Cuando uno es igual a cuatro
15/1/2016
I. Pedro de Oraá no ha sido de esos creadores unidimensionales, dedicados exclusivamente a ejercitar alguno de los oficios y géneros particulares del arte visual. Su naturaleza de hombre del saber y la imaginación se ha proyectado mediante cuatro manifestaciones de la cultura espiritual: la poesía, la prosa valorativa, el diseño informacional y la pintura, que constituyen partes inseparables de sus preocupaciones expresivas, así como de su modo de dejar testimonio, a la vez que mantener un diálogo de razones y emociones con todos cuanto han sido sus contemporáneos.
Pedro piensa lo imaginario y metaforiza las argumentaciones, ordena y sugiere, e igualmente entrelaza la belleza del texto o de las manualidades plásticas con referentes de vivencias y lecturas.
II. Ninguna de las modalidades trabajadas por este intelectual cubano se explica desligada de las otras. Aparte de las funciones específicas que cada actividad asumida por él posee, existe siempre en ellas un estilo, cierto criterio constructivo muy personal y un enfoque básicamente lírico de significados y significantes que proviene de la unidad de lo racional y lo sensorial propia de su estructura subjetiva. Pedro piensa lo imaginario y metaforiza las argumentaciones, ordena y sugiere, e igualmente entrelaza la belleza del texto o de las manualidades plásticas con referentes de vivencias y lecturas.
III. Tipológicamente, de Oraá se ubica dentro de esos casos excepcionales de profesionales de las artes visuales que hemos desarrollado —simultáneamente y con constancia— faenas literarias; como ha sido en Carlos Enríquez, Marcelo Pogolotti, Arístides Fernández, Felipe Orlando, Mario Carreño, Fayad Jamís, Adigio Benítez y otros más jóvenes. Se trata de una personalidad en la cual la necesidad de comunicarse y compartir sensaciones le ha impedido limitarse a la escritura o la pintura, al concepto o la metáfora, al enjambre del texto provisto de revelaciones o al pintar no-representacional. De ahí ese peculiar mecanismo traslaticio que convierte la poesía en diseño pictórico, la evocación en símbolo, y sus reflexiones en juego derivados del encuentro entre ideografías geométricas “puras” y espacios dispuestos cuidadosamente.
En lo escrito y en lo pintado están —evidentes o implícitos— los distintos episodios y registros culturales de su existencia
IV. Proveniente de un medio familiar con gente ilustrada y dada a la realización especializada de versos y diseños (sus mismos hermanos), Pedro supo mantener un equilibrio natural entre las tareas disímiles enfrentadas, e impregnarle a todo lo hecho las huellas de sus experiencias vitales más íntimas. En lo escrito y en lo pintado están —evidentes o implícitos— los distintos episodios y registros culturales de su existencia: desde los tiempos de su intensa conexión de cuerpo, “alma” y trabajo con “Loló” Soldevilla (lo que engendró una galería para abstractos en Miramar y posteriormente un grupo de diez hacedores del Arte Concreto), hasta ese continuo vivir poéticamente las ilusiones y sinsabores de un contexto épico envolvente; desde la opción romántica de ser puente entre historia y sensibilidad, hasta la entrega artesanal cuidadosa que reformuló la palabra con deleite de escribano o convirtió las percepciones matérico-formales acumuladas en ascético trazado cromático.
V. Una exposición inaugurada en la prestigiosa galería miamense de Virginia Miller en noviembre del 2013, titulada THE SILENT SHOUT/Voices in Cuban Abstraction 1950-2013 —curada por Janet Batet, Rafael Díaz Casas y José Angel Vincench— colocó de nuevo, sobre el tapete de las reflexiones estéticas, una alternativa de creación plástica nacional que se desplegó entonces a raíz de darse una acusada relación con las poéticas artísticas de postguerra y el correspondiente mercado estadounidense. Con ese “renacimiento expositivo” adquirió fuerza lo que ya caminaba desde hace algunos años en el interés de coleccionistas e inversores de arte, de dealers y curadores de servicio: la conversión en buscada mercancía de cuanto han producido aquellos artífices no-figurativos, sobre todo de los que trabajaron las superficies despejadas, las gamas de color precisas y bien delimitadas, el “hard edge” y el canon establecido por el denominado “diseño básico”. Por estar Pedro de Oraá comprendido en esa vertiente pictórica nuestra, no solo fueron incluidas en la muestra de la Miller creaciones suyas de gran tamaño, sino que también él viajó a “la otra orilla” para participar del significativo suceso. A partir de ahí se reactivó el aumento del reconocimiento de su invariable concepción productiva en lo artístico, cuyas variaciones más recientes (en extrañas coloraturas de violetas agrisados) fueron exhibidas dentro de la bóveda que tuvo en La Cabaña, como parte del proyecto multi-concurrente Zona Franca, durante la pasada Bienal de La Habana.
Uno es igual a cuatro en la tónica sicológica personal y en la práctica intelectual que signan a Pedro, las numerosísimas piezas integrantes de su historial pictórico resultan iguales a la individualidad que las formó.
VI. Si uno es igual a cuatro en la tónica sicológica personal y en la práctica intelectual que signan a Pedro, las numerosísimas piezas integrantes de su historial pictórico resultan iguales a la individualidad que las formó. Quien observe su manera de comportarse diariamente, le escuche hablar y advierta las regularidades de su ideario estético, llegará rápidamente a la conclusión de que de Oraá no podía pintar otra cosa. Martí decía que “quien ajusta la vaina a la espada, ése tiene estilo”. Ahí radica el de este artista sencillo y culto: en haber logrado ajustar el medio expresivo visual a la subjetividad que en él rige proceder, gusto y oficio.