Al salir de la ciudad maravilla, sí me despedí. Los destinos eran varios: primero, fuera de la isla, y luego al centro de Cuba, con escasos días de diferencia, con lo cual, las experiencias fueron, como es lógico, bien distintas. Fuera de nuestras fronteras, la primera sorpresa es el cambio del clima. Cambio de todo, debería decir. Temperatura de 8 grados (lo cual para nosotros viene a ser un frío polar); solidaridad por parte de un grupo de fieles en el país anfitrión, siempre permanentes en su apoyo, en la añoranza, en el cálido recibimiento, en los donativos que nos entregaron para nuestros centros de salud y, sobre todo, en el cariño que profesan a todo el que llegue de la isla.
El segundo impacto está relacionado con los sitios a donde nos dirigimos los cubanos con el propósito de satisfacer necesidades —cuando las actividades oficiales permiten cierto tiempo libre. Si antes, hace algunos años, íbamos a almacenes de ropas, zapatos y artículos de belleza —según lo permitieran nuestros siempre magros bolsillos—, ahora vamos en tropel a satisfacer dos necesidades perentorias: comprar medicamentos y conseguir frijoles.
Los cubanos de la delegación invitados a una Feria del libro, antes que todo, debíamos cumplir con estos dos requerimientos, exigidos por nuestras familias. La vendedora de productos médicos no daba crédito a lo que contemplaban sus ojos: los cubanos comprábamos desde analgésicos comunes, hasta vitaminas inyectables, pasando por hipotensores, antidiabéticos, antigotosos, anticatarrales, pomadas, ungüentos, termómetros y equipos de medir la tensión arterial. A continuación, como si tuviéramos orejeras que nos impidieran mirar otros artículos, fuimos directamente a la sección de granos de las grandes tiendas. Objetivo: Conseguir frijoles y, de ser posible, café molido y tostado. No faltó quien se dirigiera a la parte de linternas recargables, con baterías de diferentes tipos. Con solo observar nuestras discretas compras, cuyo monto se deduce de la dieta otorgada para comer, se puede inferir cuales son nuestras más profundas escaseces. Cumplimos con toda la programación de la actividad ferial, obvio, propósito real de nuestra estancia en el país anfitrión.
Si antes, tiempo ha, nuestras familias esperaban ansiosamente por las prendas de vestir, calzar y algún champú de alta calidad que pudiéramos traer, ahora reciben alborozados una libra de lentejas, dos cajitas de enalapril y una pomada para la sarna. No hay de otra. Luego del regreso a Cuba, partimos nuevamente, esta vez al centro de la isla. Curiosamente, no teníamos grandes expectativas al respecto, habida cuenta de que íbamos a la misma geografía (entiéndase similar situación en cuanto a necesidades y ofertas), pero nos sorprendieron varios aspectos. Los precios, por ejemplo, son, en general, más bajos que en la capital. Rollos de papel sanitario, libras de tomates, mazos de lechuga y paquetes de leche importada tienen costos más asequibles que en La Habana, en contraste con la cerveza, que es varias veces más cara.
El éxodo, la migración de compatriotas, es más notable allí que acá, lo cual se constata por la abrumadora cantidad de casas vacías, cerradas a cal y canto. Cuando intentamos saludar a viejos conocidos, nos golpea la noticia de que ya no están, y al tratar de visitar familias que antes nos recibían, resulta que o ya se fueron, o están a punto de hacerlo. Supongo que la amplia vastedad habanera en cuanto a extensión, a población real y flotante, hace menos patente la constatación de cuantos compatriotas han emigrado en los dos últimos años. Lo cierto es que, en ciudades como Cienfuegos, resulta dolorosamente comprobable que enfrentamos un problema muy serio.
Como dato añadido y curioso, quienes viven en condiciones casi precarias, permanecen en sus sitios habituales, por ejemplo, los pescadores. Confieso mi atracción hacia esta población: esos trabajadores del mar, que viven en la periferia del barrio Junco Sur, en casuchas de estática milagrosa. Con el entusiasmo de siempre, nos reciben los pescadores, siempre extrañamente optimistas, siempre contentos, siempre confiados en que sus ventas de macabí, de minutas de parguete, de róbalo y de bonito, mejorarán sus vidas. Ni una sola choza ha sido abandonada, ninguno de esos hombres del mar vislumbra la posibilidad de abandonar el país, por la sencilla razón de que son felices. Con sus dentaduras a medias, con sus niños vestidos de uniforme escolar, con olor a puerto, con sus botes maltrechos, pero aún eficaces, y con esa inusitada alegría que caracteriza a los pescadores, nos reciben y nos despiden, sin solicitarnos absolutamente nada.
Han pasado tres años desde la última vez que fui a visitarlos, y al verme, solo musitaron “Qué alegría verte, chica, temíamos que te hubieras ido para siempre”. Fue entonces y solo entonces cuando comprendí que, si alguien se aleja de tu vista, el primer pensamiento es que te has ido, que ya no volverás, al menos de inmediato. “Yo también soy feliz aquí”, les dije, y esa simple frase les causó la misma paz que ellos, los pescadores humildes y encantadores del sur de Cienfuegos, me regalaron, con la digna pobreza que comparten entre el mar y la tierra que los vio nacer. Me fui y regresé a La Habana, y antes y después, me despedí. Y también me quedé, porque, como dice el título de la autobiografía de mi madre, yo Soy de aquí.