Cuerpos al margen: ideologías subalternas y realidades en primera persona
Hay dos obsesiones que desde hace varios años persigo como espectadora en el teatro cubano: por un lado, la dramaturgia de un discurso en primera persona, y por otro, la presencia de historias e ideologías subalternas como partes de nuestra memoria colectiva más reciente, que han comenzado a reconstruirse sobre el escenario a partir de la presencia de lo real. Puestas en escena y procesos artísticos como Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative, de Teatro El Portazo; Departures, de El Ciervo Encantado; Harry Potter, se acabó la magia, de Teatro El Público; Zona, de La Fortaleza; Montañeses, de Teatro de los Elementos; Jacuzzi, de Trébol Teatro; Diez millones y Misterios y pequeñas piezas, ambas de Argos Teatro, constituyen ejemplos de creaciones que llegan al espectador no solo desde la verosimilitud de una fábula o la efectividad de un conflicto, sino también desde el impacto de biografías y acontecimientos reales sobre el espectador.
El trazado de las historias puestas al público en cada uno de estos casos tiene la peculiaridad de bordar una ficción a partir de testimonios, documentos, vivencias, imágenes y cuerpos reales. En ese tejido han comenzado a cruzarse los caminos del autor y el personaje, el autor y el actor, el cuerpo real y el cuerpo ficticio, fábula y realidad, en un intento cada vez más radical de desdramatizarse y aproximarse a la verdad del espectador. Teatro de “presentación”, docudrama, biodrama, autoficción, teatro documental y otras categorías han venido a definir un tipo de teatralidad que intenta, en una constante paradoja, alejarse de sí misma, renunciar al artificio como mejor carta de presentación y hacer un arte que se parezca todavía más a la vida.
Cuando Beatriz Trastoy hace referencia al concepto de autoficción acuñado por Serge Doubrovsky en su Fils (1977) resalta la connotación de “ese espacio ambivalente entre enunciado ficcional y enunciado verdadero, [como una] modalidad de la escritura del ‘yo’ basada habitualmente tanto en la identidad onomástica entre autor, narrador y protagonista, como en la declaración de ficcionalidad realizada por medio de marcas paratextuales”.[1] Incluso, más allá de la presencia del autor como protagonista, el recurso de la heteronimia en este tipo de escritura permite hablar de un yo multiplicado y diversificado, que se erige igualmente desde las biografías de autor, director, actores, espectadores, referentes históricos y otros tantos.
Estos mecanismos dramatúrgicos resultan absolutamente identificables en muchas de las puestas en escena que se presentan en escenarios cubanos. Cuando Agnieska Hernández borda su Harry Potter, se acabó la magia sobre las experiencias de un grupo de adolescentes del último año de la Escuela Nacional de Arte (ENA), elabora un pastiche de biografías entre las que palpita la suya propia. Es un collage también el discurso textual y espectacular de Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative, para reconstruir pasajes históricos desde los cuerpos de los actores, en un proceder similar a lo que Mauricio Tossi define como “la autoficción performática [que] hace estallar la ‘museificación del sí mismo’ —tal como argumenta Regine Robin”.[2] Lo son igualmente Zona, de La Fortaleza, o Montañeses, de Teatro de los Elementos, con testimonios cruzados sobre la escena de experiencias comunitarias muy específicas en las cuales se insertan sus directores; lo es Jacuzzi, escrita, dirigida y actuada por Yunior García desde un yo mucho más íntimo; Departures, de El Ciervo Encantado, con las voces de diversos exiliados materializadas en el alegato de la actriz Mariela Brito; como también lo son Diez millones y Misterios y pequeñas piezas, de Carlos Celdrán, donde las verdades de un autor han sido puestas en los cuerpos y las biografías particulares de sus actores.
En el marco de estos eficaces mecanismos autorreferenciales, las escrituras de los espectáculos aquí aludidos, a pesar de moverse en un terreno de ambigüedad, producen lo que Roland Barthes llama un “efecto de realidad, específicamente referido en este caso a macroestructuras de referentes históricos, que han tenido un rol especialmente significativo en diferentes momentos de la construcción de la identidad de determinadas sociedades”.[3] Justamente en ese efecto se lee un nuevo gesto político que cuestiona y resemantiza determinados acontecimientos y posturas del discurso histórico más hegemónico.
Se sabe bien el hueco que han dejado, por ejemplo, los procesos migratorios en Cuba. Se sabe de las ausencias, de los miedos, de los acentos políticos y discriminatorios, de represalias sutiles, de divorcios familiares. Se sabe, pero se dice poco y se olvida. Hablar acerca de los múltiples factores que han hecho a millones de cubanos abandonar la Isla encierra una actitud cuestionadora e irreverente por parte de cualquier creador. Hacerlo, sin embargo, en primera persona, trayendo a la escena los testimonios de aquellos que han sido silenciados o rechazados por la mayoría, portadores de ideologías subalternas al discurso oficial, como sucede en Departures, de El Ciervo encantado, o Diez millones, de Argos Teatro, constituye un gesto político mucho más contundente. Sobre todo porque en ambos espectáculos nos encontramos ante realidades y acontecimientos completamente verificables, pasajes que forman parte de una historia colectiva que el espectador ha atestiguado o protagonizado en distintos momentos de esa historia. Lo relevante resulta, además, que desde la implicación individual de sus creadores [4] sucede algo que explica Silka Freire de la siguiente manera:
Lo codificado históricamente se (re)presenta a través de una propuesta basada en el hecho contradictorio, aunque efectivo estéticamente, de expresar y afirmar su disenso en relación a la figuración que de ello ha hecho el discurso hegemónico y mostrar su versión alternativa, con posibilidad de ser la verdadera a través de un discurso construido con objetivos diferentes a los textos históricos apuntando a establecer la contradicción como regla interpretativa y destacando la falta de fiabilidad como inductor de lectura de las versiones consideradas y acreditadas como oficiales y fiables”.[5]
Hace unos años, en un trabajo crítico sobre Diez millones, escribí:
Parece por momentos que a Celdrán no le basta autoficcionar su historia y la de sus actores, o incluso referenciar su trayectoria teatral, sino que además, en ese juego, pretende que el público establezca un proceso de autorrecepción, en tanto es parte de la misma historia colectiva que se cuenta”.[6]
Cuando miro los cuerpos de los actores frente al muro gris que sirve de escenografía de la obra, cuando escucho los largos monólogos que estructuran la dramaturgia textual, fragmentada como la propia historia que nos hemos ido construyendo a pedacitos, sé que en alguna medida esos son también los testimonios de mi madre, para quien no fue posible nunca el reencuentro.
“El gesto político que encierra esa verdad es abrumador, porque significa que ya no se volverá nunca a la mudez”
Los cubanos que se despidieron en el sesenta, los que vieron el declive de las burguesías de los setenta y ochenta, los de las acciones de la embajada del Perú, los del Mariel, los balseros, los que atravesaron más de tres fronteras, los que se fueron como presos políticos, los intelectuales incómodos, censurados, los malagradecidos y los que se cansaron, los que se quedaron con la fe puesta sobre los hombros, los Peter Pan, los estafadores, los estafados, los muertos y los sobrevivientes, están allí, como en las fotos enmarcadas en las sillas vacías de Departures, de Nelda Castillo. Y está el espectador que deja de ser el testigo de siempre y comienza a sentirse expuesto, descubierto ante los otros en cualquiera de los bandos en que se sigue encasillando la patria. El gesto político que encierra esa verdad es abrumador, porque significa que ya no se volverá nunca a la mudez.
Mostrar una versión alternativa, personal e incluso generacional de la realidad es también el objetivo de la obra de Teatro el Portazo, un cabaret político en el cual los números musicales, los monólogos y las coreografías que sostienen la estructura de la obra llevan al público a experimentar una recepción fragmentada de la historia (entiéndase en este caso tanto el acontecimiento escénico que tiene lugar en el aquí y ahora del espectáculo, como la reconstrucción de un pasado que pertenece a la memoria colectiva de actores y espectadores). Aquí la relevancia de la palabra no radica tanto en el texto dicho como en el dispositivo escénico donde se inserta. Lo profundamente político de Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative, tanto en su primera como en su segunda saga, radica en la desfachatez, la irreverencia y la explosión de los cuerpos desnudos y sudados, sobre los cuales símbolos como la bandera, el machete, el uniforme de pionero o el de miliciano dejarán de ser lo que nos ha construido la educación ideológica del Estado. Encima de la pasarela que sirve de tribuna son exhibidos muchos de los íconos culturales que forman el imaginario colectivo de los cubanos, bombardeados y agujereados, como si se tratase de una bandera zurcida y remendada, pero siempre levantada por una generación decidida a mostrarla tal cual es.
Los actores de El Portazo “hacen de la luchita un arte”, en la misma medida en que sus escenarios de lucha no son más el del Antonio Maceo en la Protesta de Baraguá, representado en los matutinos escolares, ni el de las repetidas votaciones unánimes de los plenarios de muchas asambleas. Su beligerancia consiste en declarar la acción escénica como una investigación económica que demuestre la sostenibilidad del teatro como forma de vida, justamente en un contexto en el que se ensayan múltiples formas de recomponer la economía nacional dañada, siempre en la disposición de rectificar algunos errores. En la apropiación de su ajiaco cubano caben todas las lecturas posibles, toda la educación sentimental de quienes nacimos en los ochenta o los noventa y que vimos partir a nuestros mejores amigos durante tres décadas seguidas.
Aunque Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative tiene un montón de detractores, de enemigos íntimos, de prejuiciosos que intentan usarlo como chivo expiatorio, nadie puede negar la verdad de la palabra que allí se construye, desde un espacio donde lo queer y lo trans superan el marco de lo subalterno para habitar el espacio de las rebeliones.
Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative podría leerse como el manifiesto político de una generación, una declaración de principios que funciona también como credo teatral, en tanto se apropia de todos aquellos referentes que han ido edificando la identidad de El Portazo como núcleo vital y escénico. De ahí que la intertextualidad no sea nunca un mero ejercicio estético, sino la columna vertebral del discurso de la obra, tal y como sucede con Harry Potter, se acabó la magia. En esta última obra, Agnieska Hernández entrelaza las voces de algunos jóvenes de la ENA para mostrar los conflictos de su academia, de su país, de su guamampola, y nos muestra cómo se hace magia y se aprende la magia como forma de vida. La indeterminación de dónde comienza y dónde termina la realidad de los alumnos a quienes el espectáculo sirve como tesis de graduación, coloca al espectador en un constante vaivén. El público sabe de lo que habla la obra, comprende que las vidas de estos jovencísimos muchachos están siendo expuestas frente a nosotros con una valentía extraordinaria, sobre todo, por la capacidad de expiación que experimentan los protagonistas en este ritual. Y saberlo lo vuelve desgarrador, paródico, abrumador, escandaloso, aún más por ver el desparpajo y la contundencia con que esos adolescentes hablan de la feancia en la que desde hace tiempo se sienten envueltos.
La asunción del cariz extravagante con que los adolescentes asumen la vida, en total consonancia con la poética de Carlos Díaz, su arrojo para enfrentarse a los obstáculos, también por no medir las consecuencias de sus actos, guardan una doble connotación política, en tanto la asunción del discurso en primera persona implica un posible cuestionamiento: el peligro de exponer una zona demasiado vulnerable, la exposición de ideas que desde lo subalterno puede activar nuevos mecanismos en “la imposición no violenta y la asimilación de la subordinación, es decir, la internalización de los valores propuestos por los que dominan o conducen moral e intelectualmente el proceso histórico”.[7]
Harry Potter, se acabó la magia activa desde su título la desacralización de lo impuesto, incluso en el imaginario popular y desde ese primer mecanismo autorreferencial comienza a poner en crisis todo el pensamiento heredado, aprehendido, consumido y construido por nosotros mismos en la formación de nuestra identidad patriótica/cultural/individual/social/colectiva. Saber hoy, tras cien días de funciones y a más de cinco años de su estreno, las querellas desplegadas en torno a sus presentaciones, no hacen más que validar su connotación política y su acertada estrategia discursiva erigida sobre un espacio neurálgico de la realidad.
En esa incertidumbre de lo real radica un elemento esencial de este tipo de teatro en primera persona: la libertad del creador de conquistar una zona de disenso desde la ambigüedad de lo que se muestra como verdadero y la libertad del espectador para (re)construir su propia versión de la realidad, por encima de “versiones hegemónicas de determinados hechos y las construcciones hipertrofiadas de figuras heroicas”.[8] Por eso me resulta tan relevante la primera declaración que establece el director de Teatro La Fortaleza, Atilio Caballero, en su espectáculo Zona:
Existe un lugar en Reino Unido en el cual se puede decir todo lo que a un individuo se le antoje, excepto, aclara, alguna frase ofensiva respecto a la Reina. Pero si se coloca algún objeto que separe los pies del individuo del suelo inglés, entonces se podrá decir absolutamente todo.[9]
“La censura nos hace vulnerables”
Lo que vendrá después en el espectáculo resulta vibrátil, pero el hecho de estar precedido por esta aclaración evidencia las maneras en las que la censura nos hace vulnerables y, por tanto, redimensiona desde lo político toda la verdad que será expuesta sobre la primera planta de energía atómica del país y sus habitantes ingenieros, antaño formados en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas para ponerla a funcionar, ahora con otros oficios y formas de vida ante un proyecto que nunca se concretó.
Omar, Servicity, Ofelia, El Ingeniero, Ekaterina y El Nervio son personajes reales que intervienen la escena en pequeños bloques performáticos para mostrar sus divergencias y puntos de vista en torno a aquello que comparten: sus molestias/normas/deberes/obligaciones cívicas. Cada uno constituye el segmento de un orden roto que debe organizar el espectador. El delirio se erige como estructura. Los extensos monólogos que arman el texto espectacular, los movimientos casi convulsivos de los actores por el escenario, la paranoia colectiva, la musicalidad ruidosa del artefacto que acompaña a Ekaterina (una especie de mascota mecánica), el primer plano que toma la cámara de algún entrevistado proyectado en la pared de fondo y las gestualidad del personaje de El Nervio, que por momentos parece caer en estados catatónicos, construyen aquello que podría llamarse la teatralidad del caos, una naturaleza extrañante para el espectador. Y en esa paradoja radica uno de los mayores hallazgos de la pieza: Zona es una obra que documenta lo real, pero siempre desde un universo ficcional, desde un espacio de re-presentación eminentemente teatral. Como ya dije antes, “los que aquí se presentan son líderes de la resiliencia ciudadana, los que convierten los residuos nucleares en cría de vacas, los átomos en pabellones y la ópera rusa en canciones de ciudad”.[10] Esos hombres, protagonistas y actuantes de esta pieza, resultan ser sujetos subalternos no solo por su renuncia a un proyecto de vida frustrado, sino también por el aislamiento que impone la situación geográfica de la ciudad.
Si la CEN está al otro lado de la bahía cienfueguera, la sede de Teatro de los Elementos, donde tiene lugar la obra Montañeses, está asentada en la comunidad del Jobero. Quienes han llegado a ver el espectáculo en esa zona del país saben que la sonoridad de la noche montuna no es un artificio, que los relatos de la llamada lucha contra bandidos del Escambray se extendió por esos campos y que lo poco que se sabe del asunto ha sido contado por los medios de comunicación con los escasos matices con que suele contarse la historia. Pero Montañeses repara en los detalles menos visibles de las guerras, en las microhistorias que no recogen los eslóganes y que dañan para siempre las vidas más vulnerables. Los olores del café, el sonido de las botas sobre la hierba, las estrellas vibrando en el cielo del Escambray, de ahora y de antes, trasladan al público a un contexto y un pasaje de la historia nacional que comenzamos a entender desde el cuerpo y no desde los libros ni los noticieros. Dar voz a esa otra realidad es el verdadero tributo de Los Elementos y de su director Oriol González a su comunidad y a la historia.
Podría hacer un análisis exhaustivo de Jacuzzy, de Yunior García, y Misterios y pequeñas piezas, de Carlos Celdrán, para hablar de cómo sus estrategias de lenguaje colocan estas piezas dentro de las llamadas autoficciones, y otras posibles categorías similares. Me interesa, sin embargo, referirme a dos elementos coincidentes en ambas obras que las vuelven trascendentes dentro del panorama escénico nacional: la exposición de un conflicto que se teje hacia el interior de los personajes (en ambos casos actores y directores teatrales) y la decisión de permanecer en un contexto a pesar de las diferencias y las necesidades personales.
Yunior García escribe, dirige y se interpreta a sí mismo en Alejandro. Sus miedos son reales, sus frustraciones como artista, sus fracasos amorosos, su tozudez. Yunior escribe y lee sus propios monólogos, se cita, se explica, se contradice y se confiesa en un intento por comprender las marcas que va dejando en él y en los suyos la realidad de un país que quiere. Carlos Celdrán se escribe a través de la biografía de su maestro Vicente Revuelta. El personaje del Director es una dualidad que expone los conflictos más íntimos del artista para devolvernos una imagen de Vicente casi delirante.
Cuando Misterios y pequeñas piezas recrea el encuentro de Revuelta con el Living Theater —paradigma de una época teatral y de un modelo de vida para el director— y la encrucijada de fugarse con ellos para siempre o regresar a la Isla, queda descubierto un profundo conflicto ético recurrente para cualquier joven de Cuba hoy; el mismo que en alguna medida enfrenta Alejandro. El hombre/director/maestro/cubano que decide el retorno, preso de un cuerpo aferrado a la Isla como un caracol, no enuncia su decisión como un mérito. Lo verdaderamente desgarrador es el cuestionamiento que contiene el monólogo en torno a dónde se encuentra la decisión correcta: ¿en el sueño individual o en el deber ser? ¿en la obra personal o la colectiva? ¿Sería desleal tomar el camino opuesto? En la interrogante que subyace, el sujeto subalterno se asoma como antípoda, como una hipótesis latente, que ya había sido expuesta en Diez millones y disparada como un dardo doloroso a los ojos del espectador.
“El arte es también un espacio de quiebre y de reconstrucción constante”
La presencia de estos conflictos y su connotación metateatral por tratarse de dos directores conocidos —uno joven y otro consagrado— muestran que el arte es también un espacio de quiebre y de reconstrucción constante. La palabra erigida como texto dramático, espectacular, performativo, es el arma con la que sus sujetos se levantan para dar voz a otras verdades menos contadas en nuestra tradición ideológica, política, patriótica. Por eso una de las cuestiones fundamentales que intenta responderse Yunior García en su espectáculo es cómo permanecer desde una condición subalterna que intenta transformar, desde el teatro, el curso establecido de las cosas. Hay en Jacuzzi preguntas que atraviesan de alguna forma todos los espectáculos anteriores. ¿Qué es la patria? ¿Desde dónde se construye la Historia? ¿Qué significa ser un revolucionario? ¿Hacia dónde deben ir las ideas que erigen los jóvenes en el contexto social que habitamos? ¿Cuáles son las cuestiones que debemos atender hoy en la escena que construimos? Intentar responder algunas de esta preguntas en primera persona es la prueba de que el teatro vuelve a estar en la tribuna nacional, ahora para poner el cuerpo y la voz no solo como un artificio o un entretenimiento, sino como un mapa real sobre el cual reescribirnos todos.