Hay unos barrios del norte de Quito donde viven muchos cubanos. Unos viejitos afuera de restaurantes venden, en cubos plásticos, malangas por libras y frijoles negros en bolsitas de nylon. Ni las malangas ni los frijoles se parecen a los de Ecuador, que venden en los supermercados seguramente lavados porque brillan como si llevaran puesto betún. Los frijoles de los cubanos vienen con tierra y hasta con piedras, y es una suerte que sea así porque te toca “escogerlos”, poner una tela sobre la mesa y sentarte con paciencia de cura hasta dejarlos aptos para ser cocinados. Digo una suerte, porque durante esa media hora te piensas que estás en La Habana o en Manzanillo o en Pinar del Río, y te olvidas de que estás a 2595 km del archipiélago, lo que ayuda a aliviar la tragedia de la nostalgia.

Luordes Stusser y su hijo junto a Miguel Díaz-Canel. Fotos: Cortesía de la autora

En esos mismos barrios hay unos pocos mercaditos cubanos, digamos que unas carnicerías donde puedes conseguir cosas que los ecuatorianos jamás te venderían: croquetas para freír, piernas de puerco ahumadas, picadillo de jamón… y en la última nevera asoman casquitos de guayaba, pies de coco, fanguito en lata.

De pronto la vendedora de una de esas carnicerías cubanas es una abogada con currículum de genio, que no tiene permiso para firmar documentos en Ecuador y por eso se bate detrás de un mostrador con un pomo de alcohol en las manos para limpiar el SARS-COV-2 de los billetes con que le pagan. Te dice que mejor compres el picadillo para el niño, que es más fácil de masticar, y te jura “por su madre” que esos dulces que vende están riquísimos y limpios, que se los puedes dar al niño “con confianza”.

Si a un amigo ecuatoriano de tu familia se le ulcera una pierna y es diabético, es posible que en la desesperación googlees “angiólogo en Quito”, y que el primer número que te salga sea por casualidad el de un médico cubano que reside aquí. Le ruegas por teléfono que atienda a tu amigo porque va a perder la pierna, y algunos días después sabrás que lo atendió en su consulta privada pero nunca le cobró, que además lo inscribió en el hospital público donde trabaja y que piensa atenderlo hasta que esté sanito.

Una noche, de las heladas quiteñas, recuerdas a la doctora cubana de la Operación Milagro que hace años operaba hasta treinta y seis personas de la vista en un día, y lo hacía gratis, en un hospital de la sierra ecuatoriana. Se llamaba María Cristina, por el acento era de las provincias orientales de Cuba, se teñía de rubio y tal vez tenía tatuadas las cejas con esa tinta que se vuelve azul con el tiempo. En 20 minutos despachaba a un ser humano que volvía a ver, o sea, que volvía a vivir, y que ya no sabía cómo agradecer la bondad de aquellos médicos que lo único que querían era hacer bien su trabajo, y hacer el bien.

“A los cubanos, donde quiera que están, los acompaña su buen corazón”.

Luego de un viaje de unas ocho horas, desde la sierra andina hasta la costa del Pacífico, me encontré a una paciente curada de pie diabético por otro cirujano vascular cubano que formaba parte de la colaboración médica convenida entre Quito y La Habana. “Después de Dios, los médicos cubanos”, me dijo la mulata con ganas de llorar, y a mí también me dieron ganas de llorar. Nadie previó nunca que el Estado–nación se pudiera echar en la mochila, o que el alarde de hacer bien las cosas que nos inunda, se iba a traducir en tanta humildad con el prójimo, incluso estando lejos del socialismo cubano.

Tampoco nadie previó en la Isla, que la Isla podía moverse por el planeta con sus hijos como embajadores, que es mentira que está amarrada a una plataforma en el mar y que no puede salirse del camino de los ciclones. Yo la he visto gritar en los aeropuertos del mundo con una toalla china copia de Disney, sobre los hombros, y unas chancletas en los pies –no me gustó, lo confieso-, que “cuándo es que sale el avión ese que no acaba de llegar”. La he escuchado maltratar a una chica que vende carteras en un local oscuro de una zona violenta de América Latina, para que se las vendan más baratas a ellos, que las van a vender más caras después en Cuba, y tampoco me gustó. He oído a cubanos aullando tras montañas de maletas que no dejan verles las caras, que cómo es posible que el avión no pueda llevarles todo lo que han comprado, y a veces he bajado la mirada porque al otro lado hay una aeromoza que no sabe dónde meterse, o un sobrecargo que ya no encuentra cómo explicar que el avión se va a caer si la gente no discrimina un poco de su equipaje. Una noche de huracanes, sobrevolando el Caribe en una aerolínea que hoy no existe, una intelectual santiaguera trataba de convencer a grito limpio a los pilotos para que desviaran el avión hacia Santiago de Cuba, porque si el ciclón no dejaba aterrizar en La Habana, en Santiago, sí. Y así ella estaba más cerca de su casa. Y tampoco me gustó. Era la época en que aún permitían llevar líquidos en la cabina, y las botellas de Havana Club volaban literalmente por el aire, y los chillidos de los cubanos iban a destrozar los nervios del piloto que huía, a la misma vez, del huracán y de la impaciencia de sus pasajeros.

Pero en esos mismos aeropuertos, muchos cubanos me han dado su asiento “para el niño” y se han quedado de pie, me han querido compartir un jugo, o me han dicho que pase delante en la fila porque cargo un bebé; y no me parece simple cortesía. En esos mismos aviones, siempre hubo alguien que se brindó a bajarme las maletas del compartimento superior cuando aterrizábamos, y me salvó de que me cayeran en la cabeza. En la fila frente a la estera donde se recoge el equipaje en La Habana, muchos desconocidos me han ahorrado una hernia agarrando mis maletas al vuelo, y después han seguido como si nada persiguiendo las suyas con la vista: ni siquiera esperan a que les dé las gracias.

El entonces vicepresidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez, se reúne en Latacunga, Ecuador, con colaboradores de la salud cubanos. 2013.

Un mediodía del año 2013, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, que entonces era vicepresidente y que había venido a Ecuador a ver a los médicos cubanos que colaboraban aquí, se brindó para cargar a mi hijo, cuando lo escuchó dando gritos y se dio cuenta que yo no podía con la cámara de video y con el bebito a la vez. Lo agarró como quien ha criado a dos o tres, y se fue a donde estaban los médicos a seguir haciendo lo que vino a hacer: ver cómo estaban, contarles de Cuba, tomarse un refresco con ellos, darles las gracias. 

No solía pensar que los cubanos fueran las gentes más solidarias del mundo. Ahora a veces, viendo tantas injusticias diarias en estos países limitados por sí mismos —como diría Jorge Enrique Adoum, un poeta querido—, siento que a los cubanos, donde quiera que están, los acompaña su buen corazón. Que desde que esa niña rica, Pilar, se quitó sus zapaticos para dárselos a la niña enferma en una playa de Cuba, Martí nos signó un camino de esperanzas y buena voluntad que nos ha acompañado por medio mundo. Que la noche en que el yate Granma se detuvo porque Roberto Roque Núñez se había caído al mar, trazó una ruta de solidaridad que se reproduciría por décadas: desde los campos de combate de Angola hasta el aeropuerto de Granada, desde los pueblos inundados de Centroamérica por el huracán Mitch hasta el día en que se abrió la puertecita del avión y apareció Juan Miguel González con Elián cargado; desde los viejitos bolivianos de 100 años que aprendieron a leer y a escribir con el “Yo sí puedo”, hasta los ecuatorianos que volvieron a ver cuándo mis médicos cubanos, los mismos que ahorraban duro para comprar sus cositas para sus familias, los operaron gratis. Desde la abogada cubana de la carnicería de Quito que me escoge el mejor picadillo para el niño, y el angiólogo que no cobró la consulta, porque le daba pena con un hombre pobre, hasta los miles de cubanos que en los últimos días han reunido dinero en Suramérica para mandar cuatro millones de jeringuillas a la Isla. Cuba ha trazado un periplo de solidaridad transparente, una carta náutica que llevan consigo casi todos los que ya no viven en ella, y que guardan bajo la almohada los que aún amanecen bajo su sol: una señal invisible que nos define y nos ayuda a soportar distancias y soledades, y a construir la nación que queremos y de la que seguramente estarán orgullosos nuestros hijos, el día que recuerden que los cargó un presidente.


Datos de la autora: Master en Ciencias de la Comunicación y Licenciada en Periodismo por la Universidad de la Habana. Residente en Ecuador. Coautora de Entrevistas a contraluz. El cine joven en Cuba (2011), La cuadratura del círculo. Periodismo incómodo (2004). Autora del libro, Lo virtual a la Calle. Visiones de esfera pública en América Latina (2017). Realizadora del documental Por qué luchamos (2011). Corresponsal de la Televisión Cubana en Ecuador. Premio nacional de Periodismo Cultural (2009).