Cuba y los escenarios peligrosos de la cultura de la cancelación
La cultura de la cancelación es un fenómeno de las redes sociales de inicios de este siglo. El entorno digital ha dado paso a nuevas formas de control, las cuales se traducen en prácticas políticas. Por supuesto, los procedimientos, los comandos usados con estos propósitos, parten de una disparidad de poder: quienes detentan la propiedad deciden qué es lo moral, lo aceptable, lo justo. Las categorías se definen a partir de intereses y se colocan como si fuesen fruto del consenso. En la vida cotidiana, en los medios de difusión y en los espacios más comunes, se ve a diario cómo existen temas que caen en desgracia y se les arma un tinglado de satanización. Sucede con la cultura rusa en el contexto de la guerra en Ucrania, también con artistas que no son funcionales a determinadas ideas y agendas.
“Los entornos digitales han marcado un cambio de paradigma y ello ha dado paso a la necesidad de su uso entre nosotros”.
Cuba estuvo hasta hace un tiempo con poco acceso a las redes, pero esa ya no es nuestra realidad. Los entornos digitales han marcado un cambio de paradigma y ello ha dado paso a la necesidad de su uso entre nosotros. Pero se debió prever que la comunicación que se hace desde y para estos medios ofrece asimetrías, divergencias y contraposiciones que no estaban hasta entonces contempladas en nuestro modelo social. Dicho de otra forma, lo que está pasando ahora mismo es fruto de no contemplar que la irrupción de las redes genera un traspaso abrupto en materia de construcción de las matrices y de las opiniones. Simplemente no se estaba preparado para tal escenario. La cultura de la cancelación, que siempre tiene un trasfondo político, ha alcanzado a varias figuras de la vida pública y se ha impuesto una especie de panóptico virtual. Todos formamos parte casi de manera constante de procesos de linchamiento o de juicios mediáticos. Asistimos a rituales de ajustes constantes en los cuales se pierde la línea entre lo privado y lo público, entre lo aceptable y lo terrible, entre la violencia y el debate.
En ese punto de polarización hay que ver sucesos como los recientes relacionados con el grupo Buena Fe. No ha sido el único caso, ya que en las redes hay establecido un pacto no escrito en el cual las realidades alternativas se mueven en la línea de los partidismos y los posicionamientos. Tener una u otra postura determina si recibes o no, si accedes o no, si eres o no. Y en dicha reescritura de la Historia es lógico que se cometan actos violentos e injustos, los cuales no van a la cuenta de nadie, pues estas tecnologías ofrecen la “ventaja” de la distancia y de la pantalla fría. El escenario no solo propicia una nueva forma de control social, sino que la perfecciona a partir de intereses que irrumpen y llevan las prácticas más nefastas hasta sus últimas consecuencias. El radicalismo virtual busca cancelar no solo a las figuras, sino el debate, y por ello paraliza el movimiento argumentativo, lo cosifica. Lo que los sujetos de poder persiguen en las redes sociales es detener el flujo de verdades en aquellas matrices que estén en sintonía con sus intereses, ya que se ha demostrado que resulta relativamente ventajoso construir narrativas y no esclarecer los hechos. Las redes tienen una naturaleza emocional y se mueven en la cuerda de la propaganda más que en la de la búsqueda de sentidos. La construcción de las verdades en este medio no se da a partir de procederes racionales y de metodologías impecables que ofrezcan una salida a las discusiones, sino que produce polarizaciones de diversa índole en las cuales los conflictos terminan en un bucle de indefinición.
“Lo que los sujetos de poder persiguen en las redes sociales es detener el flujo de verdades en aquellas matrices que estén en sintonía con sus intereses”.
En las sociedades de este siglo existen, de esta forma, temas que nunca cierran, sino que se reutilizan en las campañas de este o aquel interés como una especie de caja de resonancia o de rebote. Cuando se quiere tener entidad en una discusión, nada como la existencia de otro, de un contrario que a partir de su articulación pueda sustentar la necesidad de confrontaciones, de crispación y de violencia. La vida nunca será la misma luego de las redes y de la cultura de la cancelación; fenómenos estos que están creando en Occidente un vacío de debates que no se veía desde el período de entreguerras del siglo XX (1918-1939). La gente ve en los mensajes de odio el sentido de su existencia y se queda en esa indumentaria de las emociones sin que jamás se desnude el sentido oculto de los procesos y de los conflictos. Personas que no se conocen se atacan sin razón o a partir de argumentaciones impostadas que proceden de laboratorios políticos. El elemento de control social funciona a las mil maravillas, ya que no hay otras vías para la discusión que estas redes virtuales. Todo entorno ha quedado en la sombra y la intrascendencia, si se le compara con las plataformas mediáticas del momento. No hay cómo posicionar un mensaje ni una forma de entender el mundo si no se pasa por los algoritmos y la inteligencia artificial que median en el tráfico de información. De esta forma quien detenta el poder tecnológico y económico, o sea, la propiedad, ha sido capaz de instrumentar a los demás que dependen de él. Nada que escape a los intereses del sector corporativo tendrá relevancia o será inmune a las campañas de satanización. La alternatividad no será permitida, peor aún, estará condenada a muerte de antemano. El asesinato virtual ya casi posee las mismas resonancias que el físico, en un universo donde somos avatares de nuestro propio ser.
Negar la existencia de algo a partir de los algoritmos genera que ello no tenga visibilidad y que por ende no posea influencia ni en el entorno físico ni virtual. Las redes son posmodernas, ya que se basan en el poder del lenguaje y en silenciar selectivamente a quienes no convengan.
En ese control de los comandos de la comunicación resulta lógico que haya personas desfavorecidas a partir de su posicionamiento. Pero no se sale de ese entorno opresivo a partir de herramientas que estén melladas y posean poco alcance en la lógica de las nuevas comunicaciones. Si las redes son un entorno de propaganda, la respuesta tiene que provenir de la racionalidad y el desmonte fáctico de las matrices. Por ende, la investigación y la defensa de argumentos a partir de una lógica dura pudiera ser el bálsamo para lo que se está viviendo. El asunto no es si esto debe hacerse, sino que resulta perentorio, debido al silenciamiento y la censura que la cultura de la cancelación está creando entre los sujetos virtuales. Un fenómeno que se aprovecha casi siempre en detrimento de los más desfavorecidos. Las asimetrías de poder hacen que los oprimidos compartan causa con el opresor en una operación de poder inteligente que detiene las tornas de la lucha ideológica y les da ventajas a quienes detentan la propiedad.
No hay que evitar la cuestión clasista en el análisis de los fenómenos de las redes sociales, sino colocar este punto en la centralidad del debate. Las tecnologías no hicieron que los escenarios se volvieran más horizontales, sino que multiplicaron las desigualdades y las pusieron como horizontes únicos en la construcción de sentido. Si no estás presente en la narrativa de las redes, tú no existes. Así es como funciona, y a partir de tales premisas es que se conforman las políticas públicas, la toma de decisiones y el movimiento de lo real en la Historia como una cuestión determinante.
“No hay casualidades ni azar en la creación de plataformas que privilegian y separan”.
Quienes han diseñado la herramienta previeron que todo esto sucediera y que se decantara hacia un posicionamiento empresarial, corporativo, capitalista. No hay casualidades ni azar en la creación de plataformas que privilegian y separan, cancelan y dividen.
En el universo de los artistas no solo hay que contar con categorías estéticas, sino ideológicas. Los creadores portan sentido y participan en la simbología colectiva. El poder de sus obras rebasa el de los discursos políticos y apela a la emotividad y el sentido de pertenencia. La cultura de la cancelación y el entorno de poder de las redes sociales manejan la cuestión de los artistas de una forma muy particular. Sabido es que el capital convierte en mercancía casi cualquier cosa y ello genera cadenas de dependencia hacia el sistema de propiedad. En el caso de la producción espiritual, existe el peligro de la mala publicidad, el de la imagen y el marketing, que estructuran el acceso al mercado y determinan los beneficios y por ende el futuro de un creador. La no existencia de redes alternativas de difusión y consumo cultural hacen que el sistema tenga en sus manos un poder casi omnímodo a partir del cual cancela o acepta a los sujetos. Las redes en este caso son instrumentos de resonancia que hacen de rebote de las cuestiones que se mueven en el mundo físico. Un posicionamiento de un artista será premiado o no, tenido en cuenta o no, si quien detenta la propiedad lo precisa. Así de simple. Las dinámicas corporativas han demostrado capacidad de articulación en los momentos clave. Un ejemplo claro ha sido todo lo que sucedió con Shakira y Piqué y cómo eso sirvió de tapadera para silenciar el telón de fondo de varios golpes de Estado fascistas que estaban teniendo lugar por entonces en el hemisferio occidental. O sea, el único recurso de la cultura de la cancelación no es el silencio. No se trata nada más de mutear a quien nos resulta peligroso, sino de darles micrófono a aquellos que nos convienen y que por el momento nos dan entidad. Es necesario que se comprendan estas dinámicas y se apliquen como una categoría de análisis toda vez que se evidencia el uso mayor de estas formas de poder.
¿Existe en Cuba la posibilidad de una cultura de la cancelación o de que los sujetos que viven en la Isla sean alcanzados por este flagelo de la posmodernidad del siglo XXI? Debido a lo poroso del entorno de consumo informativo, sí. Ya no se está en el escenario anterior al año 2018, cuando no había acceso masivo a Internet a través de las redes de datos móviles. Hoy la nación se ha globalizado a pasos inmensos y se halla sumergida en un tráfico constante de mensajes que poseen un impacto y ejercen una transformación en las conciencias. La cancelación no solo coloca vacíos selectivos en la comunicación, sino que destruye redes genuinas y humanas y las sustituye por entornos de mercado, por potencialidades de venta y por influencias ideológicas. No se puede renunciar al reto de estos escenarios, pero su erosión en los sentidos resulta evidente. Hay un daño antropológico inevitable en la globalización, que tiende a formar personas cada vez más imbuidas en un pensamiento único. Las tecnologías dan la posibilidad de que exista en un futuro cercano lo que para muchos fue una fantasía distópica propia de las novelas de Orwell, Huxley u otros autores. Cuba no escapa, sino que está situada en el debate entre los dos mundos contrapuestos: propiedad privada y corporativa o Estado social de beneficio colectivo.
Los significantes se mueven en las líneas de conflictividad e impulsan mensajes que defienden esta o aquella argumentación. O sea, que la neutralidad sigue siendo ese mito que no cabe en las realidades de las agendas informativas de los poderes. Cuba accedió a la introducción masiva de este elemento globalizador, pero ha carecido de la savia necesaria para enfrentar las matrices y minimizar la erosión identitaria.
En el caso de los artistas cubanos, además, se mueve la cuestión de la cubanidad. En este sentido, cuando se ataca a uno de nuestros portadores culturales, se coloca en disputa el espacio significante de lo que es o no propio de la nación. Por ello las batallas simbólicas poseen hondas resonancias en la construcción del poder y lo que pudiera parecer una simple escaramuza en realidad atañe a cuestiones duras y definitivas. Lo que las redes han demostrado es que no hay escenarios pequeños ni actores prescindibles, porque la asimetría de poder puede recolocar las cuestiones y acomodarlas a su favor. Ya no hay las mismas jerarquías artísticas que antaño, pues las formas de consumo las variaron y transformaron su esencia. Ahora, aunque las instituciones digan que este o aquel artista es tendencia, hay un escenario más poroso y crucial en el que se define la verdad de dicho decreto. Guerra cultural que por demás ni siquiera está mediada por el poder de una crítica seria y especializada, sino por fuerzas motrices de difusión que imponen significantes y excluyen del espacio de debate toda divergencia. Hay una maquinaria de premios y de castigos que establece lo que es correcto y reparte las recompensas. No es un secreto para nadie, y por ello precisamente las armas para acudir al debate no pueden ser similares ni carecer de la profundidad de los análisis más serios. Las redes son instrumentos desde los cuales se construye el poder clasista, y Cuba es uno de los objetos que se encuentran en el campo de dicho sujeto global y corporativo. No solo por interés empresarial y de dominio de recursos, sino por la propia lógica del sistema-mundo del capital.
La cultura de la cancelación es un arma política que se ha creado para llevar la muerte digital a quienes no forman parte del proyecto global o constituyen entes contestatarios. En tal sentido, se aplica de manera mafiosa y velada, con nefastas consecuencias en el manejo de las conciencias de los consumidores. A partir de esto se ha creado una ciudadanía virtual que vive bajo el terror de caer en el vacío y el silencio decretados por los centros poseedores de la propiedad. Se va a cancelar todo aquello que no cohabite con el poder, todo el que no actúe según lo que se considera correcto. Lo que se busca es silenciar, doblegar, apocar. Más que la marca de la construcción de una forma civilizatoria, la cultura de la cancelación es el subproducto perfecto del capital decadente que ya no puede convivir con sus opuestos porque amenazan una hegemonía ideológica en crisis. Así piensa el propietario asesino de sentidos. Hace poco se hablaba de las herramientas de Joseph Goebbels, el ministro de la propaganda nazi, pero ya hay que sustituir esas consideraciones macabras por el paradigma establecido por las redes sociales, en las cuales se niega la sustancia de los acontecimientos y se les declara fuera de la realidad a partir de decretos e intereses. Nunca antes se actuó de esa manera, jamás el poder dispuso de una herramienta tan efectiva para destruir y negar aquello que lo amenace.
Las redes sociales son un instrumento de totalización de la realidad que para proceder deben destotalizarla, o sea, deconstruirla. En ese destrozo de los hechos, el rompecabezas pierde sentido y puede tomar derroteros insospechados. Los oprimidos aparecen como opresores y se crea toda una narrativa en la cual se coloca como necesaria su desaparición. Casi siempre las tesis del poder en este medio culminan en el llamado a la violencia política, la censura y el pensamiento único. Los consumidores creen que esas ideas son auténticas porque ya pasaron por el proceso de deconstrucción en el cual ellos mismos no son tampoco entes lúcidos ni neutrales, sino que están atravesados por la ingeniería social de la plataforma. Así es como se llega a construir una matriz de opinión y de comportamiento, así es como se cancela.
En Cuba existe este fenómeno y se acrecienta. Verlo desde aristas serias, tamizadas por la cultura y la investigación, ayudará a matizar las formas en que nos atraviesa y afecta. La globalización no se elige, simplemente está, pero no se asume acríticamente, sino de forma dialéctica y responsable. Sin que le temamos al monstruo cancelador, sin que nos tiemble la vergüenza, hay que asumir este mundo del que somos parte y construir el poder desde una periferia subalternizada, pero con grandes potencialidades para remontar la batalla por los símbolos y por ende el discurso de la soberanía y del sentido de pertenencia. Todo ello, con la buena fe de las grandes causas.