Cuadernos de Saramago (I)
A propósito de los diez años exactos de la muerte del gran escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998, dediqué entero este 18 de junio de 2020 a recordarlo en redes.
Para mi sorpresa, las re-publicaciones, intocadas por mucho tiempo, tuvieron repercusión en ese maremágnum virtual. Con seguridad porque los lectores de Saramago permanecen y arriban otros al correr de los años. Sin dudas, porque al existir las ediciones cubanas de muchos de sus libros, aunque estén agotadas en librerías, las visitaciones a su obra continúan. Y es esto lo más importante.
Entonces le propuse a La Jiribilla ofrecerlos aquí otra vez, pues cada uno se dio a conocer en esta revista de la que soy fundador. Y hacerlo bajo el título genérico de “Cuadernos de Saramago” con un guiño explícito a sus Cuadernos de Lanzarote que ubica la isla canaria donde vivió tantos años y adonde fui a conocerlo en 2000, pronto hará veinte años. Un privilegio que se extendió en el trato, la compañía y la amistad por una década, y luego con su esencial compañera Pilar del Río.
Gran amigo de Cuba en las verdes y en las maduras, crítico pero leal. Autor inconmensurable, su literatura nos acompaña para siempre. Al punto que una novela como Ensayo sobre la ceguera parece ser el libro más exacto en la premonición de esta pandemia y, sobre todo, de las causas estructurales y humanas profundas del desastre que ha provocado. Mientras otros se han sentido dentro de la Historia del cerco de Lisboa u otros a la deriva en La balsa de piedra.
I
Para tenerlo de vuelta, voy a comenzar por esta nota, que el propio 18 de junio de 2010, escribí y publiqué. No evito la emoción, que todavía reverbera en mí al repasarla, porque quienes me conocen, saben todo lo que significa esa parte escondida del iceberg que hay detrás de mis palabras.
También por él mi primogénito se llama José
Cuido en casa a mi hijo José Julián, él aprovecha para ver el fútbol y, seguramente pensando en los equipos y países del Mundial, se acerca a preguntarme por el gentilicio de Portugal; mientras la computadora despierta con la mala nueva pegada a la pantalla, como si quisiera desprenderse de ella y no ser cierta. Como si fuera uno de esos hechos inverosímiles, kafkianos, que dan lugar a sus novelas. La triste noticia de la muerte de José Saramago ha llegado sin aviso previo, sin que le diera tiempo a responderme un correo que le escribí nada menos que anoche, a él y a Pilar, buscando palabras de ellos porque hace algún tiempo no intercambiábamos.
Lo entrevisté largamente, escribí sobre su obra, lo acompañé dentro y fuera de Cuba, presenté algunas de nuestras ediciones de sus libros, lo visité en su casa de Lanzarote. Siento, sin embargo, que cualquier cosa que diga ahora tendrá escaso valor, que esos hechos son solo accidentes, circunstancias que otros muchos tuvieron. Lo trascendental para mí fue Saramago mismo. Lo guardaré siempre entre los privilegios que la vida me dio.
Ah, fui, ante todo, su lector. Ya dije alguna vez que sus narraciones nos ayudaron a sobrevivir y disfrutar los difíciles noventa. Cuando a finales de esa década ninguno de los hechos arriba enumerados había sucedido y nació nuestro primer hijo, le pusimos José Julián. No había comprendido, hasta esta dolorosa mañana, que también por él mi primogénito se llama José.
(Cubadebate, 18 junio 2010 y La Jiribilla, junio 2010)
II
Por esa increíble coincidencia de las fechas, lo cierto es que cinco años antes de su muerte, también el 18 de junio pero de 2005, estaba sentado junto a él en el portalón del Palacio del Segundo Cabo para presentar la edición cubana de El evangelio según Jesucristo en el Sábado del Libro. Ante una desbordante multitud y un calor infernal, un Saramago espléndido.
Lo que me enseñas no es prisión, es libertad
“María mira a su primogénito, que por allí anda gateando como hacen todos los hijos de los humanos a su edad, lo mira y busca en él un signo distintivo, una marca, una estrella en la frente, un sexto dedo en la mano, y no ve más que a un niño igual a los otros, se babea, se ensucia y llora como ellos…”
Con María miramos a Jesús aquí, con María de Magdala allá, con José Saramago en todas partes porque el autor, pluralizando al narrador, asegura: “Nosotros […] conocemos todo cuanto hasta hoy fue hecho, dicho y pensado, bien por ellos bien por otros, aunque tengamos que proceder como si lo ignorásemos…”. Desde esa perspectiva no solo cuenta o narra, sino que propone mirar afirmando una constante de su estilo: la vista planea sobre la geografía, penetra abriendo los recintos, pinta humanos, animales u objetos colocándolos en el espacio. Eso es: una puesta espacial que subraya la distancia escudriñando desde las atalayas con los “desde aquí”, “si mirásemos”, “observando allí”. Como Dios, el narrador está en el cielo. No casualmente este gran libro comienza con la descripción del grabado de Durero La gran crucifixión.
Pero el autor no busca solo que paseemos la mirada, quiere, por supuesto, que observemos. “El hijo de José y de María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio”, nos dice, colocando llanamente la órbita de El Evangelio según Jesucristo en disfrutar a Jesús como hombre.
He repetido observar y, en primera instancia, de eso se trata porque Saramago es de la raza de escritores que le hacen sentir al lector la presencia del creador, aquí como conductor de la historia, dueño de la acción, vivificador de personajes, manipulador de los hilos entretejidos de la fábula, cuidador de gestos y palabras; narrador, más que omnisciente, omnímodo (aunque en ocasiones gaste bromas, como cuando confiesa no dominar los vericuetos de los acontecimientos o el pensamiento de los protagonistas), aquel sobre el que siempre nos preguntamos quién es, dónde está. José Saramago es así, efectivamente Scherezada, si tomamos a esta como símbolo del reino mismo de lo literario. Y un griot o un chamán que revela, a través de historias, las verdades del ser humano y del universo. Las historias convertidas en revelaciones. Si antes con Levantado del suelo, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, La balsa de piedra e Historia del cerco de Lisboa dialogaba más directamente con Portugal y Europa, ahora la tribu a la cual le habla se llama humanidad.
Por eso no busca únicamente una comprensión histórica sobre el origen de Jesús o un enclaustramiento de Cristo como pasado, “…si tenemos en cuenta el hecho de que abundan, en los escritos que a estos judíos sirven de alimento espiritual, ejemplos tales y tantos que nos autorizan a pensar que un hombre, sea cual sea la época en que viva o haya vivido, es mentalmente contemporáneo de otro hombre de otra época cualquiera”.
Asistimos a la formación de Jesús como hombre, del ser humano que fue Cristo. El tiempo y sus huellas, las marcas cronológicas de ese proceso se descubren a lo largo de la novela, pero Saramago las deja al paso, como migas de pan en el camino. Introduce la noción de un aprendizaje concreto a través de la experiencia práctica tanto para el diálogo teológico como para la conformación de valores aprehendidos en el ejercicio de uno u otro oficio: la carpintería, el pastoreo, la pesca. Esa praxis, el resultado del acontecimiento y su enseñanza, convertida en experiencia modela un saber.
Aunque reinventa todo lo conocido sobre Jesús, borra la opacidad sobre sus años más oscuros hurgando en cómo nació, a través de antinomias, concordancias y oposiciones, la catedral de palabras sobre la cual se levantó la cristiandad y se secularizó Occidente, precisamente como un universo fundado en el verbo.
El autor de Manual de pintura y caligrafía, Casi un objeto y Cuadernos de Lanzarote, se inclina a contar los avatares de quien delimitó, no solo con su vida, esta era. Al tiempo que salva al revolucionario Jesús, muestra la prepotencia de Dios, un Dios como poder, como ideología —no únicamente de signo cristiano, pero cuyas improntas resultan el referente de cualquier sistema de ideas en la civilización occidental—; hija ella del propio hombre y convertida por él en un poder que ahora y siempre se vuelve encierro contra sí mismo. Aquella ideología escribió/construyó a otro Jesús durante dos milenios; por eso el narrador le ofrece a Jesucristo la posibilidad de revelarse, de contarse dictándole (recuerden que Jesús no escribió nunca, tal vez porque no sabía) a un escribiente que sí lo supo escuchar, un tal José Saramago. Quizás algún día haya que incluir entre los evangelios de las sagradas escrituras este magnífico apócrifo, según Jesús-don José.
¡Qué gran aventura literaria! Una de las más grandes jamás emprendidas en la historia de la literatura. Mirar las tierras de Nazaret, vigilar la casa de José y María con los ángeles, asistir al nacimiento en Belén, huir de los soldados de Herodes, observar a Jesús por los caminos, verlo intercambiar vivamente con los depositarios de la fe, pastorear de la mano del Demonio —o de Dios transfigurado— el rebaño más grande de la tierra. Visualizar el diálogo entre Dios y Jesús en el desierto, Jesús desnudo, Dios un torbellino de polvo, nube y humo; amar a María Magdalena, tirar la red y levantarla llena de peces, tomar el vino del milagro… Disfrutar un poderoso trenzado de ideas discurriendo a través del acontecimiento —en tantos casos obligatorio si se trata de la vida de Cristo— pasajero, a veces —porque estamos ante una novela—, pero sin que trascendente u ocasional pueda apartarse no solo de la verosimilitud que exige, sino de la pertinencia a un paisaje temático, de época y geográfico profusamente estudiado: los hábitos, objetos, costumbres, comportamientos, las relaciones en tierras de Judea y Galilea.
Este libro es tan definitivo que uno tiene la certeza de asistir a una reinvención de la literatura, porque el autor nos hace olvidar los tantísimos acercamientos e interpretaciones —de todo orden— que han tenido estos hechos. Cuando narra —con esa voz tan suya, ¿apenas? sin distancia entre autor y narrador— el encuentro entre María de Magdala y Jesús, construye un espacio autónomo donde aquel “situarse natural de las palabras” (esa química de dos moléculas de hidrógeno con una de oxígeno que también es la fórmula transparente del agua en su discurso), ese “situarse natural de las palabras”, digo, esplende iluminando un suceso con garantía de absoluta originalidad, es decir una nueva demostración del carácter inagotable e infinito de la praxis literaria.
El autor individualiza no solo para afirmar la identidad de sus personajes, sino para mostrar la posibilidad, todavía viable entonces, de su reconocimiento a través de los nombres; al contrario de lo que hará en Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado y Ensayo sobre la lucidez. No eran víctimas aún de la homogeneidad que despersonaliza, dictada por normas, jerarquías y estatus “invisibles”. Jesús no es aquí un cordero sino un rebelde. Cristo sabe ver la realidad de su tiempo y en su nombre se enseñó a negarla. Siglos antes de él, Platón postuló la escisión entre alma y cuerpo. Sófocles no condena a su Edipo por el incesto sino por su incapacidad de ver la realidad. Ello explica que le arranque los ojos, no el sexo, como ha postulado Graziella Pogolotti.
José Saramago reescribe a Cristo. Responde a una provocación, la comprensión de la culpa. Sigue un motivo, la descripción del grabado de Durero. Encuentra un núcleo, la culpa ajena padecida por Jesús, heredada de su padre, quien no avisó para salvar a los demás niños de Belén. Centra un objetivo, explicar el basamento ideológico de la civilización occidental. Derrumba una dificultad, cómo sostener una ficción nueva sobre un precedente tan conocido. Busca una actualización, vindicar a Jesús y apartarlo de toda manipulación, a él y a sus ideas. Focaliza un paradigma, el hombre y su libertad.
Fíjense si alcanza todo esto que me despediré, aunque no me gustan los cintillos comerciales, con uno, de esos que brillan generalmente en la contra tapa de los libros, afirmando que ese que usted tiene en las manos es lo más grande del mundo. Me voy a permitir citar el de la edición de esta obra maestra por la casa editora en español de nuestro Premio Nobel 1998, porque por una vez, al menos por una vez, lo que afirma The Nation es verdad: “El evangelio según Jesucristo basta para dar a Saramago un lugar en la biblioteca universal y en la memoria de los hombres”.
He recreado en esta nota algunos momentos de mi texto “Ensayos sobre la lucidez, según don José (Saramago)”, en Casa de las Américas, no. 213, octubre-noviembre de 1998, pp.70-74; también aparecido años después en La Jiribilla.
Este texto en http://www.lajiribilla.co.cu/2005/n215_06/215_43.html
Hermoso texto querido Omar, lo disfruté mucho y te confieso que soy fan de José Saramago, la lectura -hace ya unos doce años- de su novela “Ensayo sobre la ceguera” me traspasó, me enamoró, y enseguida no pude parar de leerme casi la totalidad de su obra literaria. Conocer que fuiste cercano a él me asombra porque nunca lo hemos conversado, eres una caja de sorpresas maestro, nos debemos una larga conversación sobre tus vivencias con el señor Saramago. Abrazos