Danza: ¿todavía desde esa idea externa de tu ser?
Aún hoy, después de tantos cuestionamientos, escrutinios y oportunas investigaciones teóricas y artísticas en torno al asunto de la historia y apreciación de la danza, me sigue inquietando el posicionamiento de creadores, de colegas críticos, docentes y asesores (algunos llamados expertos) que, recusando el bregar de la danza escénica en su historia, insisten en caracterizarla de “manera externa”. O sea, por su función, por su origen, por los contextos y usos que la rodean. Y, sin desatender a priori las preguntas que pudiesen prorrumpir desde esa caracterización, el problema general de estos intentos (“idea externa de la danza”, según Pérez Soto) es que no informa sobre la clase de cosas que ocurren (si es que pasan) al interior de una obra de danza.
Entonces, para enunciar una “idea interna” se precisaría especificar desde la danza misma qué clase de actividad se genera en la dínamis de su campo semántico; en las dimensiones operativas de su escritura coreográfica, en sus cambios históricos y transformaciones generativas, en sus modos de venir montando la atención del lector espectador a lo largo de los tiempos. Claro, no perdamos de vista que, si hablamos de “danza”, será ella nuestro objeto privilegiado de estudio.
“(…) me sigue inquietando el posicionamiento de creadores, de colegas críticos, docentes y asesores (…) que, recusando el bregar de la danza escénica en su historia, insisten en caracterizarla de ‘manera externa’”.
Ya ayer lo decía: sin entendimiento, sin análisis funcional y crítico, sin conocimientos sobre los tránsitos históricos (en sus rupturas y asociaciones, sus disonancias y correlaciones, sus aportes y demarcaciones), no podremos tener una mirada francamente objetiva sobre aquel fenómeno danzario objeto de nuestro estudio (más si se tratara de esas tendencias preferidas, del hacer de los amigos, o, incluso, de verídicos vacíos culturales latientes hoy).
Entretanto, litigar, estudiar, acercarnos a la historia de la danza de sol a sol, es penetrar en el vasto campo de sus intersecciones epistemológicas y significaciones epocales. Historia no como infértil relato de hechos pasados, sino desde una perspectiva genealógica que permita leer diacrónica y sincrónicamente el acontecer de los sucesos. Todavía hoy, cuando la Historia como disciplina ha superado la idea de preconizar solo lo “edificante y moralizante”, en muchas de las actuales historias de la danza seguimos apresados por quietos corsés acomodados y empolvados.
“(…) sin conocimientos sobre los tránsitos históricos (…) no podremos tener una mirada francamente objetiva sobre aquel fenómeno danzario objeto de nuestro estudio”.
Pérez Soto refiere nuestro resguardo aterciopelado a la vieja historia de Curt Sachs (Historia universal de la danza, de 1933) donde se afirma que, entre otras cosas, “compartimos el impulso de bailar como los primates superiores de los que lo hemos heredado por la vía de la selección natural”; o la de Adolfo Salazar (La danza y el ballet, de 1949) que apenas distingue lo académico de lo moderno e ignora completamente a vanguardias artísticas muy anteriores a él.
Son solo dos ejemplos de textos que nuestra bibliodanza protege y devuelve museísticamente en sus interpretaciones desde el presente. Conservarlos y consultarlos no es el dilema, no, en lo absoluto. El asunto está en que hoy por hoy, sus historias apologéticas, siguen siendo caldo de cultivo en la idea que mucha gente de la danza (“prácticos y teóricos”) tiene del arte que nos ocupa, nos importa, nos devela, de ese que gozamos y sufrimos.
“(…) acercarnos a la historia de la danza de sol a sol, es penetrar en el vasto campo de sus intersecciones epistemológicas y significaciones epocales”.
Ahora, regreso hacia algunas de esas franjas que en la historia de la danza escénica me sirven de socorro indicador para repensar la praxis de la danza en el tránsito del siglo XX al XXI. Ojalá que, desde esa noción barthesiana de “texto re-escribible”, a modo de fabulador que revisita el material referencial para recolocar, recualificar, reinterpretar, rehacer, reformar, lo contenido en él (sus dispositivos internos), como suerte de “transposición especulativa”, pudiera este retorno ser solo un efugio (pre-texto) que genere otros universos poéticos. Allí donde bailarines y coreógrafos, críticos y asesores, maestros y expertos, den cuenta que los procesos de creación coreográfica por únicos que sean, no deberían permitirse esos “casilleros vacíos” de los que discutiera Philippe Lejeune para analizar las libertades del pacto novelesco.
Este, mi recorrido, partiría de señales de finales del siglo XIX y principios del XX. Las opiniones que sintetizo no son ni únicamente mías ni mucho menos irrefutables. Son consecuencias de múltiples lecturas contrastadas, del estudio e introversión permanentes, de diversas influencias creativas y de la criticalidad y pensamiento discómodo que me generan aquellas propuestas artísticas y opiniones que tienen una “idea externa” de la danza y sus tránsitos históricos.
“Las opiniones que sintetizo no son ni únicamente mías ni mucho menos irrefutables”.
A la altura de los tiempos que corren, donde la emergencia de derivas y “tumbidades” convendrían para guiar nuestros modos de acercarnos a la práctica coreográfica que se pasea por los escenarios y videotecas al uso, es inconcebible que confundamos el coturno con la chancleta. En procura de ese instrumental teórico propio que requiere la danza para explicarse desde sus recursos y dispositivos internos de construcción, donde todo movimiento no se vuelve acción generativa, ni se convierte en “texto legible” (ese signo reconocible de principio a fin), como manifestara Marianela Boán, oportuno sería que los coreógrafos evidenciaran a través de sus obras el sentido autoconsciente de sus procesos y producciones creativas.
Reitera la coreógrafa cubana que, en la danza, el movimiento y el empleo de la técnica corporal sigue teniendo un lugar muy importante en la coreografía y, cuando no ocurre algo relevante en ese plano, la danza pierde mucho de sus sentidos. No obstante, considera que la sobrevaloración del movimiento, con toda su carga intuitiva y formal que le ha otorgado la técnica, va en detrimento, en muchos casos, de los diferentes elementos del performance y se convierte en un refugio que pone a “prácticos y teóricos” “a salvo” de la conceptualización de la puesta escénica en su totalidad.
Así se justifica la construcción coreográfica como algo que puede darse “el lujo” de no ser teorizado o analizado y que es por naturaleza arbitrario. Y si bien, en todo acto creativo hay muchos niveles de arbitrariedad, en la danza específicamente, la arbitrariedad disfrazada de abstracción ha llegado a un paroxismo que la convierte en una especie de valor estético que justifica la falta de complejidad y rigor investigativo por parte de coreógrafos, bailarines, asesores, críticos, maestros.
Finales del XIX y principios del XX
Después de la corriente romántica vendría la escuela académica con Marius Petipa (1818-1904), que constituye el origen del Academicismo. El ballet del siglo XX tiene que empezar necesariamente con el coreógrafo francés, ya anclado en la Rusia zarista. Escenario ideal para componer esas grandes piezas que instituyen el poderío de la coreografía académica de ballet: La Hija del Faraón (1862), La Bayadera (1877), La Bella Durmiente del bosque (1890).
En coautoría con Lev Ivanov hace Cascanueces (1892) y El Lago de los Cisnes (1895); La Cenicienta (1893), Raymonda (1898), etc. Con estas obras, Petipa se fue alejando poco a poco de la sobriedad aprendida en su escuela francesa; inventa el tutu, impone un baile virtuoso y formal que disuelve el sentido poético del movimiento en la pura prominencia de la técnica. Al decir de Paul Bourcier en “Du romantisme au contemporain”, Petipa mantendrá el entramado romántico, ahogado por un virtuosismo a veces gratuito.
Concebía la espectacularidad del ballet tal como él suponía que ocurrió en la corte francesa de los siglos XVII y XVIII, solo que ahora, como trama constructiva de un alegato identitario para la corte imperial rusa de fines del siglo XIX. Se dice que, camuflado en el rigor histórico de sus escenificaciones, gravitaba el modo que quería verse representada la corte rusa a través de las grandilocuentes puestas en escena. Muchos ejecutantes, vestuarios ampulosos, escenarios costosos y llamativos, obras de gran extensión con temáticas cortesanas, fuertemente representativas, pero sublimadas por la narratividad de las secuencias, linealidad de las anécdotas, pero de una esencial sinflictividad dramática.
“Petipa acude a cuanta artimaña le posibilitara la escena para invadirla de recursos coreográficos”.
Marius Petipa acude a cuanta artimaña le posibilitara la escena para invadirla de recursos coreográficos, a partir de su énfasis en el virtuosismo técnico, la destreza y lucimiento en la ejecución y combinación de pasos. La discontinuidad en la secuencialización narrativa de la historia danzada, está atravesada por solos, duetos, variaciones de tríos, cuartetos o grandes grupos. Significativo en sus modos de componer, en la reiteración de desfiles (tal vez aludiendo a las procesiones de la corte durante los bailes palaciegos), igualmente, a la variedad de danzas de carácter en sus pasos de origen folklórico reciamente estilizados.
Cualquier análisis de estas características hacia la “idea interna” del legado compositivo de Marius Petipa como el grand maître de ballet académico en la historia de la danza, tendría que sostenerse en los procederes escriturales (estilísticos, coreográficos, epocales, circunstanciales, etc.) de él y de sus colaboradores (bailarines, maestros, coreógrafos, libretistas, compositores, etc.
Más allá de todo ello, tal como lo analizara David Michael Levin en “El Formalismo de Balanchine”, se impone revisar las teorías formalistas sobre la “teatralidad” que se le adiciona a la danza y “pervierte” la mirada del espectador. Recordar que el principio inconmensurable del ballet —la relación entre peso y liviandad—, el cuerpo a través del dominio técnico se desrealiza, se convierte en una unidad óptica, no “real”, pero cuando el argumento llega para contar una historia danzada, el espectador se concentrará en lo anecdótico y “no” verá el cuerpo fotográfico (incluso, cuando vaya al teatro cada noche para comparar el virtuosismo técnico de sus étoiles).
“(…) se impone revisar las teorías formalistas sobre la ‘teatralidad’ que se le adiciona a la danza y ‘pervierte’ la mirada del espectador”.
A Petipa, a su ingenio armonizador de la thecnique corporell, se le debe la invención estructural del pas de deux: entrada, adagio, variaciones y coda. Dueto relacional de complicidad, autonomía, fuga y acople entre los bailarines estrellas, quienes desde el canon y dominio más exacto del vocabulario académico compilan el punto sobresaliente de la destreza y el carácter artificioso de la puesta en escena.
Nótese que, alrededor del pas de deux de las estrellas, el coreógrafo dispuso un cuerpo decorativo integrado por un coro de bailarines accesorios, sometidos a esquemas de movimientos iterativos. Exhibido y desplegado desde el aparente mutismo de poses que actúan inmóviles, como una cortina humana; la sincronía —cual mecanismo de fina relojería—, el ritmo estricto, la coordinación geométrica de este cuerpo grupal, constituye una de las bellezas singulares que la coreografía del ballet académico ha legado a la posterioridad.
Sin dudas, en su aprehensión de lo efímero, parecería que en la danza de Petipa, coherente con principios formalistas, el arte se ratifica como artificio, sutileza legitimadora del poder (¿acaso placer?) corporal, institucional. Escudriñando desde hoy, quizás una apuesta a la no sobre-interpretación (señal también kantiana al asumir la experiencia estética más desde la forma que desde lo contenidista), muy contrario al pensamiento hegeliano de identificar la belleza con la existencia de un concepto —con el contenido.
La definición de una escuela y una extensísima obra coreográfica están entre las principales heredades de Marius Petipa a la historia de la danza. Asimismo, razonable sería especular en torno a los diversos períodos en sus ballets donde imperan movimientos más abstractos, menos miméticos; ¿acaso en esos momentos que tienen una relación bastante ambigua con la trama argumental general, el veterano maestro se permitía escapes proféticos hacia la “danza pura”, a la “idea interna” de lo contenidista del art chorégraphique como discurso?, vector identitario de la poética que propondrá mucho después George Balanchine.