ascensión (donde Larisa Shepitkó observaba, desde ángulos inéditos, la lucha del pueblo soviético contra el fascismo). Cada una de estas creadoras acreditó un estilo, una sensibilidad, una forma de ver y sentir los acontecimientos, totalmente ajena a la ñoñería y la banalidad, el conformismo y el lugar común. Con ellas se rompía el viejo clisé de que las mujeres sólo tenían pulso para los temas sentimentaloides.
Sara Gómez fue, entre nosotros, la iniciadora de un deshielo, manipulando un material en que no tenían cabida ni el eterno triángulo amoroso, ni la virgen mancillada, ni la obrerita acosada. Se colocó detrás —o por encima— de los males del machismo, como uno más entre los tumores sociales, pero sin dejarse arrastrar por la tentación de un cine simple (o toscamente) “feminista”. Su mayor victoria acaso radique en esa voluntaria dejación de los tópicos del melodrama casero para adentrarse con objetividad en un tema de resonancia política, social, en una palabra, humana.
“Fue (es) una lección de cine enclavado en la urgencia de conocernos, de definirnos, de valorarnos, de lanzar por la borda el lastre de la moral carcomida, de los hábitos malolientes, de los conceptos caducos”.
Y que no se reciban estas páginas como uno de esos aleluyas apasionados y esquizoides que, a veces, se entonan, con más entusiasmo que argumentos, a Marilyn Monroe o Marlon Brando. Homenajes de esa índole no los necesita Sara Gómez, ni están en la órbita de este redactor. De cierta manera no es una obra maestra y nunca va a figurar en la lista de “los filmes más importantes de todos los tiempos”. Tuvo deficiencias. Algunos pasajes fueron construidos con excesiva premura; algunas reacciones del protagonista exigían mayor sentido crítico; la actriz que encarnó a la maestra no tuvo lo que tenía que tener. Pero la obra ostenta suficientes valores para mantenerse en pie, quince años después de su rodaje. Fue (es) una lección de cine enclavado en la urgencia de conocernos, de definirnos, de valorarnos, de lanzar por la borda el lastre de la moral carcomida, de los hábitos malolientes, de los conceptos caducos. Todo ello justifica que recordemos a Sara con un sentimiento que tiene tanto de melancolía como de gratitud.
Entender lo popular
Gratitud, ante todo, porque allí donde pudo abrirse paso un paternalismo de dudosa herencia o una serie de concesiones al lugar común, se impuso una óptica realista y nada complaciente. Mario pudo ser construido dramatúrgicamente con la regla y el compás suministrados por una línea muy transitada del cine latinoamericano: el héroe que emerge triunfal de las presiones adversas, la figura que adquiere en tres escenas, con toda lucidez, una pasmosa conciencia de sus actos. Él me (se) propuso verlo sin cristales de aumento y sin filtros coloreados: un hombre corriente que nada entre dos aguas y que, de forma gradual, sin poses homéricas, va rompiendo los lazos que lo atan a un mundo en trance de liquidación. Gratitud, también, porque la “incitación a la polémica” (etiqueta tantas veces adherida a filmes que sólo pretenden hacer demagogia con un poquito de escándalo) se hallaba unida en esta ocasión a un sincero propósito de violentar las conciencias y atraerlas a una discusión saludable.
En uno de aquellos reportajes sobre la amarga realidad de la Cuba prerrevolucionaria (que la revista Carteles insertaba, sin sonrojarse, entre un artículo sobre la vida amorosa de Porfirio Rubirosa y un inventario de las riquezas de Rockefeller) leemos: “El Barrio Las Yaguas es un tumor nacido en las entrañas del país… La promiscuidad sexual, el vicio, la delincuencia, los hechos de sangre y el drama de una infancia sin presente ni futuro, representan males terribles que aquí tienen uno de sus focos más vergonzosos e indignantes”.
En el fondo, este barrio no fue más que “la variante nacional” de un modelo cocido en los hornos del capitalismo, muy similar a los barrios marginales en otros países latinoamericanos. En Brasil son las “favelas”; en Chile son las “callampas” —nombre tomado de un hongo que crece en cualquier parte, en efecto: en cualquier parte en torno a una ciudad, en menos de veinticuatro horas, crece una población “callampa”, un amasijo de casas hecho con trozos de lata y cajones inservibles. Del hacinamiento y la miseria, de la diaria agonía por sobrevivir, de la tajante línea que separa a esta masa humana de los deterioros del poder y la riqueza, surgió un código particular; la dureza engendra dureza, y un orden homicida y violento hay que enfrentarlo con las armas del homicidio y la violencia.
“De cierta manera ayudó a desacralizar el mito de héroe macizo e invulnerable”.
La interpretación de este código por un cineasta (parece fácil ¿no es cierto?) es lo que puede determinar la distancia que hay entre una cinta mexicana como Nosotros los pobres (con su idílico abrazo de clases antagónicas a través de un humanismo “sin fronteras”) y la obra de Sara Gómez (atenta, en primer término, a la idea de que solo una verdadera revolución puede hacer frente a las contradicciones sociales). Pero, aquí hallamos otra intuición admirable: la Revolución, no esa panacea que inventara el cine estalinista; no es esa fuerza abstracta y divina que lo entrega todo hecho en formulas probadas en los mejores laboratorios sino la que hace cada hombre, como individuo, como ente social, ignorante muchas veces de la trascendencia de sus más pequeños actos o de las luchas que tiene que entablar no solo contra el imperialismo sino también consigo mismo, para ganar el derecho a seguir avanzando. De cierta manera ayudó a desacralizar el mito de héroe macizo e invulnerable, a remover la arena, a agitar el agua, a recordar que la cámara no puede ignorar la realidad, aun cuando esa realidad resulta irritante y nada encasillable.
La obra decía, y no se trata de una burda metáfora, era un colirio eficaz para quienes muy frecuentemente ven lo popular en lo que solo populista o, algo peor, populachero. Los clásicos del marxismo nos han familiarizado con el valor semántico de estos términos, pero incontables cineastas se han empeñado en borrar las diferencias. La cinta de Sara Gómez entendió lo popular, aunque su lenguaje, dada las características del asunto, corría el peligro de desviarse hacia lo populachero.
La estructura del relato es circular (comienza y termina con la asamblea obrera en que se trazan las líneas fundamentales del conflicto), pero el desenlace es abierto por cuanto deja al espectador un amplio margen de especulaciones, si bien es cierto que hay una sugerencia de cambio, de transformación, en el protagonista. Algunas secuencias se alargaron más de lo aconsejable, especialmente en la exposición, lo que acusa un contraste con el resto de la obra donde hay una apreciable dosificación del tiempo dramático.
La captación de algunos momentos del relato se apoya en una fotografía frontal y plana, que disuelve un tanto la eficacia de los parlamentos. En el manejo de los diálogos, concebidos con un oído sensible a los giros y matices del habla popular, es lamentable que no siempre estén pronunciados con la naturalidad y el desenfado que exigían. Es evidente que en este terreno se ha avanzado mucho en los últimos años, pero es también indudable que la mayoría de los directores y guionistas, como le sucedió a Sara Gómez, olvida en este tipo de historia un detalle poco menos que inseparable de la forma de hablar (no sólo de los cubanos): la conversación no suele estar dividida en frases nítidamente separables y diferenciables, donde uno de los interlocutores aguarda a que el otro desarrolle una frase completa para aportar la suya.
Con harta frecuencia, una respuesta aparece pisándole los talones a la pregunta que le dio origen o se orquestan dos o más voces simultáneamente, cuando una de ellas interrumpe o comenta lo que dicen las otras. Detalles de esta índole dieron celebridad en el teatro a la pareja de actores Alfred Lunt-Lynn Fontaine, pero han sido explotados en el diálogo cinematográfico, muy raras veces (aunque tenemos un ejemplo brillante en Vidas secas, del brasileño Nelson Pereira dos Santos, cuando la pareja protagónica se enreda en un diálogo donde, al mismo tiempo, cada uno expresa lo que en ese instante considera el eje de sus preocupaciones).
Sara Gómez declaró en una ocasión: “… el cine, para nosotros, será inevitablemente parcial, estará determinado por una toma de conciencia, será el resultado de una definida actitud frente a los problemas que se nos plantean…”
Sería absurdo aplicar este recurso en todo el desarrollo de una cinta, pero no menos absurda resulta la total renuncia al mismo si sabemos que, en la vida real, gran parte de las conversaciones que sostenemos a diario equivalen a ideas precariamente sostenidas sobre un tinglado de palabras interrumpidas y frases inconclusas. Anótese este detalle como un lunar de naturalismo cinematográfico al uso y no como una deficiencia de Sara Gómez (en una reciente película soviética, Mujer sola busca compañía, se muestra una discusión entre la protagonista y un vecino: el altercado se convierte poco a poco en una competencia para ver quién grita más o habla con una mayor elocuencia, hasta que las dos voces se funden en una imponente algarabía, aquí hubo un intento de romper el esquema del personaje que siempre habla para que lo escuchen hasta el final y siempre escucha cuando le hablan).
Es innecesario puntualizar que tales efectos se hallan en correspondencia con la idiosincrasia de los personajes, el estilo de la obra y las características del asunto. De cierta manera podía admitirlos y les cerró la puerta. Lo mismo ocurrió en Ustedes tienen la palabra, Río negro, Como la vida mismay otros muchos filmes. Sara Gómez declaró en una ocasión: “… el cine, para nosotros, será inevitablemente parcial, estará determinado por una toma de conciencia, será el resultado de una definida actitud frente a los problemas que se nos plantean, frente a la necesidad de descolonizarnos política e ideológicamente y de romper con los valores tradicionales, ya sean económicos, éticos o estéticos”. Estas palabras fueron pronunciadas años ante de que acometiera la realización del filme De cierta manera. La cinta fue su modesta práctica de aquella teoría. La muerte impidió que la desarrollara en todo su alcance. Pero su obra encierra todavía más de una enseñanza digna de atención y respeto y obliga a esperar con interés, la promoción de otras mujeres al campo espinoso del largometraje de ficción.
*Texto incluido en el número 127 de la revista Cine Cubano.
Notas:
[1] Carlos Marx y Federico Engels, Obras escogidas. Buenos Aires, Cartago, 1957, p.21.