Para Antonio Desquirón, in memoriam
La Isla y la Espina es mi blog. Una aventura que inicié en 2007, sin saber lo que era, como si lanzara una botella al mar. Contaba con mis historias y con las de otros, a los que convencería. Un poeta, un crítico de arte, un amigo, Antonio Desquirón Oliva (1946-2014), me regaló sus crónicas de Cuabitas, lugar en las afueras de Santiago de Cuba, entre Quintero y Boniato.
Nunca imaginé cuánta historia guardaba el pequeño poblado.
Todos los días tengo que pasar por allí, en viaje de ida y vuelta. Y recuerdo cómo se bajaba el poeta, cómo se despedía camino adentro, cómo enrumbaba a su casa, cerca de una modesta iglesia… mientras seguía mi viaje.
Este es el caso en que un cronista inflama a otro. Y se han levantado unos recuerdos de hace más de cuarenta años, un pasaje de niño que, por alguna razón, la mente ha resguardado del olvido.
No hice preescolar. Mi propia madre fue mi maestra de primer grado, un accidentado primer grado. Cuando el resto de sus alumnos andaba muy sentado, me escapaba en cualquier descuido, salía a correr alrededor de la escuelita, cerca de un barranco, a coger las pequeñas naranjas que serían los proyectiles de mi imaginaria guerra.
Nunca pude verla como la maestra. ¡Era mi mamá! Solo andando el tiempo pude valorar cuánta paciencia debió haber tenido conmigo, la pobre. Así, indefectiblemente sellé mi destino… Comencé segundo grado en otra escuela, con otra maestra, y lejos de mi casa. Ahí entró Cuabitas en mi vida.
De lunes a viernes debía viajar de Boniato a Cuabitas. Serán tres kilómetros, ¿un poco más?; pero entonces me parecía una distancia extraordinaria y un pesado viaje, hasta que pronto descubrí al lado de la propia carretera, una cafetería, un “sodito” donde vendían helado. Eso allanó el camino.
―¿Sencillo o doble? —me preguntaban.
―Doble, doble… —me apuraba.
Era la ceremonia de todos los días. Y aquella copa antes de la escuela, me sabía a gloria. ¡Qué precios los de esos tiempos! Hoy el lugar está semivacío, hay un “mercadito”, levantado con la arquitectura urgente, provisional de estos años.
Tal vez sea de esa época en que me aficioné a la radio. Nunca miraba la hora: se me enredaban el horario y el minutero por más que me explicaban. Medía el tiempo por los programas radiales. Cuando a las 11:50 comenzaba Alegrías de sobremesa, ya estaba almorzando.
“Recuerdo mi uniforme almidonado, perfectamente planchado, limpio. La pañoleta azul y blanca, como la bandera, con un arito rojo al centro. Aquel dichoso aro se me extraviaba a cada rato, y yo no sabía cómo decirlo, ni en mi casa sabían de qué retazo hacerme otro”.
Aunque las clases comenzaban a la una de la tarde, había que calcular la distancia, y sobre todo la tardanza de la guagua. Siempre he vivido así, al borde del camino. Al filo del mediodía, me apostaba en la parada, yo y un vecino mayor, José Luis, a quien me habían confiado. No te sueltes de su mano, era la despedida habitual. Ten cuidado cuando pases por la línea, el agregado.
Recuerdo mi uniforme almidonado, perfectamente planchado, limpio. La pañoleta azul y blanca, como la bandera, con un arito rojo al centro. Aquel dichoso aro se me extraviaba a cada rato, y yo no sabía cómo decirlo, ni en mi casa sabían de qué retazo hacerme otro.
Segundo y tercer grados los hice en la Escuela 80, la Antonio Guiteras Holmes, con la maestra María Caridad del Toro Torres, para todos, Cuca. Hace un tiempo me dieron la noticia de que había muerto y algo se me volcó dentro.
Cuando me contaron lo que había hecho aquel héroe, sentí que se agigantaba mi modesta escuela sobre pilotes, toda de madera. Después, muchos años después, me leería la exhaustiva biografía de Paco Ignacio Taibo II, Tony Guiteras, un hombre guapo.
Si mencionaban a Guiteras en un libro, en la televisión, en cualquier parte, me inflaba, saltaba:
―¡Así se llama mi escuela…!
Cada uno de nosotros tenía su pupitre, con su brazo aplanado y su guardabolsos debajo. ¿Cómo pude un día girar la cabeza entre las parrillas de tal modo que me quedé incrustado, que me atoré? No logré salir del aprieto por más que lo intenté, y tuvieron que aflojar el pupitre… a pedradas. Salí colorado de arriba abajo. Y las risas no se hicieron esperar.
“En Cuabitas, en el aula, tuve mis primeras ‘novias’: Fraida, Ileana, Angelita, Amaralis… ellas me perdonarán que las mencione, aunque claro, nunca se enteraron. ¿Por dónde andarán ahora?”.
Llevo grabado otro día, aquel en que no pasaba nada rumbo a Cuabitas, rumbo a ningún lugar. Faltar a las clases, ni pensarlo: era un crimen. Jamás había llegado tarde, y lo llevaba con orgullo. Como vivía lejos, era de los primeros. Cuando ya era inminente que no llegaríamos a tiempo, miré a mi abuela y le solté mi decisión:
―Vámonos a pie…
Y allá partimos, bajo el sol, a carrera viva. Mi abuela con sus años a cuestas. Después de una marcha heroica, llegamos. Le di un beso que me supo a sal. Nunca olvidaré su rostro vetusto, sudado, pero con aquella inconfundible sonrisa. Y su mano, su mano diciéndome adiós.
¡Ay, abuela!
En Cuabitas, en el aula, tuve mis primeras “novias”: Fraida, Ileana, Angelita, Amaralis… ellas me perdonarán que las mencione, aunque claro, nunca se enteraron. ¿Por dónde andarán ahora? ¿Y “la conserje”, la auxiliar de limpieza? Era minusválida. No sé si estaba así de nacimiento, si acaso la poliomelitis había mordido su cuerpo. Un niño no sabe de eso.
Paví, que tal era su apodo, hacía un esfuerzo extraordinario para mantenerse en pie. La veía. Una vez corrí a ayudarla, pero me rechazó; se levantó por sus propias fuerzas. Al otro día me estaba esperando: apretó mis manos y dejó en ellas un cucurucho de pinol.
Recientemente he vuelto a la escuela. Los regresos te desarbolan. Ya no pasa el tren cerca del camino, ya no hay madera, ya no. Es una construcción de elementos prefabricados, de esos, tan parecidos unos de otros; mas tengo atrapado aquí los largos listones del piso, curveados por el tiempo, y los álamos que faltan.
Cuabitas es un sitio de paso para mí, pero ya sabe el cronista del pueblo, ya sabe el poeta que una vez también fue mi destino.