Cuba, primer destino cultural de América
Cierta vez, junto a otros cubanos, llegué en la noche alta a un país de Latinoamérica. Bien temprano en la mañana, sin tiempo de admirar nada en la capital, partimos hacia una ciudad del oriente. Por el camino me parecía seguir en Cuba; era como si viajásemos por la autopista nacional en la zona de Jagüey Grande: a un lado y a otro de la carretera había cedros, caobas, palmas reales… En el ómnibus, alguien entonó una guaracha, y le hicimos coro. Luego llegó un bolero, un son, un chachachá.
Desde el punto de vista cultural, aún no estábamos en el extranjero. Éramos una burbuja de Cuba por una carretera donde, incluso, no faltaban los baches: nada del entorno contaminaba esa perspectiva. Nos recibieron en la biblioteca de la ciudad: algo sencillo, acorde al cansancio del viaje. Yo, curioso como soy, rápidamente me esfumé y fui a explorar la instalación. Subí a la segunda planta y me asomé a una ventana. La biblioteca cercaba un bulevar donde se veía un río de gentes. Entonces fue que llegué a otro país.
Eran miles de personas caminando calle arriba y calle abajo. Como en la canción Eleanor Rigby, de Paul McCartney, yo miraba toda esa gente solitaria en medio de la multitud, lo cual no tenía nada que ver con Cuba. No veía a esos niños corriendo, agarrándose los unos a los otros; que de repente se meten delante y derraman tus bolsas, y luego uno los mira con fastidio, pero también con cierta condescendencia.
Tampoco veía esos torbellinos propios de nuestros parques o bulevares, donde la gente se arremolina, estorbando el paso, para discutir de pelota, política o cualquier cosa de actualidad: siempre de forma acalorada; mientras alguien vocifera haciendo bocina con las manos y otro aprovecha para dar “chucho”. Cuando tal parece que se liarán a golpes, de repente uno pasa el brazo sobre el hombro del oponente, y se dan un buche de la misma botella.
“Cuando dejamos de ser criollos, y empezó a forjarse la nacionalidad durante el siglo XIX, tuvimos notables poetas provenientes de diversas clases o capas sociales, algunas de ellas fuertemente enfrentadas, y, sin importar el sexo o el color de su piel, todos fueron símbolos de cubanía”.
Hoy leía un artículo en la prestigiosa publicación estadounidense, National Geographic, donde se designaba a Cuba como primer destino cultural para visitar en América durante el presente año. Un grupo de expertos en viajes así lo proponía.
En realidad, no se trataba de la opinión de National Geographic, era un artículo pagado por Exodus Adventure Travels, agencia estadounidense con más de 50 años de presencia en el mercado, y que promueve viajes a más de 90 países. En él afirmaban que Cuba es un destino “ideal por su historia única y su rica vida nocturna”. Apuntan que la Isla es un crisol de culturas, con variadas influencias africanas, caribeñas y españolas, y que “para comprender esta compleja isla, los viajeros deben pasar un par de días explorando La Habana”.
Al final del artículo, National Geographic aclara que esa opinión no tiene que coincidir, necesariamente, con la suya. Se trata de un membrete que siempre colocan en artículos de pago, y, de inmediato, salieron algunos medios, ya sabemos cuáles, a consignar un desmarque.
“(…) refutar lo que se afirma en el artículo, sea de pago o no, solo se le ocurriría a quien hace del odio un oficio”.
Es lo habitual, siempre esos medios tratarán de desacreditar lo que signifique un respiro para Cuba. Sin embargo, si entramos en la página de viajes National Geographic, en la sección dedicada a nuestro país, vemos que ese medio textualmente afirma que “Cuba en un destino viajero de primera”. O sea, no hay desmarque alguno, más bien ocurre una validación.
Es que refutar lo que se afirma en el artículo, sea de pago o no, solo se le ocurriría a quien hace del odio un oficio. ¡Quién puede negar esta mezcla maravillosa que Fernando Ortiz llamó “ajiaco cubano”! Somos un guiso único, hecho a base de la diversidad, en esta cazuela larga y estrecha en medio del Caribe, cocinada al fuego lento del trópico; sustancia cuya voz proviene de “ají”, un condimento —sabor y pasión—: por eso también se dice que los cubanos tenemos salsa.
Mezcla de espíritus que nos torna exclusivos al tiempo que universales y diversos. Quizá para descorrer el misterio sea necesario ahondar en palabras que atrapan el alma de la nación: la historia de nuestra poesía. Cuando dejamos de ser criollos, y empezó a forjarse la nacionalidad durante el siglo XIX, tuvimos notables poetas provenientes de diversas clases o capas sociales, algunas de ellas fuertemente enfrentadas, y, sin importar el sexo o el color de su piel, todos fueron símbolos de cubanía.
Así tuvimos a un hijo de cuna rica como José María Heredia, otro de cuna pobre como José Jacinto Milanés, un negro esclavo como Juan Francisco Manzano, un mulato libre como Gabriel de la Concepción Valdés, una llamada mujer del hogar como Luisa Pérez de Zambrana, una rebelde como Gertrudis Gómez de Avellaneda, un guajiro nato como Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, un joven citadino como Julián del Casal; un ser, sobre quien pesan sentimientos encontrados, como Juan Clemente Zenea, y un patriota intachable, de pensamiento universal, como José Martí, quien nos enseñó que “Patria es humanidad”.
“(…) en la cultura, cualquier cosa que nos llegue la acriollamos, le damos utilidad (…) Pero no solo modificamos lo externo, también mezclamos lo nuestro con lo nuestro (…)”
El artículo en National Geographic es acompañado por una foto de La Habana Vieja donde se ven tres “almendrones”. Estos carros americanos de los años 50 se han convertido en un tópico. Hay quien aprovecha para ver pobreza, pero se trata de creatividad; eso que ahora llaman resiliencia.
Así, en la cultura, cualquier cosa que nos llegue la acriollamos, le damos utilidad. Por ejemplo, al jazz lo fundimos con la rumba y el son montuno, y creamos el jazz latino. Entonces para “allá” enviamos a Chano Pozo o a Mario Bauzá, y por acá creamos la orquesta Riverside o la Banda Gigante de Benny Moré. Al soul y el doo-wop lo juntamos con el bolero, y surgió la magia del filin.
Sin la capacidad de apropiarnos de lo universal y tornarlo algo propio, no hubiéramos tenido canciones como La gloria eres tú, de José Antonio Méndez o Contigo en la Distancia, de César Portillo de la Luz; estilos irrepetibles como el de Elena Burke, Omara Portuondo o Los Zafiros. Pero no solo modificamos lo externo, también mezclamos lo nuestro con lo nuestro, y por eso tenemos a los Van Van.
De las raíces africanas nacieron la rumba y el guaguancó, de las europeas la charanga para el danzón y el trovo para el punto cubano, de Asia vino la corneta china para la conga santiaguera. Como no teníamos laúd, creamos el tres, y así surgió el son, la guaracha, el changüí.
En fin, que tampoco nos tomamos muy a pecho eso de primer destino cultural. Por ejemplo, ya se nos olvidó que La Habana fue declarada Ciudad Maravilla, al ser elegida por miles de personas en el tercer concurso anual que convoca la fundación suiza New7Wonders.
“Algún visitante diría que a la ciudad le falta pintura, pero luego se prenden de esos habaneros imaginativos, dicharacheros, derrochadores de la risa, y se les olvida que faltan luces en la calzada, los baches y los basureros”.
Es consenso mundial de que algo mágico poseemos; pero qué tiene La Habana más importante que su gente. No niego sus portones de madera labrada, las rejas de hierro forjado, y los alfarjes con sus cuadrales, sobre los arcos tribulados o de carretes o de medio punto, y los vitrales de rojos, y azules y naranjas y verdes, esos espejuelos oscuros de la ciudad según el decir de Carpentier. También puedo imaginar la estupefacción que esto provoca en el viajero: la avidez y el asombro con que al arribar a puerto la vieron Alejandro Humboldt, Winston Churchill, Emmanuel Lasker, Caruso, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca…
Pero el habanero es otra cosa. Algún visitante diría que a la ciudad le falta pintura, pero luego se prenden de esos habaneros imaginativos, dicharacheros, derrochadores de la risa, y se les olvida que faltan luces en la calzada, los baches y los basureros.
Como hace notar Borges citando a Gibbons: en el Corán no hay camellos. O sea, la maravilla es para quien nos visita, para nosotros es la normalidad, el día a día. Quizá por eso no la estimamos tanto: simplemente andamos por dentro de esta película, como si fuera la realidad. Y saben qué, en La Habana hay muchos monumentos, todos entrañables; pero quizá uno de los que más nos representa es el Quijote de 23. Dirán los españoles que el Quijote es de ellos, y lo será Cervantes; pero ese compromiso con la utopía hace ya mucho tiempo que nosotros la acriollamos. Y ahí vamos, con la adarga al hombro, sobre el costillar de Rocinante… aunque ladren los perros.