Somos dueños de nuestro destino. Hoy es arriesgado afirmarlo, no tengo dudas, pero lo asumo. En los últimos tiempos hemos visto flaquear voluntades a la par que el desaliento sustituye convicciones, mientras ganan terreno ciertas matrices de opinión empeñadas en anunciar con amargura el abandono —tras la asunción de variantes de mercado y sus desigualdades asociadas— de los principios socialistas que nos vienen guiando, incluso desde antes del triunfo revolucionario.
Es, hasta cierto punto, lógico el desconcierto frente a las indeseables asimetrías que trajeron aparejados ajustes —no por necesarios menos cruentos— como el reordenamiento monetario, sobre todo porque su principal objetivo, el de devolverle poder de convocatoria al Estado como empleador, naufragó en la inflación que el propio proceso generó. Los esfuerzos estatales por corregir esos y otros desbalances aún no logran devolver a la cordura del pensamiento estratégico a quienes se subieron ya al carro de la derrota y azuzan con saña los caballos.
Enfrentamos grandes insuficiencias en lo económico, pero existen otras más dañinas. Lo peor es la desmoralización que ha llevado a algunos cubanos, perdidos en el bosque de los símbolos difusos, a cambiarse de bando de modo tan radical que acaban comulgando con los principios del más inhumano de los sistemas que ha conocido la historia. El capitalismo, gestor de la superabundancia de productos, ha dejado claro con su actuación a lo largo de cinco siglos, que, junto con ese desarrollo, engendra una desigualdad con alto coeficiente de aceleración. En estos tiempos de neoliberalismo radical, la velocidad del deterioro se hace cada día más visible.
Está claro que en los ámbitos donde el capital impone comportamientos de personas, instituciones y Estados, la pobreza crece a mayor ritmo que la riqueza, que tampoco se reparte con justicia. Cuando la pobreza y la opulencia coexisten y los ricos monopolizan la comunicación, se generan estados de opinión que legitiman con sofismas la inequidad. Hay quienes, en los espacios virtuales y callejeros de Cuba, hoy, afirman que nos dejamos caer de manera dolosa en brazos de ese devenir.
Nunca antes en la Cuba revolucionaria el abismo entre pobres y ricos había crecido tanto como en estos días de reformas en el modo de producción y el sistema de propiedad sobre los medios que lo concretan. Los que sabemos que el regreso total al capitalismo tendría una magnitud de catástrofe, hemos formado filas junto a quienes batallan porque esas desigualdades se atenúen hasta desaparecer en la medida en que el Estado se recupere de la crisis y ostente de nuevo el protagonismo económico.
“Los que sabemos que el regreso total al capitalismo tendría una magnitud de catástrofe, hemos formado filas junto a quienes batallan porque esas desigualdades se atenúen hasta desaparecer en la medida en que el Estado se recupere de la crisis y ostente de nuevo el protagonismo económico”.
Toda persona tiene derecho a enrumbar su vida por donde crea que le irá mejor. Lo inadmisible es que, en nuestro caso —el de un país sitiado al que le secuestraron el bienestar con un bloqueo sin precedentes— quienes se desentienden del proyecto que antes habían elegido asuman el lenguaje del odio y las plataformas que, cada vez menos subliminal y más directamente, comulgan con quienes articulan las sanciones que nos atenazan.
La tribuna que constituyen las redes sociales son el estado mayor para la devaluación de nuestras luchas por la soberanía y el derecho a elegir el modo en que nos organizamos como sociedad. En ese terreno nos toca exponer también nuestras verdades. Hemos tenido que convivir con la pobreza, en los últimos tiempos creciente, pero eso no ha conducido al desmontaje de la justicia social a que se aspira y por la que se trabaja. Sabemos muy bien al servicio de qué sistema de ideas operan esas redes sociales y a qué intereses responden en total concordancia con sus propietarios.
Cuando algunos cubanos con críticas a las políticas económicas —o de cualquier tipo— o al modo de gobernar, evaden los espacios existentes en nuestros foros y acuden a las invectivas en las redes sociales, rinden, aunque lo nieguen, un buen servicio a los operadores de la contrarrevolución.
Sabemos que hay quienes se involucran en esos discursos con conocimiento pleno del punto sin regreso al que los conducirá su activismo. En su mayoría son personas residentes en otros países; sin embargo, duele ver a compatriotas que desde dentro de Cuba se suman a esas “guarimbas” virtuales donde la coincidencia expresiva con lo más agrio de la gusanería aflora. Sus “valientes” post reciben numerosos likes, robóticos o no: victoria pírrica, tesoro inútil.
Disentir, pensar diferente es una cosa, pero llama la atención que esos disensos histéricos de redes sociales casi siempre van a asuntos de carencias inmediatas y por lo general no se adentran en conceptos ni se apoyan en argumentaciones históricas. Lo saldos del colonialismo y neocolonialismo que sufrimos, así como la agresividad del mayor y más ególatra imperio de todos los tiempos, que ya anunció sus nuevos propósitos geopolíticos de apropiarse de países y geografías, nos son para ellos argumentos a tomar en cuenta. Es una pena. Ojalá algún día alcancen a verlo.