Crónicas desde Turín

Enrique Ubieta Gómez
1/6/2020

“Mi familia es mi tesoro”

Viernes 10 de julio

Eduardo Martínez Valero, Licenciado en Enfermería, es uno de los tres cienfuegueros de la Brigada. De baja estatura y ojos vivaces, parece ser un hombre de reacciones rápidas. Trabaja en el Hospital Municipal de Aguada de Pasajeros, en una ambulancia código rojo, es decir, en una sala de terapia sobre ruedas, con equipos de ventilación, monitores, con todo. “Me gusta trabajar los casos de urgencia porque son muy dinámicos, trabajas con pacientes que tienen la vida en riesgo; la vida de ese ser humano depende de ti, del equipo de trabajo”. Los traslados son por lo general desde Aguada hasta el Hospital Provincial. “Esa es mi función: estabilizar al paciente en el cuerpo de guardia del municipio y trasladarlo hasta la cabecera provincial”.

Fotos: Del autor

Eduardo viene de una familia vinculada a la salud: su mamá trabajaba en la Farmacia, su papá era técnico de rayos x, su tía es sicóloga, “yo viví eso desde pequeño”. Del 2010 al 2012 estuvo en Trinidad y Tobago, en la segunda de las islas. “Éramos solo cuatro cubanos, dos médicos y dos enfermeros, y cada uno trabajaba en un lugar diferente. Yo estaba en el cuerpo de guardia del Hospital de Tobago, me sentí muy bien a pesar del idioma, es un país caribeño, y existe mucha afinidad con los cubanos. Los caribeños somos muy parecidos. Volví al Caribe en 2014, esta vez a Antigua y Barbuda, al cuerpo de guardia del Hospital de Antigua, ya con más conocimiento del inglés. Ahora todo fue diferente: del Caribe salté para Europa, y del inglés al italiano”.

“Mi familia es mi tesoro”, dice. Lleva 20 años de casado con Dielys Borges Guzmán, microbióloga del Centro Municipal de Higiene y Epidemiología, y tiene dos hijos con ella: Elizabeth, de 12 y Herson, de 3. Él tenía 20 años y ella 18 cuando se hicieron novios. Pero ya le había echado el ojo en el Pre. No sé si fue una exigencia de los suegros, pero el noviazgo duró tres años. Estudiaban entonces el Técnico, él de enfermero y ella de laboratorista. Primero se hicieron técnicos en sus respectivas especialidades y luego Licenciados. “Ella ha sostenido la casa, y ha educado a mis hijos durante mis ausencias. Es la vanguardia invisible”.

Eduardo cumplirá pasado mañana 42 años. Es probable que ese día no hable de él, porque estaremos viviendo uno de los homenajes centrales de nuestra despedida, pero su festejo será doble. Y la felicitación de sus nuevos familiares de combate, será dada.

Visitas de fin de semana

Miércoles 8 de julio

Este fin de semana, divididos en tres grupos según los que entraban o salían de la zona roja, nuestros médicos y enfermeros visitaron dos museos emblemáticos de la ciudad de Turín: el de Cine y el Egipcio. El primero se ubica en un edificio que es símbolo de la ciudad: la Mole Antonelliana. Levantada entre 1863 y 1889, su nombre traduce el hecho de que fue, en su tiempo, la construcción de albañilería más alta de Europa y, por supuesto, del apellido de su arquitecto, Alessandro Antonelli. Hasta hace pocos años era la edificación más alta de la ciudad, con sus 167,5 metros de altura. Hoy la iguala (hay quien afirma que la supera y hay quien dice que no, que la nueva torre es un metro menor) un rascacielos —criticado por especialistas y turinenses sencillos—, ni tan alto ni tan hermoso, en representación del nuevo poder: uno de los mayores bancos de Italia. La Mole es, literalmente, una mole, de estilo ecléctico y singular belleza. A sus pies, africanos indocumentados venden —como en otras ciudades europeas, ante monumentos similares—, reproducciones de metal o de cerámica de la edificación. Y como en otras ciudades, deben recoger rápidamente sus mercancías y “desaparecer” cada vez que avistan a la policía.

Museo de Cine. 

Un elevador de cristal, sostenido en el aire por fuertes cables, conduce a sus visitantes hasta el mirador: el punto desde el cual puede verse toda la ciudad. Pero los cubanos esta vez no pueden subir, la pandemia no aconseja la utilización del elevador, un espacio reducido y cerrado. El 3 de diciembre de 2016, desde lo más alto, los muchachos de la Brigada de Amistad Gino Doné, de la Asociación de Amistad Italia Cuba y de la AICEC —que nos ha apoyado durante estos meses y que nos trae de la mano esta vez, como niños chiquitos, de visita a la ciudad—, dejaron caer una enorme tela, con un simple mensaje: “Hasta siempre, Fidel”. Este gesto fue recogido por la prensa italiana.

Pero el domingo, cuando recorríamos la exposición del Museo del Cine —fabulosa colección de las primeras técnicas que reproducían el movimiento, máquinas, fragmentos de películas, fotos, trajes utilizados por los actores, reconstrucción de sets, de ambientes; recuérdese que Turín fue una de las mecas del cine italiano—, su dirección anunció por audio: “Señoras y señores, en estos momentos se encuentran visitando el museo los médicos y enfermeros de la Brigada Cubana que vino hasta Turín a combatir la Covid”. Y hubo quien, durante el recorrido, nos dio las gracias.

Museo Egipcio.

El otro Museo, el Egipcio, ocupa un edificio a un costado de la Plaza Carignano, donde radica el Palacio del mismo nombre que fuera sede del primer Parlamento que tuvo la República Italiana, en la época en la que Turín fue su capital. Es, dicen, el segundo de tema egipcio más grande y completo del mundo (después del que existe en El Cairo). Las piezas en exhibición son fabulosas, pero uno, que viene del Sur, no puede dejar de preguntarse por qué están aquí. Alguien dirá que cuando los egipcios modernos, envueltos en el atraso y la modorra, no comprendían la importancia de rescatar esas piezas, o simplemente no podían hacerlo, los buenos del Norte (exploradores, cazadores de fortuna, ladrones, arqueólogos), que eran los verdaderos herederos, no de la cultura egipcia, sino del esplendor imperial de los antiguos, se tomaron el asunto en sus manos. No me convence esa explicación. Cada pieza está “avalada” por documentos legales de compra, no necesariamente al Estado Egipcio, por supuesto, sino a quienes las habían sustraído de su territorio. Igual, disfrutamos del paseo y lo agradecemos.

Las últimas jornadas

Lunes 6 de julio

Quedan cinco pacientes. Hoy despedimos a Giovanna, la señora de 94 años. Ella esperaba reunirse con su hijo, pero marchará a un asilo para ancianos, de los más caros. Para despedirla, se reunieron en el patio los enfermeros y los médicos que merodeaban a esa hora por las oficinas de la zona verde. Y yo, con mi cámara impertinente.

Pacientes y personal médico se reúnen en el patio del hospital. 

Ella estaba recostada en su cama, y no paraba de llorar. No quería irse. Los auxiliares de Enfermería la consolaban, le pasaban la mano por su cabeza blanca. Tomé fotos que no sirven, su llanto no debe exhibirse, no vinimos a hacer periodismo sensacionalista. Solo rescaté una en la que con ojos llorosos observa a la auxiliar que le tiende la mano. Hay vidas salvadas que  claman por otro tipo de salvación. En estos días Giovanna fue nuestra abuela, la de todos. Ahora se va a un hogar con más comodidades, quién sabe. Ella quería ver a su hijo. Martina y María están desoladas, pero sé que son fuertes y se recuperarán. Mañana, quizás, les toque a ellas.

Giovanna junto a la auxiliar de Enfermería.

Al mediodía nos reunimos todos en el Árbol de la Vida. De sus ramas cuelgan 176 cintas blancas. El árbol, ahora puedo decirlo, estuvo a punto de marchitarse; varias de sus hojas se secaron. René se fastidió la cintura echándole cubos de agua, pero llovió, llovió mucho, y nacieron nuevas camadas de hojas verdes. No puede morir el árbol que sostiene tantas vidas salvadas.

No hubo discursos hoy, sino un desfile. Cada uno desfiló con su lazo blanco y algunos de abrazaron. Al final tomé una foto colectiva —¿acaso la última? Hoy es el cumpleaños de Norberto Pena Peña, pero de él no nos despedimos. Mañana presentaré su perfil.

Una despedida desde el corazón

Domingo 5 de julio

No quiero insistir en la zona roja. Ya anuncié mi despedida: linda y triste a la vez. Hoy es el cumpleaños de un médico extraordinario, Miguel Acebedo, hombre bueno y sabio. Supe que Martina le haría un regalo. Me limitare a decir que el momento fue muy emotivo. En complicidad con Michelle, ella había ordenado la impresión de dos fotografías. En una figuran ella, María y el doctor; la otra es un instante captado entre Miguel y Giovanna, la anciana de 94 años. No pueden describirse la mirada, los gestos y la sonrisa de esta imagen. Así que coloco ambas fotos (las tenía desde ayer, pero no podía revelarlas), más la del día de hoy, el momento en que le entregan el regalo a Miguel.

“No pueden describirse la mirada, los gestos y la sonrisa de esta imagen”.

 “Es el mejor regalo que he recibido en Italia”, expresó el doctor. Las fotos vienen envueltas en un doble nylon, el primero se elimina y el segundo es desinfectado. Aprovechamos entonces para visitar a otro compañero que permanece a bordo en este barco. Su nombre es Antonio Pacelli, tiene 82 años y un tampón negativo. Si hoy resulta nuevamente negativo a las pruebas, mañana se irá. “Esta residencia la considero cinco estrellas —nos dijo. Vengo de un hogar de ancianos que no tiene comparación con este hospital. Ustedes han sido espectaculares, muy gentiles y atentos. Era suficiente llamar para que dos o tres personas acudieran a atenderme con un cariño exquisito. Les agradezco de corazón y me siento muy satisfecho de haber permanecido en esta estructura con médicos cubanos. Muchas gracias y buen viaje de regreso a casa”.

El doctor recibe su regalo de cumpleaños.

En la noche, los enfermeros del hospital nos hicieron una pequeña reunión de despedida. Cada uno trajo un plato preparado en su casa: auténtica comida italiana, hecha en el hogar. Se trataba de una sorpresa —como toda sorpresa que se respete, fue adivinada— y cuando entramos los cubanos, nos recibieron con un aplauso. Un cierre hermoso de día.

María y Martina junto al doctor Miguel.

La emoción del adiós

Sábado 4 de julio

La zona roja está casi vacía. En uno de los cubículos se amontonan ahora las camas desocupadas. Quedan siete pacientes. Subrepticiamente, Martina ha pasado a formar parte del equipo. Cuando el doctor llega en la mañana ella le da el parte, pues durante la noche ha estado atenta al desenvolvimiento de las compañeras de infortunio, sobre todo de aquellas de edad avanzada.

La zona roja ha quedado prácticamente libre de pacientes.

Como es enfermera en un centro que atiende a pacientes muy graves, Martina ha desarrollado un instinto especial y la capacidad de acompañar a las personas necesitadas. A pesar de ser también positiva al Covid-19, se mantiene alerta. Además, califica a nuestros galenos de excepcionales: “La relación que establecen con los pacientes es única. Ahora mismo el hospital está siendo desmantelado y nosotras continuamos aquí, pero ellos no nos abandonan”.

De pronto, se acerca a la cama de la paciente Giovanna Butti, de 94 años, la misma que saliera a tomar el sol con ella, María y el doctor Miguel. Allí empieza a cantar una canción, y es secundada por la anciana, y luego por otra… Antonia Orlando, de 80 años, completa el trío, y el espectáculo es verdaderamente conmovedor. Entonces el canto se transforma en un juego infantil. Martina entona el nombre de un animal, y Giovanna emite el sonido que le corresponde: un perro, un gato, un caballo, y estruja aún más su arrugada nariz para simular un conejo. Está completamente lúcida. No es que regrese a la infancia debido a su edad, sino que nunca la extravió: ella es una niña adulta en sus días finales. A sus 94 años, enferma de Covid y aquejada por otras afecciones crónicas, conserva el asombro primigenio.

Martina y el resto de los pacientes dirá adiós a la zona roja.

Es tan precisa e inmediata su respuesta; tan pícaros y jóvenes sus ojos, que la escena irradia una ternura indescriptible. No tengo que mirar a mis compañeros para saber lo que sienten. Todavía turbados, nos retratamos con ellas, con los doctores Julio, Miguel y la joven italiana Nasim Taheri, con el enfermero Ricardo y con Michelle. Es mi despedida. Martina irá el lunes a un cuarto aislado que le reservaron unas amigas en un departamento. A María, que tras el tampón negativo volvió a dar positivo, se le buscará un lugar. Giovanna termine quizás en un asilo; no tiene familiares que puedan encargarse de ella. Julio y yo salimos pensativos, silenciosos. Miguel y Ricardo permanecerán con ellas unas horas más. El domingo y el lunes las veremos partir en la ambulancia que las llevará a su destino previsto.

Los pacientes y el personal médico se despiden tras largos días de infortunio.

Que la amistad sobreviva al virus

Viernes 3 de julio

Trataré, en lo adelante, de no ponerme meloso, ni melodramático; pero ya saben, empiezan las despedidas y los momentos alegres se confunden con los tristes. Hoy festejamos —como suele hacerse en el hospital— el cumpleaños de dos amigas italianas: la doctora Paola, que arriba a sus veintiséis años, y la auxiliar de enfermería Carla, que celebra su número cincuenta y dos. El cartel que prepararon hace notar la diferencia de edades de manera sutil: “26 + 26”. Las dos han sido grandes amigas de los cubanos.

Pero los festejos en estos días no pueden ocultar el hecho de que nos despedimos, de que cada encuentro puede ser el último. No solo nosotros nos vamos, el hospital cierra la semana próxima y todos, de una manera u otra, se van. Los más jóvenes, sin trabajo, con la esperanza de aprobar los exámenes de ingreso para las becas de especialidades y de ser seleccionados, porque este año redujeron las plazas de forma drástica.

Paola, que ha aprendido más español que nosotros italiano, no quiso esta vez darme una “declaración” grabada. Me dijo: “no puedo, estoy emocionada”, me miró con los ojos llenos de lágrimas y me abrazó. En una ocasión anterior me había confesado: “Ustedes trabajan con alegría, y eso es importante. Yo he aprendido más en esta experiencia que en cualquier otra anterior durante mis años de estudios”. Carla también lloró, en una esquina, sin que muchos la vieran. Las despedidas son tristes, pero, si lo son, es porque las personas han creado lazos. El doctor Sergio Livigni, director del hospital, me pidió que le autografiara mi libro sobre la experiencia cubana frente al ébola en África, que había comprado en su edición inglesa por Internet. Al final, escribí: “…que la amistad sobreviva al virus”.

“Voy a regresar sano a Cuba”

Jueves 2 de julio

Es el primero en llegar al Hospital. Desayuna y entra a la zona roja, sin dilaciones. Dicen, a modo de jarana, que siempre es el primero en la cola del comedor; cuando otro brigadista llega muy temprano solo pregunta, ¿hay alguien más además de Osiel?, pero la verdad es que también es el primero en trabajar, que cada comida es un trámite que ejecuta con rapidez. Osiel Capote Porras, es pinareño y sus padres son campesinos, “tuve la oportunidad de estudiar y hacerme Licenciado en Enfermería”. No fue la carrera la que lo seleccionó; él fue a buscarla: “Siempre me gustó la enfermería, eso viene en la sangre, es algo natural en la persona, me gustaba hasta el uniforme, todo lo que se relacionara con la enfermería” –afirma. A sus 42 años, es enfermero intensivista y además de los diplomados que se corresponden con esa especialidad, cursó otro de Cuidados a Pacientes Quemados. Trabaja en el Policlínico Raúl Sánchez. Es internacionalista, y por lo general, no viaja a parajes apacibles: ha vivido grandes conmociones sociales –revoluciones en marcha, como la venezolana y la boliviana, y golpes de estado como el que sufrió el Presidente Evo Morales–, y grandes conmociones epidemiológicas, como la epidemia del ébola en Sierra Leona o la pandemia del coronavirus en Italia.

Detrás del cristal que separa la zona roja, el enfermero Osiel acompaña a algunos pacientes en proceso de recuperación, interesados en escuchar lo que sucede en el Simposio, del otro lado.

“Yo estaba en el Departamento de Oruro –cuenta de su estancia en Bolivia–, en un pequeño pueblo de la zona, como enfermero intensivista. Era un pueblo pobre, una zona campesina. Teníamos que atravesarlo para llegar al hospitalito. Y por el camino veíamos los carteles de los que estaban en contra y de los que estaban a favor, los mítines en contra y a favor, se habían construido muchas tarimas, y se sucedían los discursos. Si escuchabas algo, y veías los colores, ya sabías quiénes eran. Nunca falta quién viene a hacerte preguntas o quién viene diciéndote que tiene una intención y es otra, pero estábamos preparados para eso. En ese período adoptamos algunas precauciones, ya no salíamos, solo al trabajo, compramos comida y aseo para unos cuantos meses”. Y un mal un día se consumó el golpe de estado. “Cuando detuvieron a la jefa de la brigada nos concentramos todos en una casa, y a las dos horas, también quedamos detenidos, se llevaron a algunos compañeros para la estación de policía, y rodearon la casa, estábamos detenidos. Llegué a Cuba en el segundo vuelo. Mi mayor satisfacción es que contribuí a elevar el nivel de la salud de ese país, y estuve allí, hasta que el gobierno golpista nos sacó, lamentablemente”.

Del ébola no hablamos, pero su meticulosa observancia de las reglas epidemiológicas es parte de aquella experiencia. “Pensé que ya no me tocaría enfrentar otra epidemia tan agresiva y mortífera, pero ya ves, volvió a pasar y ha afectado a una gran cantidad de países, y nada, aquí estoy en Italia, cumpliendo una misión riesgosa de nuevo, y de nuevo voy a regresar sano a Cuba”.

Los que salvan vidas son maratonistas

Miércoles 1ro de julio

Siento la respiración sincopada y profunda de los maratonistas. Este es el tramo más difícil, cuando la meta está lo suficientemente cercana para ser avistada y lo suficientemente lejana, para exigirnos un último esfuerzo. No podemos perder el ritmo, ni relajarnos, ni siquiera podemos pensar en la victoria. Somos maratonistas. Los espectadores empiezan a aplaudir, se anticipan, pero nada ha cambiado, nada, hasta que se pisa la meta.

Hoy es primero de julio y se inicia el conteo regresivo. Hoy es miércoles y la semana que viene el hospital, nuestro hospital en Turín, cierra, al menos por unos meses. Se prepara la despedida, pero nosotros todavía corremos. Hemos venido por una emergencia y nos retiramos cuando cesa. Que la emergencia se suprima es una victoria. Pero aún hay alrededor de veinte pacientes en el hospital, algunos muy antiguos y queridos, como Martina y María, las dos amigas. Un tampón acaba de darle negativo a María, pero Martina aún es positiva. Martina y yo nos escribimos por Facebook. Ella lee mis crónicas, las traduce el señor Google. Me ha enviado fotos de los pacientes “amotinados”, diciéndonos adiós y un pequeño video en donde todos claman al unísono ¡OGR!… Si ella no se cura, la victoria no es completa. ¿No sabremos más del destino de esos hombres y mujeres?

Siempre habrá maratonistas, la carrera nunca termina, somos nosotros los que terminamos, ahora, aquí, para seguir mañana allá, o en cualquier otro lugar. La meta es provisoria, personal, entregamos el batón a otros corredores. Pero dejamos atrás afectos, bellas experiencias, satisfacciones incomparables. Este edificio, alguna vez, volverá a ser un Centro cultural recreativo. En la enorme zona roja, despojada de cubículos y camas, se reunirá una muchachada dispuesta a bailar hasta la madrugada. En el escenario, una banda de rock estremecerá las paredes de la OGR y las luces rojas, azules, blancas, recorrerán los rincones donde antes lucharon por la vida enfermos y médicos. Serán mejores tiempos. Pero en algún otro lugar del planeta, los médicos y enfermeros de la Brigada Henry Reeve, iniciarán o terminarán otra carrera. Los que salvan vidas son maratonistas. No hay descanso para ellos. Empiezan a escucharse los aplausos, pero aún corremos. Nunca dejaremos de correr.

Un médico con música en el alma

Martes 30 de junio

Lo vi bailando casino un día de esparcimiento hogareño. El doctor Roberto Javier Avilés Chis conducía con sus movimientos exactos al resto de los bailadores. Hoy habría sido una jornada de festejos, porque es su cumpleaños y acaba de perder el título del médico más joven de la brigada: ahora comparte sus 27 años con su amigo entrañable, Jorge Luis Arenas. Sin embargo, no son días de fiesta. “En mi familia materna tengo antecedentes profesionales en la salud. Mi abuela es licenciada en Enfermería; mi mamá es licenciada en Fisioterapia, y tengo una prima doctora que en estos momentos también se encuentra cumpliendo una misión internacionalista”, expresa Roberto.

Roberto, de pie, es el segundo de derecha a izquierda.

Los que han seguido mis crónicas recordarán que el Día de las Madres conversé con Roberto. Hoy completo su perfil. Es un joven serio —en el buen sentido de la palabra, como diría el poeta—, que sabe expresar sus ideas y sentimientos con exactitud. Cuando estaba en Cuba, se levantaba bien temprano en su barrio de Los Sitios, en Centro Habana, y viajaba hasta Artemisa, donde trabaja. “Fue mi vocación —afirma— la que me llevó a ser médico; lo bonito que es ayudar a las personas y la satisfacción tan grande que esto produce”.

El mundo de su padre es diferente, pero no le resulta ajeno: es músico y director de la orquesta villaclareña Alejandro y sus Onix. “Me llevaba a los conciertos desde pequeño. Mi padre no es solamente un músico, él es un artista en todas sus manifestaciones, y siempre me brindó sus conocimientos. El saber no ocupa espacio. Conocer algo nuevo todos los días es muy bueno”. No obstante, su padre no lo impulsó a seguir su camino en el arte. A los nueve años Roberto probó suerte en la Escuela Benny Moré de Cienfuegos, pero la música no era su vocación, aunque desde niño disfruta bailar e integró varios grupos de baile.

 “Soy hijo único. Tengo dos hermanastros mayores, que son como mis hermanos. Mi papá los crió, son hijos para él, y han estado junto a mí toda la vida. Son magníficas personas: él es médico y mi hermanastra es abogada. Hemos tenido buenos guías. Ellos por parte de mi padre y de su madrasta, y yo por parte de mi padre y de mi madre, que es la guía mayor, la que siempre ha estado conmigo, apoyándome en cada paso que he dado. Mi madre lo es todo para mí y mi principal motivación”, comenta Roberto con emoción.

Lejos de la querida Baracoa

Lunes 29 de junio

Si Barbiel Nápoles se hubiese llamado Juan, todos lo conocerían por su apellido. Pero se llama Barbiel —nombre poco común—, y así lo llamamos. Tiene 46 años y vive en la bella ciudad de Baracoa, en el extremo más oriental de la isla de Cuba. Allá tiene una parcela de tierra donde siembra plátano, malanga, pimiento y “lo que tengamos”. Barbiel afirma que se trata de un método de autoconsumo y que le gusta sentirse en contacto con la tierra.

Es médico, especialista en Medicina Interna, y cuenta con un diplomado en Cuidados Intensivos y Emergencias. Desde hace 18 años trabaja en la sala de Terapia Intensiva del Hospital Octavio de la Concepción y la Pedraja, en Guantánamo. Su esposa, Eloida Rodríguez Bello, es médico también, y labora en el policlínico comunitario Hermanos Martínez Tamayo, en Baracoa.

Barbiel regresará pronto a Cuba junto a sus hermanos de combate.

Su nombre era quizás un aviso que antes no pudo leer. Barbiel fue llamado a cumplir misión médica en Bolivia entre los años 2012 y 2015, donde además se encargó, junto a sus compañeros, de cuidar el monumento al Che Guevara, situado en La Higuera. Recorrió toda la geografía del país andino, adonde regresó luego en 2017 y permaneció hasta 2019, año en que presenció el golpe de Estado: “Fue una noche muy dura. Había un silencio tremendo. Al día siguiente, no obstante, fuimos al hospital, pero alrededor de las nueve de la mañana llamó el jefe de la brigada y me pidió que le entregara la llave de Terapia al director del hospital, y que luego nos retiráramos a la casa. Fuimos ofendidos por algunos, pero salimos con la cabeza en alto”.

Antes, tuvo una experiencia singular. Fue seleccionado para enfrentar un virus nuevo, mortal, que se había extendido en una zona cercana a La Paz: el arenavirus. Varios médicos y enfermeros se habían contagiado y habían fallecido. No existían suficientes medios de protección, pero lograron hacerse de lo imprescindible. Se trata de un virus que se transmite a través de los fluidos corporales, como el ébola. Fue su primera experiencia en zona roja.

Barbiel es padre de cuatro hijos. El mayor cumple misión en Venezuela como licenciado en Imanología; luego le siguen un varón de 21 años, una muchacha de 16 y un bebé de 3 años. “Fue duro volver a salir, porque me perdí el primer año de mi bebé, y ahora, que me estaba acostumbrando, me perderé otro pedazo de su vida”.

En la brigada de Turín, el doctor Barbiel preside la comisión encargada de velar por la salud de todos los brigadistas. Me ha tomado la presión, sin yo pedirlo, y se preocupa por el estado general de cada protagonista de esta historia. Barbiel regresará pronto a Cuba junto a sus hermanos de combate y, luego de la cuarentena, a su entrañable Baracoa. Su tierra, su familia y su pueblo lo esperan.

Solidaridad anónima

Domingo 28 de junio

Hoy, impelido por la premura editorial de otro libro colectivo, del que no hablaré por ahora, limitaré mi crónica a un comentario que siempre queda rezagado, en este decursar trepidante de los días. Me refiero a la solidaridad anónima, la que recibimos sin aspavientos, sin oropeles ni primeras planas; ahí están los rostros de esos jóvenes voluntarios que nos
atienden y miman, rostros que para nosotros representan la ciudad de Turín y que no olvidaremos.

Hoy Ilham, la italomarroquí, se trajo a su padre y a otros representantes de su comunidad para despedirnos, porque dicen que saben lo que es vivir lejos de la Patria, y agradecen también el sacrificio que hacemos. Sigue ondeando en el edifico de estudiantes situado frente al nuestro la bandera cubana, que manos anónimas pusieron durante el período de aislamiento físico. Y Max no cesa de enviarnos fotos de los miembros de su agrupación, Cuba Va, enarbolando la misma bandera o carteles de agradecimiento.

No existe la Italia egoísta, la desagradecida que algunos describen y temen, no la percibo. Ni siquiera en el mercado, cuando no encontramos un producto, y decimos, “pudiera ayudarme, es que soy cubano”,
y la primera respuesta no es “sí”, sino “gracias Cuba”. Turín parece no
percatarse de nuestra presencia, tal es su ritmo altivo de ciudad
industrial, desperezándose de la modorra producida por el confinamiento
obligado. Pero la gente sabe. Y agradece a su manera. Vayan estas fotos

Terminar esta misión con éxito

Sábado 27 de junio

Aunque podría asociarlo a deportes de fuerza, como la bala o el martillo, Oscar Luis Silveiro Martínez era esencialmente un corredor de distancias cortas: 100 y 200 metros. Y era bueno. Alto y corpulento, siempre quiso ser deportista. Pidió en primera opción la carrera de Cultura Física, pero la persona que tomó la decisión de darle la segunda opción, no se tomó el trabajo de conocerlo. Así, se vio de pronto en un aula de la Facultad de Matemáticas.

“Yo practicaba todos los deportes, me gustaba más el atletismo, pero los practicaba todos y era bueno. No estuve en escuelas deportivas, pero sí tuve un buen profesor en la comunidad que me ayudó en el deporte. Cuando competía en los juegos interfacultades nunca tuve rivales, ni entre la gente del Fajardo. Había buena rivalidad entre la facultad de Matemáticas y la de Cultura Física. En la Universidad era yo el que impartía las clases de educación física”.

Pero las matemáticas no eran su vocación. Salió desorientado y un amigo lo convenció de matricular enfermería. Se hizo enfermero en 1990 y le gustó la profesión. La Licenciatura la terminó en 2008. Hizo un Diplomado en Cuidados Intensivos y Emergencias. Trabaja desde hace 30 años en el Policlínico Antonio Maceo, del Casino Deportivo, en La Habana. Casado, con una hija de 24 años. Su esposa trabaja en el Centro Internacional de Salud La Pradera. Entonces llegó la primera misión, y no fue la más sencilla. Integró el grupo de colaboradores que viajó al África para combatir el ébola. Estuvo en Sierra Leona, junto a otros 112 enfermeros.

La segunda, unos meses después de su llegada, fue a la República Árabe Sarahui Democrática. Se había producido, con fuerza inusual, un fenómeno atmosférico que ocurre cada cinco o seis años en el desierto: las lluvias monzónicas. Fueron tan fuertes, y duraron tantos días, que el desierto se inundó. Busqué la prensa de la época, para saber de qué me hablaba. El diario El Mundo, de España, en una edición de octubre de 2015 titula su reportaje así: “Diluvio en el desierto del Sahara”. Viajaron cuatro médicos y dos enfermeros, y permanecieron cuatro meses. En esa zona del planeta ratificó lo que significa la solidaridad cubana: la mayoría de los jóvenes que conoció había vivido y estudiado en Cuba.

La tercera misión parecía ser más calmada: llegó a Bolivia en el último cuatrimestre de 2018, pero la misión se interrumpe en noviembre de 2019, por el golpe de estado que desplaza del poder al Presidente legítimo, Evo Morales.

Sus padres viven en Pinar del Río, de donde realmente es. Son cuatro hermanos: uno vive en Consolación; otro, en San Cristóbal; y su hermana, la menor, de treinta y tantos años, que vive con sus padres, aunque tiene su propia familia. Su papá está jubilado, era ponchero y su mamá siempre fue ama de casa. “El sustento de ellos va por mí”, afirma.

Se acercan los días y las expectativas del regreso. Pero Oscar —un poco se parece, por su aspecto físico, al lanzador pinareño Pedro Luis Lazo—, está centrado en lo que considera lo principal: terminar esta misión con éxito, como las demás.

La vida sigue

Viernes 26 de junio

Elena es rumana. Su historia de vida es complicada. Los recuerdos que guarda de su infancia son maravillosos. Sin embargo, su abuelo fue disidente en la etapa socialista —le habían expropiado su empresa de aceites y sus tierras—; pero ella estudió pedagogía y ciencias económicas en la Universidad y se casó con un estudiante de energía y petróleos.
Tuvieron una hija.

En 1989, a los 27 años, cuando el país abandonó el rumbo socialista, se convirtió en jefa del departamento económico de una empresa. Sus subordinados eran mucho mayores. Fue feliz. “Yo había estudiado mucho —dice—, y tenía un buen sueldo. Pensaba que obtendría una buena jubilación y que llevaría a mis nietos a pasear por todo el mundo, que visitaría a Papá Noel. Ese era mi sueño”. Pero la crisis económica se interpuso.

A los 48 años, en 2009, el Presidente de la República recortó los salarios a la mitad, y sintió que le habían robado su dinero. Su esposo trabajaba en el Medio Oriente, y ella decidió irse, primero a Israel —pero consideró que podía ser peligroso—, y luego a Italia.

“Mi tía me recomendó que estudiara sanidad, que así podría trabajar en algún hospital. Ya para entonces tendría 48 o 49 años, y pensé, ¿volver a empezar otra vez?, pero lo único que me interesaba era ganar dinero para retomar la responsabilidad de mi familia. Entonces empecé otra vez desde cero. Empecé a entender cómo se hacen todos los procederes. Llegué a la escuela sanitaria el lunes, después de haber llegado el sábado a Padua, para mi entrevista. Y ahí comenzó la etapa más dura, porque de noche estudiaba y de día trabajaba. Así durante dos años.

“En esos dos años empecé a tener dolores en las articulaciones, porque en esta parte de Europa, donde está el Mar Adriático, hay mucha humedad. Y pensé que tenía que mudarme a una región donde no hubiese mar. Entonces busqué trabajo en Turín. He trabajado en diferentes hospitales, y me contaminé con la COVID-19; no sé cómo pasó, porque había respetado todas las reglas. En Turín compartía con una amiga un apartamento grande, para que la familia y los amigos los pudieran visitar.

“Cuando fui al hospital Martini, porque me dolían los riñones, no tenía ningún síntoma de la COVID, y después de dos tampones negativos, el médico me preguntó, ¿cómo te encuentras? y le dije, tengo muchos dolores diferentes en mis articulaciones, así que me hicieron otros tampones. Entonces, el tercer tampón ya fue positivo. Empecé a respirar mal, y con la COVID ha empezado la tragedia. Tuvieron que operarme. Finalmente me llevaron para la OGR.

“Yo trabajé durante un tiempo en el Cotolengo y protesté, porque me dije, ¿por qué en la OGR? Pero al llegar he encontrado a estas personas maravillosas. Al primero que encontré fue a Miguel, y me dijo, yo soy un médico neumólogo cubano. Ah, qué bien —respondí—, he hablado con una amiga que es neuróloga, y le dije, me envían a la OGR, y ella me dijo, quédate tranquila porque allí ha llegado un equipo de médicos cubanos y son muy buenos, no te preocupes. Si tienes algún problema me llamas, pero tranquila. Desde que llegué, el doctor Miguel y el doctor Luis Miguel, que podría ser mi hijo, me han atendido. Ya mi tampón es negativo”.

Regresó el 9 de junio a su casa, pero el 8 había fallecido su madre, y se le cayó el cielo. La conversación se extendió durante hora y media. Elena me confesó que escribe un libro sobre su vida. Después le consultó a Luis Miguel sobre algunos medicamentos y procederes. Nos intercambiamos las direcciones electrónicas. La vida sigue, y Elena volverá alguna vez a Rumanía para reencontrarse con su hija y su esposo.

A veces uno cree que hace menos

Jueves 25 de junio

Siempre quiso ser médico, pero hubo un instante en que pudo haberse desviado hacia otros menesteres. Karel Peña González tiene 31 años, es médico, especialista en anestesiología y reanimación, y trabaja en el Hospital Ernesto Che Guevara, de Las Tunas. Soltero, sin hijos. Vive con su mamá, de 71 años, y no tiene hermanos. Ella lo crio sola, y no fue fácil. “Mi mamá pasó mucho trabajo ―me cuenta―, hizo muchas cosas, y yo hacía mis trabajitos, ayudaba a mis primos en el campo y me pagaban, tuve un tío que se preocupó bastante por mí. Me crie en el campo, en una finca, era una familia de agricultores. Después, con la que fue mi esposa, que hoy es estomatóloga, trabajamos un pedazo de tierra, porque queríamos ser independientes mientras estudiábamos. Siempre quise ayudar a mi mamá, quitarle responsabilidades, aunque en la Escuela de Medicina se necesita poco, te lo daban todo, comida, libros, uniformes, gastabas menos ropa, pero sí, siempre hay necesidades. Ahora soy médico, y tengo un salario estable”.

No fue un estudiante modelo en el Pre, aunque sacaba buenas notas. Y en algún momento quiso tomar un camino más corto, pero el destino lo detuvo: se apuntó como trabajador social, y su fama de indisciplinado, bien ganada entonces, lo hizo parecer un mal candidato. “Al final, me hicieron un favor, porque al año siguiente solicité Medicina, había finalizado con muy buenas notas, me llegó la carrera y la hice sin tropiezos, y de manera automática obtuve la residencia en anestesia, en la que ya había hecho ayudantía”.

No fue suerte, él construyó la suya. Aprovechó las oportunidades que se le brindaron. En 2017, cuando cursaba el cuarto año de su residencia, prestó servicios por seis meses en Venezuela, en el estado de Zulia. “En Venezuela dejé muchos amigos ―recuerda―, aún conservo esas amistades, el coordinador, oriundo de Caimanera, es tremenda persona, hicimos una buena amistad, y también venezolanos, que son más parecidos a nosotros que los europeos. Hicimos más de 250 cirugías. Lo más importante de esa misión fue la experiencia que adquirí ―porque tuve que trabajar solo―, las amistades que dejé, conocer el estado de Zulia, parte de Venezuela, su historia”. Su mamá sufrió esa separación. Eran días difíciles, el Gobierno bolivariano enfrentaba una fuerte arremetida por parte de una contrarrevolución pagada y conducida por los Estados Unidos, que ejecutaba guarimbas y linchamientos públicos. Enfermó de los nervios.

Cuando lo llamaron para preguntarle si accedía a cumplir otra misión, estaba en Amancio, un municipio distante de Las Tunas más de cien kilómetros. Tuvo que regresar antes de lo planificado, porque al día siguiente un taxi llegaría hasta la puerta de su casa para recogerlo. Lo que entonces se decía de la pandemia en Italia era terrible, entre 600 y 800 muertos diarios, “imagínate, cuando yo le digo a mi mamá que me voy para Italia, abrió así los ojos, pero no dijo nada”. Fue casi la última persona en incorporarse a la brigada (el último fui yo).

“Aquí la experiencia médica ha sido muy enriquecedora. He tenido la posibilidad de compararme con ellos, siempre comentamos si somos o no buenos médicos, qué nos falta y qué nos sobra en Cuba; pude compararme con médicos del Primer Mundo, que hacen una medicina con más tecnología, con más economía que nosotros, y llegué a la conclusión de que somos muy buenos médicos con lo que tenemos, somos médicos que tocamos mucho a los pacientes y ellos se sienten muy agradecidos, se sorprenden porque no lo esperan, y en estos meses han incorporado un poco esta manera de hacer la medicina al trabajo de ellos. He aprendido algo de las nuevas tecnologías, ese conocimiento lo incorporamos bastante bien. Aquí en Turín se dejan amigos, hay una comunidad grande de cubano-italianos preocupada por nosotros. Dejo muchas amistades italianas, los médicos jóvenes que trabajaron con nosotros, tenemos muy buenas relaciones con todos”.

Entonces le comento sobre la percepción que existe en Cuba de los médicos y enfermeros cubanos en Italia: “Ya vimos cómo recibieron a los de Crema, a veces uno cree que hace menos y la gente ve otra cosa, cuando te adaptas al trabajo de todos los días dices, bueno, estamos haciendo nuestro trabajo, la única particularidad es que todos nuestros pacientes son positivos de covid, eso es lo que la gente ve como una heroicidad, el riesgo que estás corriendo… Pero sí, de cualquier manera que nos reciban lo vamos a agradecer. Por lo menos yo, y creo que es el sentir de todos los compañeros, ya queremos estar en la Patria, volver a estar con la familia”.

El arte y el festival desde las pantallas

Miércoles 24 de junio

Esta crónica está escrita en dos momentos: el primero transcurre en horas de la tarde. Un grupo de artistas de diversos países, convocados para meditar —en tiempos de contaminación ambiental y de confinamiento físico, debido a la pandemia— sobre “la contaminación del arte contemporáneo” (de géneros, estilos, manifestaciones, etc.), presentan pequeñas cápsulas audiovisuales que se suceden, y se enlazan, como lo hacen los cuadros o las instalaciones de una exposición. Esta vez no se reúnen en una residencia señorial, ni se narran cuentos, como lo imaginaba Boccacio; la reunión es virtual, y la narración, casi metafísica. No estoy seguro de si eso significa un avance o un retroceso. El video se proyecta en una pantalla, y es visto (o aspiramos a que lo sea), de manera simultánea, por invitados y trabajadores del hospital, así como por los pacientes de la zona roja. Al menos los de afuera, parecen atentos.

Mientras esto sucede, me dan una buena noticia: mis amigas de ayer, las enfermas asintomáticas y algunas otras pacientes —entre ellas una anciana de noventa y cuatro años—, ya con un tampón negativo han salido por la puerta del fondo que nadie usa, sin tránsito posible de personas, a tomar el sol de la mano del doctor Miguel y de algunas enfermeras italianas. La anciana, que llevaba días sin poder conciliar el sueño, pudo por fin dormir a la luz del día, en su silla de ruedas. Hace calor en Turín —y esta es una afirmación que, dicha por un cubano, debe ser tenida en cuenta—, pero los seres humanos necesitamos del sol, que es sinónimo de vida. Nosotros entramos por la noche, para ver desde allí el concierto anual de la fiesta del Patrón de la Ciudad. Y apenas ahora, a las 11:30 p. m., escribo la segunda parte de esta crónica.

Pero antes de que se proyectara en vivo el concierto de la fiesta de San Geovanni, rueda un clásico de la cinematografía italiana: de Alberto Sordi, “Un italiano en América” (1967), con Vittorio De Sica. Hay tres pacientes, uno en silla de ruedas, otro cómodamente acostado en su cama, y una tercera que se ha sentado en una de las sillas disponibles. Tropiezo con Martina, camina mientras habla por su celular, abre los brazos de satisfacción al verme, pero le digo que siga conversando. “No, ya terminamos”. En otras circunstancias le hubiera dado un beso en la mejilla, pero la pandemia nos ha transformado en japoneses (con el perdón de los japoneses), y nos inclinamos levemente en señal de saludo. “Odio las películas de Alberto Sordi”, me dice de forma intempestiva. Nos separamos, busco a la fotógrafa Diana, que esta vez nos acompaña, para que me sirva de traductora. Es su primera vez en la zona roja. Al rato, vuelvo a tropezar con Martina, ahora está junto a María. Esperan ansiosas que consulten las computadoras de la sala, para saber si han llegado los resultados del último tampón. El doctor Jaime las ayuda. Pero nada. Hasta mañana.

Martina comenta que los recortes en el presupuesto de la salud favorecen la medicina privada. Al fin, comienza el concierto. Pero ella se aleja otra vez para hablar por su celular. Aparecen en pantalla diferentes personas que expresan sus peticiones al Santo Patrón: “conseguir trabajo para mí y para mi esposo”; “que no nos enfermemos”; “que termine la pandemia”. Veo a Diana, a lo lejos, conversar con una anciana en su cama. “Me está contando su vida”, dice cuando me acerco. Y después me ofrece el lead: es húngara, se enamoró de un italiano y vino con él, pero su marido falleció en un accidente de tránsito y se las tuvo que arreglar sola.

Este año las luces no iluminan el cielo de Turín, ni han salido los jóvenes piamonteses a contemplar el espectáculo y a besarse a orillas del río Po. El esfuerzo de la alcaldía se centra en la trasmisión televisiva y en las redes. Pero un hálito de esperanza circunda nuestras vidas. Mañana también yo preguntaré a primera hora por el resultado de los malditos tampones de Martina y de María. Ellas merecen volver a casa.

La Fiesta de San Giovanni, una tradición de esperanza

Martes 23 de junio

Unos extraños movimientos se efectúan en el interior de la zona roja. Adrián, habitualmente guardián de la Aduana de los Mundos, se ha enfundado el traje “espacial” y atraviesa la frontera junto a Michelle. Ambos cargan una gran pantalla que deben instalar y probar en uno de sus cubículos. Afuera un grupo técnico prepara las condiciones para la transmisión. Todavía no sé bien qué ocurre, pero me visto y entro detrás de ellos, teniendo en cuenta los debidos cuidados y la vigilancia de otros brigadistas (estuve tentado a escribir colegas, pero la verdad es que yo lo soy únicamente si se entiende que un equipo puede llegar a ser una sola voluntad, y yo, permiso para decirlo, soy parte del equipo). Entonces me explican: mañana es el Día de San Giovanni, patrón de la ciudad. La intención es que los enfermos disfruten de la transmisión en vivo de la fiesta tradicional.

Se prepararon las condiciones para transmitir en vivo para los pacientes hospitalizados las celebraciones por el Día de San Giovanni.

Mi primera interlocutora lleva 42 días hospitalizada y ha dado positivo a 10 pruebas de Covid; la segunda tiene 32 días de ingreso y 8 pruebas positivas (solo cuento los días transcurridos en este hospital). Se encuentran asintomáticas. Caminan con cierta libertad y no parecen enfermas, pero lo están, mientras que el tampón no demuestre lo contrario. Son amigas. Ambas trabajan en el sector. María Pía es asistente dental —ya me referí a ella en una cronica anterior— y Martina Marongiu es enfermera en un centro para pacientes en estado terminal. Adquirieron el virus en el trabajo. Se sienten bien atendidas, casi como en casa. Sin embargo, añoran la luz del sol. Todas las ventanas de la zona roja están cerradas y cubiertas con papel negro.

Se emocionan al saber que verán las fiestas, a la vez paganas y religiosas, celebradas desde la Edad Media. Martina es más locuaz en cuanto a lo que le dicta su fe: explica su devoción por el Santo y me cuenta lo que habitualmente sucede este día, desde la procesión que parte de la Catedral, hasta los espectáculos callejeros, juegos, conciertos, animaciones para niños y eventos deportivos. “¡Y los fuegos artificiales de San Giovanni!”, expresa con alegría la niña que late en ella. Los pobladores que arriban de todas las provincias disfrutan del espectáculo ubicados a lo largo de la hermosa ribera del río Po y desde la abarrotada Plaza Vittorio, que Michelle insiste en definir como “la más grande a cielo abierto de toda Europa”. Este año nada será igual, pero se transmitirán la misa y el concierto por televisión y por la web, y se han unido para ello los recursos y el talento de las ciudades de Turín, Génova y Florencia.

Martina y María no saben cuándo saldrán de esta extraña prisión. Se refieren con afecto a los médicos italianos y cubanos: “Es increíble cómo se han integrado en un solo equipo, y nos curan y nos traen alegría”. Ellas son de las inquilinas más antiguas. Ya no se recibirán más pacientes. Mañana entraré otra vez para ver junto a ellas, junto a las mujeres y a los hombres que no ven la luz del sol hace ya varios meses, junto a los médicos y enfermeros que estarán nuevamente allí, al pie de sus camas, de sus sillas de ruedas, de sus esperanzas, una fiesta que vio pasar muchas pandemias y las creyó superadas, pero que siempre anuncia la vida y la enarbola.

El pianista, las cámaras y un hombre el Día de los Padres

Lunes 22 de junio

Dos hechos nada relacionados —aunque originados por este hospital Covid— sucedieron hoy: la inesperada y feliz visita del pianista —¿se acuerdan?, el que estuvo enfermo, demasiado jovial para haber sido catalogado alguna vez de irascible—, porque anda conspirando en algo que todavía no sabemos (tiene que ver con nuestra despedida); y la visita nuestra al Dormitorio de mujeres en situación de calle. La última se debe a que un equipo de la televisión italiana anda, por estos días, haciendo un documental sobre la presencia médica cubana en Turín con motivo de la pandemia. Pero también hay fotógrafos que preparan libros de imágenes. En fin, que las cámaras se mezclan, se superponen entre ellas (incluyendo la mía) en estos días finales, y uno no puede conversar sin el sobresalto de saberse captado o incluso perseguido por algún lente. Hoy en la tarde —no sé si revelo secretos de filmación—, los muchachos tuvieron que entrar y salir varias veces del hospital, mientras dos drones los filmaban desde lo alto. Todo esto sucede, pero yo quiero presentar a otro integrante de la brigada.

El pianista junto a su médico Miguel y otros integrantes de la brigada.

Alguna relación prenatal con los almacenes tiene Julio Ortiz Rodríguez. En Angola, entre 1987 y 1988, cumplió su primera misión. El entonces futuro enfermero pasaba por esos días el servicio militar y expresó su disposición a partir hacia aquel país en guerra. “No participé en combates, lo mío era la retaguardia, garantizar el suministro de armamentos y municiones”. Su segunda misión, ya como Licenciado en Enfermería fue en Venezuela. “Trabajé en la Coordinación Nacional como jefe de operaciones del almacén nacional de equipos médicos de la misión. Estuve dos años y medio, del 2010 al 2013. Allí hice el curso de Emergencias y el Posbásico de Terapia Intensiva”. Ahora tiene cincuenta y un años, vive y trabaja en Cienfuegos, y es especialista comercial de la Empresa de Suministros Médicos, a cargo de la Reserva Estatal y Movilizativa. Su esposa también es enfermera; más aún, es la jefa de Enfermería de la Dirección Provincial de Salud de Cienfuegos. “Aunque pertenezco a la Brigada Henry Reeve, esta misión me agarró de sorpresa. Supe que me solicitaban cuando recogía en La Habana los medicamentos y suministros, que debía transportar hasta la provincia de Cienfuegos, para combatir al coronavirus. Respondí que iría a donde hiciera falta. A las tres de la tarde me dijeron: ‘tienes que estar mañana en Colaboración’. Llegué casi a las dos de la madrugada a mi casa y a las ocho estaba de vuelta en La Habana. No tuve tiempo de arreglar nada”.

El Día de los Padres, de pie y con pulóver azul, Julio Ortiz.

Mientras viajaba de La Habana a Cienfuegos y de allí, nuevamente, a la capital del país, su esposa se encargaba de poner en orden sus papeles. Tiene un hijo de veinte años, de un matrimonio anterior, que cumple el servicio militar, como si recomenzara ahora la misma historia de vida. A Julio le habían dicho que viajaría a Santa Lucía, en el Caribe; luego a México; pero finalmente integró la brigada que partiría hacia Turín, en Italia. Se alegró, sobre todo porque había compartido habitación en la Unidad Central de Cooperación Médica, donde recibieron la preparación epidemiológica, con tres pinareños que estuvieron antes en el ébola y que tenían el mismo destino. Menudo, de estatura media, es un hombre noble y llano como sus nuevos amigos. Su vínculo con los almacenes, en la paz y en la guerra, se asienta en su honestidad a toda prueba. Van y vienen los cuatro cada día, en horarios que se corren, de la residencia a la zona roja y viceversa. Ortiz ha dejado por unos meses su trabajo habitual, para contribuir, con sus propias manos, a salvar vidas.

La vida está llena de padres

Domingo 21 de junio

Es una brigada compuesta por 38 hombres, y casi todos, o todos, podría decir, somos padres e hijos. No puedo imaginar cómo celebró la brigada cubana en Jamaica el Día de las Madres, porque de sus 140 integrantes, 97 son mujeres; o en Granada, donde las cinco cooperantes enviadas también lo son.

No es que la paternidad o la maternidad sean requisitos para la felicidad, o que no existan malos padres, de uno u otro sexo, ni hombres y mujeres que lo son sin serlo biológicamente. Los lazos familiares en Cuba son fuertes, y los hijos que parimos o criamos o simplemente amamos, son nuestra esperanza, nuestra razón de ser. Cuando marchamos, también lo hacemos por ellos. Es una ausencia que se transforma en presencia, y enrumba sus vidas. Nada material puede retribuir la ausencia de un padre o de una madre; un hijo la acepta solo desde el orgullo, desde la comprensión de su significado moral. Fue la única y la enorme herencia que recibió el hijo de Martí, y también los hijos del Che, y los de nuestros cinco héroes. Tomo la cuerda de los ejemplos por sus extremos, para tensarla.

He visto a mis compañeros hoy deambular de un lado al otro; hablan alto, gesticulan, y a veces, se les adelgaza la voz hasta hacerse inaudible o se les quiebra, y queda suspendida en la última palabra, partida a la mitad. Si no tuviesen en sus manos un celular, los creería locos. Un poco lo son. Eso me dijo mi hijo, y supe que había recibido bien el mensaje de nuestra ausencia: “siempre orgulloso de ti”, escribió y todo el orgullo del universo cupo en mi corazón. Porque el orgullo puede compartirse, multiplicarse. Nunca es patrimonio de una única persona. Y yo, rodeado de gente sencilla, que hace lo que otros no podemos, salvar vidas, sin creer que hacen gran cosa, pero sin cejar, ni ceder en el empeño.

Hoy sucedió. Una anciana casi muere, se abalanzaron sobre ella, la rescataron, pelearon cuerpo a cuerpo con la muerte. Alguien comentó: “su hijo dice que la dejen morir”. Y se enfrentaron al que así hablaba. De pronto, a pesar de la diferencia de edad, se convirtieron en los hijos de la anciana, y en sus padres también, ellos, que vienen de una isla lejana. Esos hombres a los que acompaño, se transforman en padres de desconocidos. Van salvando hijos por doquier. ¿Qué puedo decirte, hijo mío? Mira a tu alrededor, mira a mi alrededor. La vida está llena de padres, no todos han gestado a una mujer.

Hoy María Isabel Polanco, o mejor, Mary o Maribel, como todos le dicen, una cubana de Granma que vive en Italia desde hace 24 años, trajo comida de la tierra, hecha con sus manos: potaje de frijoles, arroz congrí, carne de cerdo, yuca, mariquitas, chicharrones… Quiso tener un gesto de cubana con la brigada de sus coterráneos. Si no me dice el tiempo que lleva en este país, hubiese creído que fue ayer que se bajó del avión. “Quería traerles un pedacito de Cuba; cuando leí que estaban aquí, me dije, ay, van a estar el Día de los Padres, y le dije a mi marido: voy a prepararles una buena comida. Se me erizaban los pelos cuando los vi en el aeropuerto por televisión. Nadie se lo espera ¿no?, que a un país capitalista desarrollado vengan médicos de un país socialista subdesarrollado, es duro. Me hizo sentir orgullosa. Vine enseguida hasta aquí a verlos, pero no se podía al principio, y dejé el recado: saludo a los médicos cubanos, díganles que yo soy cubana también”.

La historia parece sencilla

Sábado 20 de junio

Yoidel Santines Acuña tiene 39 años y es médico, especialista en Anestesiología y Reanimación. Forma parte de un equipo integral que trabaja en el salón de operaciones del Hospital General Docente Héroes de Baire, de la Isla de la Juventud, donde vive. Pero una historia tiene varias capas, y esta no es la excepción: Yoidel empezó otra carrera universitaria y la abandonó en los inicios del nuevo siglo. Que sea él quien lo cuente: “Me gradué como médico en 2012. Entré un poquito tarde, con 25 años, tuve que volver a estudiar el 12 grado, en un curso de nivelación, porque yo estaba desvinculado. Aquello era parte de la Batalla de Ideas, un proyecto del Comandante en Jefe para recuperar a jóvenes que se habían desvinculado durante el Período Especial. Fue una Revolución, muchos jóvenes recibieron una segunda oportunidad. De mi curso de nivelación, hay al menos cuatro especialistas en medicina, y también hay abogados, estomatólogos, economistas, instructores de arte… éramos treinta y todos somos hoy profesionales. Nos dieron una segunda oportunidad y la aprovechamos”.


Obtuvo de forma directa la especialidad, y terminó el segundo año de la residencia en Venezuela, en el Estado de Miranda, como parte de un proyecto de colaboración. Eso fue en el 2014-2015. Está casado con la ingeniera civil Lisandra Pérez Camejo, y es padre de una niña, que el 17 de agosto cumple tres años. Pero hablemos de su paternidad después. Sigamos el curso de su narración: “Tengo dos hermanos menores, uno es veterinario y el otro se graduó de estudios socioculturales. Mis padres son personas muy humildes, somos el orgullo de ellos. Aunque me siento pinero, nací en la provincia de Granma, en Manzanillo, y a los 15 años vine a vivir a la Isla de la Juventud. Mi papá llegó primero, y por el trabajo le dieron una casa, y entonces vinimos todos. Mi equipo de pelota es la Isla, desde luego, los Piratas de la Isla. Michel Enríquez es mi amigo. Nos llevamos muy bien. A Michel lo sigue todo el mundo en la Isla, es un ídolo, y los niños quieren ser como él. Es un hombre de pueblo, y hace mucho por los niños y por el deporte pinero”.

Yoidel esperaba salir de misión a Argelia, antes de que la pandemia le cambiara el rumbo a todos; pero lo solicitó la Brigada Henry Reeve. “Como siempre en esos casos, todo es urgente. Me llamaron un viernes en la noche, el sábado lo teníamos casi todo listo, sin embargo, el lunes no pudimos viajar. En tiempos de pandemia solo hay tres viajes a la semana de la Isla a La Habana: lunes, miércoles y viernes. Pero ya el miércoles me había integrado a la Brigada en la UCCM. Soy el único isleño que vino a Italia, contando la brigada de Crema y la de Turín. Hay otros en Sudáfrica, en Trinidad y Tobago, pero en Italia solo estoy yo”.

 
No podíamos dejar de hablar de su hija en víspera del Día de los Padres: “Mi niña, Alexandra, imagínate, cuando le preguntan ¿dónde está tu papá? responde, ‘en Italia’, ¿y qué está haciendo allá? ‘salvando vidas’. Todos los días le pide a la mamá que me llame, aunque sea para darme quejas, para decirme que la mamá la castigó, y le exige que le ponga la videocámara para verme la cara. O si no, dice, voy a escribirle un mensaje y aprieta cualquier cantidad de letras, no importa… Eso me hace estar un poquito más cerca. Por ella también estoy aquí”.

De ese lado de la vida

Viernes 19 de junio

La razón de todo está del otro lado del cristal. Mientras transcurre el simposio científico, los enfermos ya recuperados se acercan para escuchar. Todavía miran la vida desde el otro lado, pero ya miran, escuchan, asienten. Algunos se acercaron en sillas de ruedas. Junto a ellos estaban, entre otros, el médico Jaime y los enfermeros Onelio y Osiel, que no podían presenciar el evento pues les tocaba cuidar a los que están de ese lado de la vida.

Hoy me presentaron a un profesor de Filosofía de la Universidad de Turín. Decía que los seres humanos ya no soportan la muerte de un pequeño porciento de sus semejantes. No estoy convencido de su afirmación: ¿y los africanos que mueren cada año de malaria? Pero hoy transcurrió el simposio y, retórica y burocracia aparte, los italianos y los cubanos demostraron que el conocimiento sirve si es útil; que la humanidad tiene rostros diversos, pero un solo corazón. Que el aleteo de una mariposa puede provocar tormentas lejanas. Todo se concatena. La pobreza y la riqueza. No puedo entender al Gigante de las Siete Leguas, según la imagen martiana, que amenaza, de pura rabia e impotencia, a los países que acceden a recibir médicos cubanos. El Granma paró los motores en un mar picado, y arriesgó la vida de sus tripulantes, para rescatar a un hombre que había caído al mar: la vida de un hombre era tan importante como la de los 81 restantes.

Hasta el cristal caminó la cantante Ileana, después de interpretar una canción cubana (“La Bayamesa”) y otra italiana (“Vaga luna”), para agradecer a los enfermos. Hasta el cristal fue el doctor Miguel para saludar a su anciana paciente. Hasta el cristal fuimos todos. Porque no hay riñones, ni pulmones, ni corazones que funcionen solos: son seres humanos los que intentamos salvar. Es la Humanidad la que debe ser salvada. Hoy culmina una etapa, pero vienen otras. Si algo ya sabemos, es que si nos aislamos somos débiles: que la “fuerte” Italia necesita de la “débil” Cuba, y viceversa. También sabemos que a veces se aíslan los que pretenden aislar a otros.

Los once trabajos científicos realizados de conjunto por especialistas cubanos y jóvenes italianos seguirán expuestos mañana en los paneles. Se hace ciencia cuando se salva una vida; se hace conciencia cuando se abraza a un hermano.

Intercambio de saberes galenos. El simposio en Turín

Jueves 18 de junio

Esta es de las crónicas que terminan siendo notas informativas. Pero creo que es importante que sientan cómo se acelera el pulso ante la inminencia de un encuentro amoroso (no es una palabra exagerada) concebido para el diálogo, el intercambio de experiencias científicas y humanas —no puedo imaginar unas sin las otras en nuestra medicina— entre cubanos e italianos. Un encuentro que establece un punto culminante, aunque no el final, para estos meses de colaboración.

Desde las primeras horas del día andamos puntualizando los detalles de la jornada de mañana, que al fin ha adoptado el nombre de Simposio. Once trabajos científicos presentan los especialistas cubanos de conjunto con jóvenes galenos de Italia. El encuentro tendrá dos momentos culturales: la develación de la pintura de Giuseppe Cominetti (Salasco, 1882– Roma, 1930), Venus o El nacimiento de Venus (1913), que ayer anuncié; y la interpretación a capela de dos piezas líricas por parte de la cantante cubana radicada en Turín, Ileana Jiménez: “La Bayamesa”, de Sindo Garay y una romanzetta (género musical) de Vincenzo Bellini que se llama “Vaga Luna”, ejemplo del período romántico italiano. Se prevé la presencia del vicepresidente para las relaciones internacionales del gobierno piamontés y del embajador cubano, José Carlos Rodríguez —quien hoy arribó a la ciudad, acompañado de Jorge Alfonzo, ministro consejero— y de Félix Lorenzo González, cónsul en Roma. Precisamente, en horas del mediodía, el presidente del Gobierno Regional sostuvo un encuentro en el hospital Covid-OGR con nuestro embajador y sus acompañantes, en el que participó el Jefe de la Brigada cubana, doctor Julio Guerra.

El simposio tendrá como referente el logo de las Olimpiadas: el hecho de que los médicos y enfermeros cubanos hayan sido alojados en la otrora villa olímpica, hoy residencia estudiantil, y que la mítica OGR haya sido transformada en hospital Covid, permite una relectura del espíritu ecuménico y universalista de los Juegos. En el hospital no solo hay trabajadores de la salud procedentes de Cuba, también se mezclan entre los italianos hombres y mujeres nacidos en otras tierras o descendientes de emigrantes. La confluencia de motivaciones se cierra con la propia fecha escogida: el 19 de junio de 1999, Turín fue seleccionada como sede de los Juegos de 2006. Veintiún años después tiene lugar nuestro simposio.

Hoy a las seis de la tarde, el epidemiólogo Adrián Benítez Proenza impartió una charla, en el propio hospital, a medio centenar de especialistas de parques de la ciudad de Turín. La tarea es ardua y bella: posibilitar que los niños jueguen al aire libre —necesidad tan perentoria como la alimentación— y evitar en lo posible que se enfermen. Los convocados, en su mayoría jóvenes, hicieron muchas preguntas que Adrián respondió en su cada vez más comunicativo itañol. Pero el tiempo no es nada amistoso: desde hace más de dos horas la lluvia es implacable y nos deja los cuerpos helados.

Arte y ciencia en Turín

Miércoles 17 de junio

Siguen nuestros brigadistas preparando sus ponencias para la gran cita del viernes. Algunas intervenciones se expondrán de forma oral; pero, en su mayoría, estarán impresas en Arial 20 en cartulina, traducidas al italiano por los voluntarios, y expuestas en paneles. Los autores estaremos junto a ellas (también yo participo con un texto sobre el internacionalismo médico cubano) para solventar cualquier duda o interrogante. En el mismo espíritu investigativo, tuve curiosidad por saber cuántos extranjeros —o de origen extranjero— habían sido pacientes de nuestro hospital. La cifra no es alta y oscila entre el quince y el veinte porciento de los ingresados. La diferencia fundamental quizás estribe en el hecho de que el promedio de edad de estos es sustancialmente menor que el de los nacionales enfermos.

Turín es una ciudad de emigrantes, lo mismo de italianos del sur, que de otros países. Por nuestras salas han pasado seis peruanos —hay una comunidad importante de ese país en la ciudad, de hecho algunos de los jóvenes doctores que trabajan junto a los cubanos tienen ese origen—, pero los restantes (no siempre es correcto llamarlos extranjeros, porque la mayoría nacieron, crecieron o estudiaron en la ciudad, y ya están nacionalizados) tienen las más diversas procedencias y, al menos uno de ellos, ha sido nigeriano, rumano, marroquí, filipino, ucraniano, albanés, egipcio, de Bangla Desh, de Pakistán, de Colombia y de Ecuador. La cifra total de pacientes, sin embargo, supera los ciento cincuenta.

Hoy se produjo el esperado cambio de cuadro en el pabellón de la zona verde. La iniciativa, que la administración del hospital tomó hace un mes —en coordinación con un Museo de la ciudad—, de exponer obras de importantes pintores italianos ha tenido mucho éxito. En uno de los tres paneles que conforman la instalación —el del medio sostiene el cuadro—, por detrás, los médicos y enfermeros del hospital escriben con bolígrafos y plumones sus impresiones. Muchos cubanos han plasmado su beneplácito ante la iniciativa. Y, por supuesto, hay expresiones sobre la amistad forjada entre Italia y Cuba. Hace una semana, los curadores de la muestra ofrecieron una charla sobre el cuadro que hoy retiran.

Ahora colocan el nuevo, que estará cubierto hasta la semana próxima, cuando tenga su develamiento oficial. Pero, como el hecho nos agarró por sorpresa, le pedí a mi amigo, el doctor Abel Tobías, quien acababa de salir de la zona roja, que tomara las fotos con su celular, mientras indagaba sobre el autor y la obra. Pues se trata de una de las pinturas más conocidas de Giuseppe Cominetti (Salasco, 1882– Roma, 1930): Venus o El nacimiento de Venus, concluida en 1913, en París. Es la imagen que nos acompañará en los próximos días.

Hoy, al fin, salió de alta el marine. Por sus propios pies. Lloró de la emoción y le agradeció a su médico cubano. La cifra sigue creciendo. Pronto tendremos que organizar una puesta al día del Árbol de la Vida.

P.D. La primera foto, tomada con mi cámara, es del cuadro anterior y su autor es Carlo Fornara. Las otras tres, captadas con un celular, son del momento en que se instalaba la nueva pintura, esta vez de Guiseppe Cominetti.

Dos nombres grandes entre la rutina

Martes 16 de junio

El tiempo en estos días es un enanito que juega a las escondidas. Lo rutinario establece un orden: desayuno, almuerzo y comida en el hospital. Entre unos y otros, médicos y enfermeros que entran y salen de la zona roja, que llegan de la residencia o salen a descansar, que se reúnen en las tardes a discutir los casos más complejos o a estudiar lengua italiana; pacientes dados de alta, trasladados de hospital o que llegan al nuestro. Lo rutinario se vuelve invisible; no hay manzanas en el suelo, hay que sacudir el árbol para poder escribir. Casi todos los días termino cerca de la medianoche. El día se esfuma. Eso es bueno, pero es agotador.

Hace rato que quiero señalar algunos datos históricos relacionados con Turín. El amigo Luis Toledo Sandé me había regalado uno realmente importante: en 1905 Gonzalo de Quesada y Aróstegui publicó en esta ciudad el tomo de las Obras Completas de José Martí que convertía en libro, por primera vez, la colección de textos de La Edad de Oro. Desde entonces, esa revista se publica en formato de libro. Y, en una nueva edición por supuesto, fue mi regalo para el hijo de Michele, que este domingo cumplió seis años. Precisamente, ese día conversamos con algunos de sus amigos alpinistas —deporte muy practicado en esta zona de Italia, que tiene a los Alpes como frontera natural con Francia y Suiza— sobre un lugar al que tendremos que ir todos: el pico Fidel Castro.

Resulta que en uno de sus muchos viajes a Cuba Michele trajo una tabla de caguairán en la que encargó que se esculpiera el nombre de Fidel. Es tan fuerte esa madera —como su espíritu—, que en la aduana pensaron que transportaba algún tipo de metal. En el primer aniversario de la desaparición física del Comandante, la subieron al Monte Arpone, que se encuentra encima del llamado Colle de Lys, donde en 1944 se produjo uno de los enfrentamientos más sangrientos entre los partisanos de la Brigada Garibaldi (comunistas) y las tropas fascistas. Los alpinistas subieron a uno de sus picos el día antes, para identificar una roca lo suficientemente limpia y lisa. Hasta allí llegó después un grupo de jóvenes de la Aicec (Agencia para el Intercambio Cultural y Económico con Cuba), de la Asociación de Amistad Italia Cuba del territorio y de la Brigada Gino Doné, e instaló la tabla. Una vez hecho esto, pidieron a las alcaldías de los alrededores que reconocieran el topónimo, lo cual ocurrió. Desde entonces, el pico lleva su nombre.

Descubrí también en estos días una tarja curiosa. En un edificio de la Plaza Carlina vivió entre 1913 y 1920 el entonces estudiante Antonio Gramsci. El inmueble es del siglo XIX y hasta 1890 fue llamado Albergue de la Virtud, porque en él se capacitaban en diferentes oficios los jóvenes pobres de la ciudad. Nada que ver con lo que es hoy: un lujoso Hotel de la cadena NH. Después de un día caluroso, de mucho sol, ha vuelto a llover en la tarde y, más que refrescar, ha traído de vuelta el frío.

Así, Cuba nos sostiene

Lunes 15 de junio

Se fue la mitad de junio. Todavía algunas personas me preguntan si estoy en Cuba. Creen que pertenezco a la brigada de Crema y no a la de Turín. Es lo mismo. Siempre estoy en Cuba, uno no elige dónde estar; estamos todos en Cuba, aunque estemos en Turín. Algunos días, la sensación es física; cuando sale el sol y quema por una o dos horas; y uno abandona, temerariamente, el abrigo en el cuarto. Otros, nos volvemos invisibles, aunque nos vean, dejamos de ser este cuerpo abrigado que recorre una y otra vez el camino de ida y vuelta del hospital a la residencia. Estamos allá, con nuestros hermanos de Crema. Así, Cuba nos sostiene, porque es ella la que bombea nuestro espíritu solidario: mientras Italia (llámese Piamonte o Mundo) nos necesite, aquí estaremos, lejos de la Patria, de nuestros amores.

Pero los brigadistas andan muy ocupados hoy. Sentados junto a sus pares italianos más jóvenes, frente a las computadoras del hospital, extraen los datos médicos que necesitan para sus ponencias; son inteligentes, ávidos de crecer y han hecho buenas migas con los doctores cubanos de más experiencia. El viernes será la Conferencia Científica. Otros acá, sin embargo, salen de vacaciones. Pero son pocos. Los cubanos se exponen todos los días, y reciben a cambio el cariño y la gratitud de sus pacientes. No hay premio mayor. Hay una nueva generación de médicos y voluntarios italianos que, si alguna vez lo necesitáramos —estoy seguro—, irían a Cuba a ayudarnos, a riesgo incluso de sus vidas. Pero los esperamos mejor como amigos que llegarán de vacaciones, cuando no corra peligro vida alguna.

Un mundo más solidario es posible

Domingo 14 de junio

Esta es una reflexión de domingo. Y es mi homenaje al médico guerrillero Ernesto Che Guevara en su cumpleaños. El 19 de agosto de 1960 le decía a los primeros estudiantes de Medicina de la Revolución triunfante: “(…) yo había viajado mucho —estaba en aquellos momentos en Guatemala, la Guatemala de Árbenz— y había empezado a hacer unas notas para normar la conducta del médico revolucionario. (…) Entonces, me di cuenta de una cosa fundamental, para ser médico revolucionario lo primero que hay que tener es revolución. De nada sirve el esfuerzo aislado, el esfuerzo individual, la pureza de ideales, el afán de sacrificar toda una vida al más noble de los ideales, si ese esfuerzo se hace solo, solitario en algún rincón de América, luchando contra los gobiernos adversos y las condiciones sociales que no permiten avanzar (…)”. Lo primero que quisiera advertir entonces es que la solidaridad no es un lujo en una Revolución: es su esencia. Y si no se desborda, si no se expresa lo mismo dentro que fuera de sus fronteras, no es solidaridad, ni es Revolución. Ahora bien, ¿cómo se expresa?

He tenido el privilegio de acompañar a los trabajadores cubanos de la salud por Centroamérica, Haití, Venezuela, y los países de África Occidental que padecieron la epidemia del ébola. Pocos países pueden como Cuba movilizar en horas a decenas de excelentes médicos y enfermeros, y ubicarlos en zonas de desastre, sin condiciones ni pagos extraordinarios. Ello se debe a la vocación de servicio que sustenta la formación de nuestros trabajadores de la salud, y a una tradición forjada desde los primeros años de la Revolución, que pesa y encuentra apoyo en la sociedad, para la cual el internacionalista es un héroe. Como tales fueron recibidos en Cuba los valientes que viajaron en 2015 a los países de África Occidental para combatir la epidemia del ébola, y los que regresaron hace unos días de Lombardía, donde estuvo por unas semanas el epicentro mundial de la pandemia de COVID-19.

No tengo que explicar a los lectores cubanos que la participación de sus médicos y enfermeros es absolutamente voluntaria. Hay profesionales de la salud muy competentes en Cuba que nunca han participado en ninguna misión solidaria, y gozan de prestigio profesional. Ello es posible, en primer lugar, por una razón matemática: Cuba posee el mayor número de médicos per cápita del mundo: 8,4 por cada mil habitantes. En 2018 estaban inscritos en el país 95 417 médicos, según refiere el Anuario Estadístico Nacional en su capítulo sobre la Salud Pública.

¿Cuáles son las características de esa colaboración? El médico cubano no es ni se siente parte de una clase social superior a la de sus pacientes ni necesita pertenecer a ella para ser respetado; se sienta a la mesa pobre de cualquier campesino o indígena, lo toca con sus manos sin desagrado, está dispuesto a realizar si es necesario cualquier tipo de trabajo, incluso físico, ajeno a sus funciones habituales; educado en una sociedad compartidora, ve a su paciente como su vecino.

La medicina cubana acumula una larga experiencia en dos rubros importantes: la prevención de salud en la comunidad, de una parte, y el enfrentamiento a epidemias y eventos meteorológicos inesperados, de la otra. Esos son precisamente los rubros más necesarios en cualquier caso de emergencia sanitaria. Ha desarrollado el método clínico, en parte por las limitaciones tecnológicas que el bloqueo estadounidense impone, y en parte por convicción. Todo médico cubano al graduarse realiza por lo general una primera especialidad en Medicina General Integral (Médico de Familia) antes de iniciar los estudios de una segunda especialidad. Que mire más al paciente en su contexto de vida, y se interese por evitar la enfermedad antes que por curarla, son sus fortalezas. No son médicos aislados los que viajan. No son simples brigadas o contingentes. Detrás de todos ellos hay un Estado, como pedía el Che. La voluntad política es decisiva.

Pero los médicos y enfermeros cubanos no se inmiscuyen en la política local ni hacen proselitismo político; se relacionan, por el contrario, con todo aquel que facilite el desarrollo de las políticas de salud, respetan sus creencias y credos, atienden a cualquiera que lo necesite o solicite —aunque la ubicación de sus puestos médicos se halle en los lugares más desprotegidos—, a contendientes locales de un bando o de otro. En pueblos pequeños o muy aislados se alían a los líderes religiosos (sacerdotes, pastores, imanes, curanderos, etc.), y ofrecen sus orientaciones epidemiológicas a la población en el local donde estos ejercen o en compañía de ellos. Colaboran con médicos u ONG de cualquier otra nacionalidad. No existe rivalidad, porque el objetivo primario es salvar vidas.

Es la primera vez, después de más de cinco décadas de ir y venir por el mundo, que un país de la vieja Europa, del Grupo de los 8, solicita ayuda a Cuba. Con la diferencia temporal de unas pocas semanas, arribaron a Italia dos brigadas, una a la ciudad de Crema, en Lombardía; la otra a Turín, capital de Piamonte. También arribó una brigada al pequeño Principado de Andorra. La experiencia ha sido extraordinariamente enriquecedora. La pandemia ha posibilitado que los ciudadanos de este planeta llamado Tierra nos reconozcamos como seres humanos, antes de que como nacionales de uno u otro país; que comprendamos que debemos en lo adelante andar juntos. No fueron paradójicamente los ricos los que ofrecieron esa ayuda, sino los “pobres”. Como me dijera Alessandra Monzeglio, jefa de enfermería y administradora del hospital COVID-OGR de Turín: “que las personas que tienen menos que uno sean las más dispuestas a ayudar es algo que nos tiene que hacer reflexionar”.

No dejemos pasar este momento histórico: que la muerte, la enfermedad y el imprescindible confinamiento, que los problemas económicos que se derivarán de ellos, afiancen la certeza de que es posible construir un mundo más solidario. Hagámoslo realidad. Los seres humanos dependemos de otros seres humanos. Ningún país, por fuerte que sea o parezca, puede vivir aislado.

Otro mundo posible

Sábado 13 de junio

Hoy se cumplen dos meses de haber llegado a Turín, a Italia. Cada hora, cada día, cada semana, pesan en la mochila de la nostalgia. Pero el movimiento hace más llevadera la carga. Y no hemos dejado de movernos, de hacer, que es el verbo de la solidaridad. Hoy se cumplen dos meses de que escribo, sin faltar un día, estas pequeñas crónicas, estos perfiles humanos, con mayor o menor suerte, cuyo único propósito es que sientan también el orgullo que siento al acompañar a estos cubanos. Son apuntes reflexivos sobre el descubrimiento de dos mundos, que viven solapados en uno. Y de otro posible, que está naciendo.

Ayer, por ejemplo, el doctor Miguel Acebo, neumólogo, disertó frente a los médicos italianos del hospital y otros que vinieron solo para escucharlo. El tema revela la esencia, y también la diferencia de la medicina cubana: “Semiología del sistema respiratorio”. La semiología o semiótica médica estudia los síntomas, las señales del cuerpo humano que permiten, a partir del examen físico, evaluar e interpretar la existencia de una enfermedad. Como expresó el doctor Alessandro Martini al finalizar la conferencia, los médicos italianos sobreestiman la tecnología, y algunos ni siquiera auscultan o tocan al paciente, sustentan sus criterios en imágenes tomográficas y ultrasonográficas. Es cierto también que en Cuba el bloqueo impide que tengamos esos modernos instrumentos tecnológicos, pero la carencia la hemos convertido en virtud. No subestimamos la tecnología, y los nuestros han aprendido rápido a utilizarla, pero seguimos un criterio básico: no hay enfermedades, hay enfermos. La dirección del hospital nos ha solicitado otra charla para los próximos días, esta vez sobre endocrinología, que estará a cargo del doctor Maurio González.

El viernes 19 de junio se cumplirán los dos meses de haber sido puesto en funcionamiento este hospital, que todavía mantiene a 40 pacientes ingresados y a ocho en terapia. Ese día se efectuará, a iniciativa de la Brigada Médica Cubana, un Foro Científico. Los muchachos se preparan con ahínco, y los trabajos se presentarán de conjunto con médicos italianos. Este evento será de alguna manera el colofón de todo el esfuerzo realizado en estos dos meses. No se circunscribe a la actividad hospitalaria: la brigada ha brindado su apoyo a un Dormitorio de mujeres “en situación de calle”, como eufemísticamente lo llaman, y a la concepción de parques infantiles epidemiológicamente protegidos. Ha visitado también, en funciones médicas, las casas de algunos pacientes de alta. Hasta ahora están previstos 11 trabajos científicos por la parte cubana. El doctor Julio Guerra ofrecerá ese día una conferencia sobre los resultados de la Brigada Henry Reeve en Turín, que comenzará con un recuento de su historia, y expondrá el aporte de Cuba al combate de la pandemia en el mundo. Se prevén otras dos conferencias: una del doctor Sergio Lavigni, sobre los resultados del Hospital, y otra de un infectólogo reconocido de la Región sobre la evolución de la pandemia en Piamonte y su estado actual. Han sido invitadas relevantes personalidades de la ciencia y la política regionales.

Hoy, en la noche, un grupo de médicos jóvenes italianos quiso hacernos un regalo: compraron 70 pizzas, auténticas, deliciosas, que compartimos en el hospital. Vinieron también sus directivos, algunos incluso con sus familiares.

“Me siento muy orgullosa de ser cubana”

Viernes 12 de junio

Su risa es sonora, franca, abierta como el mar que vive en ella. Iliana Jiménez Calá es una mulata jacarandosa, que el clima y las costumbres del norte de Italia encierran en la horma equivocada de un zapato. “Cuando llego a Cuba ―me dice―, vuelvo a ser yo, hablo más alto, gesticulo, me río mucho”. Se graduó de la ENA y luego del ISA, como licenciada en Música, con especialización en dirección coral. Fue una de las doce fundadoras del coro Exaudi, y profesora de la Escuela Nacional de Música. Pero en 1998 recibió una beca para estudiar música vocal de cámara en el Conservatorio Giuseppe Verdi, de Turín. Era un sueño largamente deseado. Allí obtuvo la licenciatura en esa especialidad, y conoció a quien es, desde entonces, su esposo.

“Cuando iba al Conservatorio ―cuenta la Cecilia Valdés de aquellos días― tenía que pasar frente a su negocio, y según me dijo después, se sentía atraído por esa muchacha que iba y venía todos los días. Hasta que me preguntó y empezamos a conversar. En cuanto supo que estudiaba música me invitó al Teatro Regio, uno de los más importantes de la ciudad. Esa fue nuestra primera salida. Me llevaba a los museos, a los teatros. Y me conquistó. Fue entonces que decidí estabilizar mi vida aquí”.

Su carrera profesional sufrió, desde luego. El mercado impone sus leyes. Es una intérprete libre, a la que contratan los interesados; pero su especialidad establece marcos precisos: música vocal de cámara, esencialmente del siglo diecinueve, dominado por las escuelas alemanas y, por lo tanto, casi siempre cantado en ese idioma. “Puedes estar estudiando cien años y, al final, no eres reconocida ―reflexiona―, y sin embargo, si te presentas en un programa de televisión, con una música más comercial, ya eres famosa. Es una pena, porque existen muchos buenos músicos. Aquí fue donde se inventó todo, la tradición del canto lírico se conserva, pero no es una prioridad para el gobierno. Las orquestas sinfónicas se pagan mal; un médico, un arquitecto, un abogado, están mejor pagados en Italia que un músico. Y nosotros estudiamos tanto como ellos, en cierto sentido nos pasa como al deportista, tenemos que entrenar todos los días. Es un músculo que tiene que ejercitarse. Y no son cinco minutos, es como mínimo una hora, no podemos parar. Tienes que practicar no solo la música, sino el idioma, la pronunciación. Y prepararte. Hay temas: el amor, la naturaleza, las flores, la pareja, la luna, el sol, las estaciones, y hay que leer sobre ellos, y solo después pasar a la música. Es cuando escoges el programa y empiezas a ejercitarte, para llegar al final, que es el concierto. Es algo que necesita mucho estudio y no se nos retribuye debidamente”.

Con su esposo, se inventó el Centro de Estudios Italia Cuba, para estar más cerca de la Isla, para difundir su cultura en todas sus manifestaciones, no solo la música, sino la literatura, el cine y las artes gráficas, y acabar con los estereotipos que la definen: el ron, la mulata, el tabaco… “La Cultura también es Revolución”, afirma convencida. “Yo extraño mucho, mucho, mucho a Cuba, porque vivo en el norte de Italia, que es un país frío, y a mí me gusta el sol… cuando voy a Cuba soy otra persona, aquí vivo muy concentrada en el estudio, en el trabajo. Necesito la relación con las personas, el cubano tiene algo que no te hace sentir triste. En fin, extraño la comida, la playa, la familia… En algún momento regresaré a Cuba, él lo sabe. Mi esposo es un hombre del sur de Italia, aunque vive desde muy niño en Turín y está acostumbrado a relacionarse más con la gente”.

Su Centro se alió en 2019 a la Casa Editora Abril, presentó sus libros en el Salón de 2019 en Turín y la editorial cubana los invitó a la Feria del Libro de La Habana, en febrero de este año. Los amigos enviaron mensajes advirtiendo del riesgo de regresar, pero no lo tomaron en serio. Al llegar, comprobaron con horror que la pandemia era realmente mortífera. “Al principio todo esto ocurría en Milán, no pensábamos que llegaría a Turín. Veía cómo la cifra de muertos crecía por día, a las doce eran cincuenta muertos y a las seis de la tarde ya eran cien, y a las diez de la noche eran doscientos. Parecía imposible. Me impactó mucho ver por televisión el desfile de los carros militares que después de las doce de la noche trasladaban los cadáveres en silencio; como no había capacidad para cremar a tantos muertos, los llevaban para otras ciudades. Aquello me devastó. Me dije: ay, si yo pudiera hacer algo. Pero, ¿cómo? No podía salir de mi casa”.

Entonces llegaron los médicos y enfermeros cubanos a Turín. “A los pocos días me llaman porque había necesidad de intérpretes. Mi esposo tomó el recado, nos miramos a los ojos, y dije: sí. Tomamos nuestras medidas de protección en la casa, dormimos en cuartos separados. Tuve que inscribirme en la Cruz Roja y pasar un pequeño curso para voluntarios. Llegué y parecía una niña en su primer día de escuela. Los compañeros que ya estaban me explicaron lo que debía hacer. A los pocos días me preguntaron si estaba dispuesta a entrar en la zona roja, para traducir a los médicos. Eso mi esposo no lo sabía. Llegué a la casa y le dije, hay esta situación. Nos miramos a los ojos y le dije, yo voy. Entré una vez, fue una emoción tremenda. No he entrado más, no ha hecho falta, pero estoy aquí”. Nos interrumpe la llegada de un médico cubano. Se levanta y le toma la temperatura. Entonces ella, que es toda risa y cordialidad, se torna seria:

“He cambiado mucho. Tengo que decírtelo: he cambiado mucho. Esto probablemente no es bueno que lo diga, pero lo tengo que decir: he cambiado humanamente, porque para mí ha sido una sorpresa. Yo estaba acostumbrada a ir a los hospitales solo si tenía un dolor, algo, nunca había tratado a médicos especialistas. Para mí, que vivo ya hace más de veinte años aquí, fue una sorpresa. Las pocas veces que he ido a un hospital la relación ha sido muy distante, ¿qué tú tienes? este es el tratamiento, adiós y paga. Verlos a ellos, en una situación tan difícil, dispuestos a todo, sin mirar si eres rico o pobre, sin pensar en lo que tienes que darme por estar aquí, que vienen a salvar vidas, eso me ha cambiado. Empecé a ver las cosas de otra manera, me ponía en la piel del enfermo y en la del médico, empecé a ver la gran disposición de esos hombres, su gran profesionalidad, eso también, de manera inconsciente, me dio seguridad, porque me dije, sí, si a mí me pasa algo, sé que voy a estar en buenas manos, sé que ellos harían de todo por salvarme. He crecido humanamente. Cuando traduzco en las reuniones de especialistas que se hacen todos los días, veo cómo tratan también el aspecto sicológico del paciente, veo los problemas que existen en las familias, eso también te cambia. Me siento muy orgullosa de ser cubana”.

Dos realidades y conceptos distintos

Miércoles 10 de junio

El concepto de “vida salvada” no es idéntico al de “paciente de alta”. Si un enfermo sufre un infarto —para poner un ejemplo obvio— y la rápida y eficiente intervención de los médicos logra que se estabilice, se ha salvado una vida. Pero ese paciente no sale al día siguiente de alta. El procedimiento indica que permanezca en terapia durante un tiempo prudencial, en correspondencia con la evolución de sus parámetros. Por lo general, cuando un paciente sale de alta, se ha logrado algo más que su inmediata salvación: el enfermo se ha recuperado y puede regresar a su hogar, aunque siga su tratamiento en casa.

Hay otro tipo de caso: el del paciente con una enfermedad terminal o crónica, curado de alguna situación grave que hacía peligrar su vida de manera inmediata, como la Covid, y es devuelto a su casa, para que siga allí su rutina médica, rodeado del cariño de los suyos. Los cien pacientes dados de alta en nuestro hospital son enfermos de Covid totalmente recuperados, cuyas enfermedades de base, o las llamadas oportunistas (que en la sociedad y en la biología se parecen), han podido ser estabilizadas. No todo paciente de alta es una vida salvada; no toda vida salvada es un paciente de alta.

En el mundo moderno —o posmoderno, no sé— sucede a veces que el anciano recuperado de Covid no tiene a dónde regresar. Puede ser que la familia —casi siempre sus hijos—, no puedan o no quieran hacerse cargo de él. Es duro e intuyo, aunque no tengo el derecho de juzgar a nadie, que el poco apego de una parte y de la otra, la crisis de la economía —individual y colectiva—, que ya existía y que la pandemia ha profundizado, sean obstáculos insalvables. Dicen que tener a una enfermera en casa, mientras los familiares trabajan, puede costar hasta mil euros mensuales. Dejar de trabajar para atender al incapacitado, no es una solución. En el Hospital de Covid, la atención es gratuita, así que mientras más tiempo permanezca allí, mejor para los familiares. No puedo asegurarlo, pero existe la creencia de que los italianos del sur son más apegados a la familia que los del norte, tal como, supuestamente, son los latinoamericanos. Quizás sea solo un cliché, también con respecto a nosotros.

Lo cierto es que hay por lo menos siete u ocho pacientes en el hospital que ya podrían regresar a sus hogares. Otros tantos demoraron en salir, porque habría que gestionar lo que aquí llaman “una estructura”, es decir un lugar (hogar de ancianos, centro hospitalario para casos crónicos), que los acoja. Algunos claman porque no los “echen”. Tienen dos tampones negativos, y son tratados únicamente por sus enfermedades crónicas, ya estabilizadas. No voy a exponer sus nombres. Son seres humanos todos, hijos y padres, familiares y enfermos, necesitados, expuestos ya al rigor y los peligros de la sociedad que nos exige, a veces, comportamientos extremos.

Pero hay otros ejemplos. Ayer, mientras corríamos tras el alta número cien y colocábamos la cinta en su honor, pocos advirtieron que un señor esperaba en la zona verde del hospital con un pastel envuelto en sus manos. Su padre cumplía ochenta y nueve años. Estuvo al borde de la muerte; él sí es una vida salvada. Pero no está listo para salir, por razones médicas. Roberto, el hijo, había entrado ya una vez a la zona roja y fue autorizado a entrar de nuevoe. “Los epidemiólogos cubanos me visten con todo rigor”, dice confiado. Quiere llevárselo pronto a casa, pero mientras, habla con él por el celular, se mantiene al tanto y lo visita.

La paciente curada número cien

Martes 9 de junio

Se llama Elena Pinzario y es rumana. Es la paciente de alta número cien. Tiene cincuenta y dos años, no padece de ninguna enfermedad, salvo que la Covid le produjo lesiones isquémicas en el intestino delgado. Le hicieron una ileostomía, la cual debe repararse a partir de los seis meses, en dependencia de su evolución. Su herida quirúrgica fue curada hasta que cerró por completo. Los exámenes complementarios evolucionaron bien. Se adaptó a la dieta inicial, pero ya la tiene libre.

Su esposo y sus dos hijos la esperan en casa. Solo que la casa no está en Italia. Hace apenas dos días su mamá falleció, eran las 2:30 de la tarde. Eso lo sabe con exactitud su médico —el joven cirujano cubano Luis Miguel Osoria Mengana, de treinta años de edad—, porque ella se lo dijo unos minutos después por WhatsApp.

─ ¿Ustedes se escribían? ─le pregunto a él.

─ Sí, cuando yo estaba fuera de la zona roja me escribía, me decía si se sentía bien o mal, me preguntaba cuando tenía dudas o me pedía que entrara si creía que era necesario que la viera, me enviaba fotos.

Es operadora sanitaria (auxiliar de enfermería) y vivía en un apartamento que alquilaba junto a una compañera de trabajo. La pandemia, paradójicamente, le había ofrecido una posibilidad de trabajo en su vecina Italia. Pero enfermó de Covid. La traen en silla de ruedas hasta la puerta y cubanos e italianos la fotografiamos. Sabe que es la paciente recuperada número cien y saluda, emocionada. Entonces aparece Luis Miguel, lo abraza y dice: “¡Este es mi médico cubano!”.

Una hora más tarde cumplimos el rito, esta vez bajo una impertinente lluvia. La madre de Michele ha confeccionado una cinta blanca especial, algo más grande, con un cien bordado en rojo. Ella fue la que preparó la tela que dio la bienvenida a la Brigada Henry Reeve en el Aeropuerto de Turín; la recortó de su juego de cama nupcial, un regalo de bodas. Los doctores Sergio Lavigni, director del Hospital y Julio Guerra, jefe de la Brigada cubana, colocan la cinta.

No es el final, sino un nuevo comienzo. Una brigada se ha ido y estamos más solos ahora, pero seguiremos peleando aquí, en Turín; si hay cura para la pandemia, tendrá que haber cura para este mundo loco.

Un vuelo de deber cumplido

Lunes 8 de junio

Están más silenciosos que de costumbre. Parecen concentrados, son los últimos minutos de un tiempo en sus vidas que no olvidarán. La cola para el despacho aéreo avanza con rapidez. El aeropuerto de Malpensa en Milán no está operando al máximo de su capacidad y el vuelo, aunque lleva algunos pasajeros ordinarios, está destinado a ellos. Cuando nos cruzamos, me saludan y entonces advierto la sonrisa en sus ojos; es de complicidad. Saben que yo sé. Sí, hay sentimientos encontrados.

Para el doctor Fernando Graso Leyva, —especialista en medicina intensiva y emergencias— de veintiocho años, esta fue su primera misión internacionalista. Lo miro y comprendo que tiene cosas que decir:

Italia nos deja mucho: su hospitalidad, el recuerdo de las bellas personas que conocimos, pero, sobre todo, nos deja un sentimiento profundo de humanidad. Nos ha demostrado que hay personas buenas, con ideales firmes, en todo el mundo; nos hemos topado con los excelentes profesionales y con la gente sencilla del pueblo. Para mí, que soy joven, ha sido una experiencia extraordinaria de la que pudiera hablarte durante días, y va a marcar mi vida. Habrá un antes y un después, para los médicos que estuvimos aquí y para la medicina cubana. Porque arribamos a un lugar del Primer Mundo donde existía toda la tecnología, todos los medios de diagnóstico y supimos llegar con nuestros conocimientos y ponernos a la par de los médicos italianos. Es algo que fue reconocido por ellos mismos.

Aunque no se supone que pregunte esto cuando se está por concluir una misión, quise saber cuánto ha calado en él esta primera aventura solidaria.

─ ¿Estarías dispuesto a cumplir otras misiones?

─ Sí —respondió de inmediato—. Yo creo que esto ha sido solo el inicio, iré a donde sea útil, lo mismo fuera que dentro del país. Siempre podrán contar conmigo.

Su opinión no es resultado de la edad, o de su poca experiencia internacional. En el otro extremo de la cuerda se halla el sabio Leonardo Fernández, con seis misiones a sus espaldas y sesenta y siete años de vida. Cuando pregunto cómo recordará a Italia, su respuesta es inmediata:

¿A Italia? Con mucho cariño. Solo he conocido dos pueblos tan agradecidos: el paquistaní, ¿te acuerdas? que nos despidió con tanto amor, y el italiano. Creo que se produjo un fructífero intercambio de saberes, el aprendizaje por parte nuestra de la tecnología, y el aporte que dimos en lo humano, que ellos recibieron bien. Regreso muy satisfecho y mientras tenga fuerzas y vida, y me llamen, ahí voy a estar.

Finalmente, todos han despachado y pasamos a la sala de espera, donde se hará el último reconocimiento. La sala es nuestra. Se apartan algunas hileras de sillas y los brigadistas cubanos se sitúan de frente a los cristales que nos separan de la pista. Sostienen las banderas de Cuba y de Italia y el estandarte de la brigada. De un lado, los italianos despliegan su banderola de la Amistad, que tiene casi tantos años como la Revolución cubana. Allí está Irma Dioli, la presidenta de la Asociación. Del otro, están los cubanos que viven aquí, entre ellos el pintor Ascanio, que trae un regalo especial para los que regresan: una pintura suya alegórica a la colaboración cubana. He leído los comentarios de esos emigrados en mi perfil cuando escribo sobre los enfermeros y médicos cubanos de Crema, en Lombardía; o de Turín, en Piamonte. Creo que estas brigadas nos hacen sentir de una manera especial el orgullo de ser cubanos, a todos, dondequiera que vivamos.

Justo delante del cristal se colocan Alan Cristian Rizzi, subsecretario de Relaciones Internacionales del Gobierno de Lombardía y José Carlos Rodríguez, el embajador cubano. Pero este no es el recuento noticioso del hecho, apenas soy un privilegiado observador. Hay palabras de agradecimiento y de felicitación por parte del funcionario lombardo y del diplomático cubano. Hermosa la despedida del doctor Carlos, jefe de la Brigada en Crema, quien habló a nombre de la Cuba solidaria que nos enaltece:

Quiero agradecer a la Región de Lombardía por la acogida que tuvimos en Italia; a la ciudad de Crema, por la hospitalidad, por todo el cariño que nos dieron sus pobladores. Quiero reconocer también la labor del personal de la salud, a todos los médicos y enfermeros que trabajaron con nosotros y permitieron que se cumpliera el objetivo por el que vinimos. Gracias también a los activistas de la solidaridad con Cuba, que siempre estuvieron a nuestro lado, al tanto de nuestras necesidades y preocupaciones. Hoy solo nos resta darle las gracias a Italia por habernos permitido venir a ofrecer nuestro modesto esfuerzo para salvar vidas, para cumplir el compromiso que tenemos con la Humanidad.

Ha concluido el tiempo. El embajador y el subsecretario van hasta la escalerilla del avión, en un último abrazo simbólico, y luego suben a la nave. Los brigadistas ocupan los asientos finales. El capitán del vuelo dice unas palabras de agradecimiento. Hasta allí hemos ido.

Sé que están exhaustos, que la tensión de los días vividos ahora empieza a derramarse en sus cuerpos. Sé que ansían reencontrar a sus familiares, a sus amigos, aunque tendrán que cumplir con el rigor de la cuarentena. En la vida no hay pausas. Cuba, que —ellos lo saben— ha estado atenta a sus logros, orgullosa de su entrega, se prepara para recibirlos. Escucharán los merecidos aplausos que el pueblo les tributa y, en unos días, ellos también aplaudirán a otros valientes. No hay pausa. Regreso a Turín, con mi brigada. Se ha tardado el paciente número cien en salir de alta. Pero los médicos y enfermeros del hospital Covid-OGR de Turín no cejan en su empeño de salvar otras, muchas vidas. Es su homenaje a los de Crema, a la hermosa historia de la solidaridad cubana; es su modesta contribución, como lo fue aquella que hoy finalizó, a la construcción de otro mundo posible y necesario.

Léster Cabrera Chávez, un cubano que da vida aquí y allá

Domingo 7 de junio

Frente a mí tengo a un hombre más bien bajito, que disimula la calvicie con un pelado casi al cero, un hombre de mirada honesta (es lo que puede decirse en tiempos de nasobucos), y decir y andar pausados. Su nombre es Léster Cabrera Chávez, de 47 años, Licenciado en Enfermería y Máster en Urgencias Médicas. Aunque es oriundo del municipio de Yaguajay, vive y trabaja en Sancti Spíritus. Padre de unos gemelos varones de 4 años. Su compañera es Auxiliar de Enfermería en el Hospital de Sancti Spíritus. Tiene dos misiones, una en Jamaica, de 2008 a 2013 y otra en la Patria, pues prestó sus servicios en la Prisión de Sancti Spíritus, por un año. Ha sido profesor de Emergencias durante 16 años.

Léster Cabrera Chávez, de 47 años, es Licenciado en Enfermería y Máster en Urgencias Médicas.

“Llevo 20 años en el SIUM, y nunca se me ha muerto un paciente. Sé clasificar, sé medicar, sé tratar, y hasta ahora, por suerte o por sabiduría, nunca ha pasado nada. Siempre precavido. Trabajamos con enfermos o situaciones graves, no solo con personas mayores, a veces son niños o mujeres embarazadas, pacientes de todo tipo, enfermos de cualquier edad. Somos intensivistas, emergencistas, y los pacientes esperan ser salvados; hay infartos, hemorragias, trombosis, a veces vamos sin médicos en las ambulancias y nosotros los asumimos. Hoy en día hay médicos, pero no para todos los carros de emergencia. Yo habitualmente trabajo sin ellos, también porque soy especialista.

Todas las patologías que trasladas en el carro son efímeras y difíciles. Pero la más difícil es el infarto, porque los infartos son multicaras. Y todas las patologías de arritmia no son iguales, el tratamiento no es el mismo. Para nada es un secreto que la cardiología es difícil, pero dentro de ella está la arritmología. Son médicos que atienden la arritmia cardiaca. Yo lo estudio todo, pero lo que más estudio es eso, porque un infarto te mata al paciente en un segundo. Y si no sabes leer un electro, se va. Cuando es una llamada de un centro médico, no hay problema, porque siempre hay un doctor, pero muchas vienen de la calle, y tienes que escuchar lo que dice el acompañante que en ese momento está nervioso por el susto, aunque la mayoría de las veces lo que el familiar alega es verídico, y tienes que actuar rápido.

Tenemos en el SIUM solo diez minutos de reacción, en lo que se monta el chofer y te vistes, solo diez minutos, yo generalmente en cinco minutos ya estoy saliendo. Me gusta mi trabajo. Y hasta que Dios quiera lo voy a hacer. Hay ambulancias convencionales, en las que solo va el chofer, el paciente no requiere ni enfermero ni médico; está la ambulancia intermedia, que lleva de todo menos el ventilador artificial mecánico, y está el carro de emergencia que tiene de todo, es una terapia sobre ruedas. Yo trabajo en uno de esos carros, tenemos 6 en la Provincia.

Esto que hago aquí se diferencia bastante de lo que habitualmente hago allá, pero los equipos de ventilación en todo el mundo son iguales, aunque tienes que adaptarte a la técnica, al desarrollo, porque aquí los ventiladores son muy modernos, el sistema de aspiración de aquí no es igual al cubano, pero nos adaptamos rápido a la técnica nueva. Solo tienes que enfocarte en lo que tú sabes. El equipo lo manipulas a tu forma. Porque aquí nada es igual a lo de allá. Me refiero a la tecnología por supuesto, las patologías son iguales.

Yo pienso que esto se puso tan malo porque al inicio no trataban la patología de base, y desde que llegamos lo hemos hecho, porque esa es la que te puede matar, es la complicación. Pero estamos preparados. No yo, de los que estamos aquí, cualquiera. Y no los que están aquí, sino cualquiera de los que quedaron en Cuba. Porque otros pudieron haber venido por nosotros a cumplir esta misión, que para mí es honrosa.

Estamos aquí, con la preocupación de que dejamos a la familia en casa, ya viste lo que me pasó con el niño, que se cayó por una escalera hace tres días, uno de los jimaguas, estuvo ingresado, le hicieron una tomografía, sin problema, ya está bien, pero fueron horas difíciles desde que mi mujer me lo dijo hasta que pude hablar por teléfono con ella. He hecho muchos amigos aquí. Esta es una brigada compacta. Desde el hombre que no es del gremio, que es usted, y que además es mi vecino de piso, hasta los demás, todos de diferentes provincias. Esto será, lo está siendo, una experiencia única.”

No solo la pandemia es mundial, también lo es la solidaridad

Sábado 6 de junio

No se produjo hoy la salida número 100 como esperábamos. Y ya no habrá otra hasta el lunes. Un día complicado, porque estaré temprano en la mañana despidiendo a la brigada de Crema, que parte desde Milán hacia Cuba, y regresaré “volando” a Turín, para no perderme el segundo momento histórico del día. Michele se ofreció a llevarme y a traerme en su carro, un viaje de una hora de ida y otra de vuelta, aproximadamente.

Yanina Palacios es una joven argentina que nos ha apoyado como voluntaria desde el primer día y que ahora, sin dejar de ayudarnos como traductora y facilitadora, regresa a su trabajo de mesera en un bar.

Entretanto, quiero presentar a una de las muchachas de la “brigada” de apoyo, que desde el primer día y de manera voluntaria nos han servido como traductora y facilitadora. Su nombre es Yanina Palacios, es argentina, tiene 33 años (me lo dijo sin preguntarlo), y vive en Italia, desde hace 14. Supe que dedicaba todo el tiempo libre, que durante meses fue sencillamente todo el tiempo, a respaldar nuestro trabajo. Pero ahora el suyo, con el que se gana la vida, recomenzó. Viene en las mañanas, y se retira a las doce del día, cuando llega el relevo. Descansa algo en su casa, y entra a trabajar en el bar a las cuatro. Sí, trabaja en un bar, como mesera. “Estudié acá, una parte allá y otra acá, vine con una beca de estudios en el 2007, y después ya decidí quedarme” –me cuenta en la puerta del bar, a donde he ido a verla para entrevistarla, después de pedirle al dueño, un hombre del oficio, atento y conversador, que me concediera unos minutos con ella para la entrevista. Es un bar de estilo irlandés, habitualmente muy concurrido, aunque ahora la clientela apenas retoma los viejos hábitos. “Estudié economía, administración y gestión de empresas. No me desempeño en esa esfera por varios motivos: primero no me sentía bien en la empresa donde estaba, no me agradaba su ambiente de trabajo, después me quedé sin trabajo, y finalmente encontré este acá, y me fue gustando. Me siento bien en el bar, me gusta el contacto con la gente, es otra vida, es más difícil en algunos aspectos pero no me desagrada, aunque se complica llevar una vida normal, con los horarios que hacemos por la noche. En este período, después del confinamiento social, trabajamos hasta la una de la mañana. Antes terminábamos todos los días a las tres y media, abriendo a las seis de la tarde, y los fines de semana salíamos a las cinco de la mañana. Ahora abrimos a las cuatro de la tarde y cerramos a la una, por la pandemia, pero su horario normal es hasta mucho más tarde. Antes de cerrar limpiamos y ordenamos todo, para poder volver al día siguiente y que la apertura sea más rápida, sino tenemos que venir a las dos de la tarde”. El bar es pequeño, pero muy conocido en la zona. Sobre la barra hay billetes de muchos países, y dos de Cuba: uno de un peso, con la imagen de José Martí, y otro de tres, con el rostro del Che Guevara. “Vivo cerca de aquí, sola, en un departamento con una habitación, un living, un baño; alquilo mi casita. Es más difícil comprarse una, pero con el tiempo, voy a llegar…” ¿Por qué trabajas de voluntaria en el hospital? “Tengo un conocido que me dijo que necesitaban una mano, para ayudarlos a ustedes con el tema de la comunicación, y en aquel momento uno se sentía poco útil, estaba todo el tiempo encerrada, y nos vinculamos al hospital. Me dije, voy a ser voluntaria. Y encontré el trabajo bastante satisfactorio. Ahora voy un poco menos por el tema del trabajo, y solo puedo estar en las mañanas. Me he sentido bien con los cubanos, son gente de buena voluntad, que viene a hacer su trabajo, con una sonrisa todos los días a pesar del cansancio, es una buena experiencia, uno aprende siempre. Seguiré trabajando allí, un poco menos, obviamente. Pero es un compromiso entre comillas el que hemos tomado con ustedes y haremos el esfuerzo por llevarlo hasta el final. Ya dije que voy a planificar con mi madre para que vaya hasta Cuba y encontrarnos allá durante las próximas vacaciones”.

“Me siento bien en el bar, me gusta el contacto con la gente…”, comenta Yanina Palacios.


La pandemia ha revelado la existencia de una juventud deseosa de hacer cosas, de practicar la solidaridad, una juventud no explícitamente política, que la tragedia ha juntado, y que, de cierta forma, ha despertado. Hoy en la tarde ocurrió un hecho insólito en Turín. Más de dos mil jóvenes de todas las provincias de la Región de Piamonte se reunieron en la Plaza Castello para protestar contra el asesinato de George Floyd en Minnesota, Estados Unidos. La protesta sin embargo, incluía tópicos nacionales: hacer que Italia sea un país más inclusivo y que extirpe de sus leyes y comportamientos todos los vestigios racistas. Los jóvenes, vestidos de negro, se sentaron en la Plaza e hicieron silencio durante 8 minutos y 48 segundos, el tiempo que duró la agonía de Floyd. No solo la pandemia es mundial, también lo es la solidaridad. Este, es ya un solo mundo.

…100…

Viernes 5 de junio

Hoy es el día previo, ¿a qué? Pues hemos arribado, casi sin darnos cuenta, a los 99 pacientes dados de alta, sin fallecidos. Los directivos del hospital se aprestan a celebrar el centenar. Pusimos el Árbol de la Vida al día: casi veinte cintas blancas para completar las 99. Es tan inminente el acontecimiento —mañana recibirán el alta cuatro más—, que hoy trajeron un cake que había sido encargado para la ocasión, y juntos, cubanos e italianos, festejamos. Fue una sorpresa que preparó con esmero el doctor Alessandro Martini.

La felicitación escrita con merengue, como la de cualquier cumpleaños, dice: “…100… Gracias Brigada Henry Reeve”. Fíjense que pongo puntos suspensivos antes y después del número cerrado, así está escrito y Martini explicó el por qué en sus emotivas palabras: “los tres puntos iniciales reflejan el resultado que ya casi alcanzamos juntos, y los siguientes tres puntos, los que alcanzaremos en lo adelante, y en ellos, veo muchas cosas: los futuros pacientes, nuestra amistad, un viaje a Cuba, el arbolito que se va, un futuro hecho de conjunto. Hoy, cuando recogimos el cake, la dependiente nos dijo: ‘trasmita mi agradecimiento a los cubanos’”. Esas fueron sus palabras. Pero hay un detalle de alta repostería en el pastel: se reproduce, sobre una superficie de caramelo, la foto en colores del arbolito (prefiero decirle Árbol, así, con mayúscula, aunque sea un arbusto), en la que aparecen dos manos colocando la primera cinta, la de un cubano (Julio) y la de un italiano (Martini). No tengo que decir que estaba muy sabroso, pero el pedazo que le tocó a cada cubano y a cada italiano, fue inevitablemente pequeño.

Vuelvo sobre las cartas que se han acumulado, escritas por los pacientes que abandonan el hospital. Me ayuda solidariamente Ana, la traductora del Consulado cubano en Milán, a la que tendré que poner en los créditos del libro: “siempre voy a agradecer a todos los que se han comprometido en la lucha por vencer a este maldito virus” —escribe alguien que firma “el curado” y prosigue: “Gracias a todos los trabajadores de la salud, a enfermeros y médicos. Gracias de corazón. La OGR está creciendo, y la profesionalidad, y la amabilidad de todos, crecen también”. La paciente Anna María enumera sus criterios de manera sintética: “1) Agradezco a todo el equipo, en particular a: Doctor Umberto, Doctor Abel, Doctor Amedeo, Enfermera Federica, y al trabajador de servicios Luca; 2) Óptimo el equipo cubano; 3) El lugar también; 4) La organización puede mejorar…” Me alegró mucho el reconocimiento que le hace la paciente Francesca a los jovencísimos médicos italianos, deseosos de avanzar en su profesión, y ajenos a cualquier deformación gremial: “A todos los jóvenes del equipo les deseo que continúen en la vida con el mismo espíritu que les acompaña, olvidando el yo, para ser el nosotros”.

Finalmente (por hoy), reproduzco las palabras de Antonino: “Agradezco a todo el equipo por haberme puesto nuevamente de pie, después de un mal tan feo como el coronavirus. Tengo que felicitar a los médicos cubanos e italianos por sus controles diarios”. La alegría de lo conseguido, la hermandad de los dos equipos, o del único, unificado equipo, alcanzará mañana una meta simbólica. No olvidemos lo que significa: cien mujeres y hombres concretos han sido devueltos a la vida.

Conversaciones, recuerdos y felicitaciones en la zona roja

Jueves 4 de junio

“Yo participé en el bloqueo naval a Cuba, con las fuerzas de la OTAN”, sostiene con ingenuo orgullo un paciente de nombre Antonino. Tiene setenta y siete años y la presión descompensada. No sé a qué episodio se refiere, han sido tantas las agresiones y los actos intimidatorios a nuestra Isla, que su afirmación resulta verosímil. Está sentado en una silla de ruedas, al lado de su cama en la zona roja.

Antonino, sentado junto a su médico, el doctor Abel Tobías.

Lo atiende el doctor Abel Tobías. “¿En 1962?”, pregunto. “No, no, en 1966”. No sé si su memoria ubica el año con exactitud. Dice que su barco era un lanza-misiles de la Armada italiana y que él trabajaba en las máquinas. Nunca ha estado en Cuba, ni siquiera en la Base que usurpan los estadounidenses. “Allí no nos dejaban bajar”, dice. (Horas más tarde recurro a Google, desconfiado, pero resulta que la guerra de los Estados Unidos contra la Revolución cubana aporta más de un acontecimiento por año, desde 1959). Es un hombre enfermo, de setenta y siete años. Un ser humano que necesita ayuda. Y a su lado, solícito y atento, como siempre, está el doctor cubano Abel Tobías.

Pero de repente corre, porque una anciana se ha desmayado cuando intentaba levantarse de la cama. Estamos en los dos cubículos bajo su responsabilidad. También acuden el licenciado Madiedo y el doctor Julio. Entre todos la acuestan de lado en su cama y le realizan los análisis de rigor. La tecnología más avanzada no falta. Se recupera rápido. Pero el pinareño Madiedo queda encargado de vigilar su evolución. Nos frotamos las manos con el gel hidroalcohólico. Y como llevamos dos guantes en cada mano, cambiamos los que estuvieron expuestos.

Antes de seguir, me presentan a otro paciente. Su nombre es Juan Ramón Paucarchuco, un peruano de sesenta y cuatro años. “Un nombre difícil, del Perú antiguo”, dice provocador, consciente de que sus contertulios habituales en Italia presumen de la historia antigua de este país. Hace diecisiete años que vive en Turín con su esposa. “¡Hemos trabajado tanto!”, agrega casi en un susurro. En los últimos diez años ha sido operador sanitario (de servicios) en un hospital. Allí contrajo el virus y se lo trasmitió a su esposa. “Aquí me encontré a los médicos cubanos, que me hacen pensar tanto en el humanismo que hemos perdido… Me han dicho que existen más de veinte brigadas como esta en el mundo, ¿es verdad? Hemos descuidado la ayuda humanitaria en todos los países”. Habla con propiedad: “Los países más desarrollados tienen que cambiar su manera de actuar, estamos ante grandes retos y, en vez de gastar en armas, deberían hacerlo en ejércitos de sanidad”. Tiene una hija que estudia economía en la universidad.

—¿Va a menudo a Perú?— le pregunto.

— No, hace ya diez años que no voy.

— ¿Sabe que una brigada médica cubana acaba de llegar a Perú?

— Sí. Mi país está en emergencia y me ha alegrado saber que una brigada cubana ha llegado. Me ha gustado que los cubanos vayan a mi país.

Cuando le pregunto si lo extraña, se queda un rato en silencio: “Sí —dice al fin—, sí se extraña, la cultura, los amigos, la comida, tantas cosas…”

Recorremos otros cubículos, primero los que atiende el doctor Miguel y, después, los del doctor Mauro. Y me encuentro de nuevo con Giovanni Casella el pianista que entrevisté durante mi recorrido anterior por la zona roja. Recoge sus pertenencias, porque hoy sale de alta. Se ve radiante. Dice que vio el reportaje que reprodujo la TV cubana. Reitero que asistiré a su concierto en La Habana, cuando nos visite. Ríe y asiente. Michele anota sus datos personales. Damos la vuelta completa. Un señor mayor, a medio sentar en su cama, conversa con su familia animadamente por el celular que sostiene una enfermera italiana. Es un paciente que estuvo grave, una vida salvada.

Como todos, al despojarnos del traje, bajo la conducción esta vez de René, nos descubrimos empapados de sudor. Es agotadora, estresante, la dinámica diaria de nuestros médicos y enfermeros en la zona roja. René me ataja: “No dejes de escribir hoy, por favor, que la brigada cubana de Turín —y en especial sus epidemiólogos—, felicitan al doctor Durán en su cumpleaños”. “No se me olvida”, le digo. Pero son tres los cumpleañeros con el de ayer: Raúl, Durán y Gerardo. Tres generaciones de héroes cubanos.

Significativas calles

Miércoles 3 de junio

La brigada médica cubana en Turín, como he dicho en otras crónicas, vive en uno de los edificios de la Villa Olímpica de los Juegos de Invierno de 2006. La Villa, hoy, alberga a los estudiantes del Instituto Politécnico, donde se estudian las ingenierías. Nuestro edificio se encuentra en la intersección de dos calles: Andrea Vochieri, la menos transitada y corta, que nos recibe a la entrada, y la Paolo Borsellino, una calle más ancha ―con rieles de tranvía en su centro, actualmente no transitados―, que pasa por la entrada de la OGR, es decir, del hospital. Varias veces hemos mencionado esos nombres entre los cubanos. ¿Quiénes fueron? Mi conocimiento es superficial, pero quiero señalar algunos datos de interés, porque Vochieri (1796–1833) fue un liberal italiano, contemporáneo en el tiempo y en ideas de quienes en Cuba nos enseñaron “en pensar”. Si el italiano participó, como se señala, en el movimiento revolucionario, liberal y nacionalista de los años 20 del siglo XIX ―que abarcó a las naciones mediterráneas de Europa―, y en 1821 tuvo que abandonar momentáneamente “los estados de Saboya” y establecerse en Barcelona, nuestro Félix Varela (1788–1853), en 1822, como Diputado por Cuba a las Cortes de Cádiz, exigió la autonomía (y el reconocimiento de la independencia) para las colonias americanas, la reforma educacional y redactó un proyecto que pedía la abolición de la esclavitud. Condenado a muerte con el regreso del absolutismo en 1823, tuvo que exiliarse en los Estados Unidos, consagrándose desde entonces a fomentar el ideal independentista de los cubanos. Vochieri regresó a Italia ese año, y en 1833 fue arrestado, condenado a muerte y fusilado por los monárquicos piamonteses.

La otra figura que da nombre a la calle que bordea el flanco izquierdo del edificio, es más conocida. Se trata de Paolo Borsellino (1940–1992), uno de los héroes más populares, junto a Giovanni Falcone, de la lucha antimafia. “En Italia todo el mundo los conoce y los aprecia”, me dijo Marilena, una joven calabresa que apoya, como traductora voluntaria, la presencia de los médicos cubanos en Turín, y que vigila junto a los epidemiólogos la manera en que se ponen y se quitan sus trajes especiales los que ingresan a la zona roja. “Ellos abrieron el primer megaproceso contra la mafia en la historia de Italia” ―retoma la conversación cuando me ve llegar. Un coche bomba explotó frente a la casa de su madre en Palermo en 1992, provocándole la muerte a él y a cinco de sus escoltas. Ella también viene de una región donde prolifera el crimen organizado y le molesta ser etiquetada por eso. “Nací en un pueblo muy pequeño ―somos unos 5 000 habitantes― en las montañas de Calabria que, no obstante, está a quince minutos del mar. En el sur la gente es más abierta, más hospitalaria. El concepto de familia es muy fuerte (y de la comida). Sobre la mafia no se habla, no se cuentan historias, pero como son pocas personas en el pueblo, todos se conocen, puedes saber más o menos quién es afiliado y quién no. Pero no vas a decirle nada, ni él a ti. Y cuando ocurría alguna muerte violenta, se sabía que era por eso. No pasaba mucho, pero sí, tengo padres de amigas que murieron de esa forma. Ese tipo de persona se comporta bien en el pueblo, la gente se siente segura; tienen que cuidar a los habitantes del pueblo para cuidarse a sí mismos. Ahora tenemos en Calabria a un procurador que está luchando como Borsellino y como Falcone: el magistrado Nicola Gratteri”. Son hilos de poder que se enlazan con otros hilos, y que se comportan como trasnacionales, o viceversa, porque los brazos subterráneo y aéreo del Capital, se buscan, y se abrazan.

Las entrecalles de nuestra residencia llevan nombres significativos: el que representa al liberalismo primigenio, el de la libertad y la igualdad; y el que representa la lucha contra su degeneración histórica. La brigada médica cubana transita todos los días por ambas calles.

Los años desde dos miradas

Martes 2 de junio

Mientras espero, a unos pasos de la residencia, a que bajen mis compañeros habituales para el desayuno, descubro sorprendido en la acera las líneas bien trazadas de un “pon” —el juego infantil— hechas con una improvisada tiza de cal. La hija del dueño de la cafetería de los bajos estuvo ayer jugando, me dicen mis amigos al llegar.

 “…descubro sorprendido en la acera las líneas bien trazadas de un ‘pon’…”

Vamos hoy a la casa de una anciana diabética de ochenta y tres años que la semana pasada recibió el alta de Covid en nuestro hospital. Mateo dice que la zona es cara, por su ubicación. Pero su apartamento es pequeño, una sala con sofá-cama donde alguien puede dormir, un baño en el corto pasillo, una habitación amplia y un comedor-cocina terminado en un balcón que da hacia la parte trasera del edificio. Vive con su esposo. El doctor Maurio González Hernández la ausculta, le toma la presión, la interroga. Responden y se rectifican, indistintamente. La pareja pregunta por los medicamentos, pero Maurio insiste: “la principal medicina es la dieta” y se interesa por lo que ingiere cada día. El esposo enumera: “en el desayuno café y pan tostado; en el almuerzo, sesenta o setenta gramos de pastas y frutas; en la comida, un bistec pequeño y verduras”. Maurio indica comer frutas en las meriendas; una a las diez de la mañana y otra a las cuatro de la tarde. Después explica, con mucha paciencia, cómo tomar o inyectar los medicamentos. Le piden que se haga ella misma una glicemia capilar y la orientan en el proceso. Miden el resultado: normal. Yo recorro con la vista el apartamento. Dicen que nadie conoce un país hasta que ha entrado a los hogares de sus ciudadanos —tampoco se trata, desde luego, de que, al entrar a uno así de polizón, ya lo conozca—. El de estos ancianos es muy humilde. Las fotos familiares se han colocado en cuadros improvisados. No hay más adornos. El televisor, pequeño, es de los años ochenta. Hay una foto de la boda, en blanco y negro. “Nos casamos en 1961”, especifica él. Un solo cuadro contiene tres fotos pequeñas de la misma persona: en la primera aparece montado a caballo; en otra, vestido con el uniforme del servicio militar y en la última, con un niño. “Son nuestro hijo y nuestro nieto”, aclara lo que parecía evidente. Ya casi nos vamos y ella recuerda que estuvo cincuenta y seis días en el hospital sin ver a su esposo. “El médico cubano fue muy cálido, fui muy bien atendida desde el punto de vista humano y del profesional. Me sentí muy cuidada por él, y quiero agradecerlo”. La anciana no reconoce el rostro del doctor Maurio ahora recubierto solo por el nasobuco, porque siempre lo vio en la zona roja “disfrazado” con el traje especial. El doctor Julio le dice: “él fue su médico, el que la atendió allí”. Pero sonríe incrédula.

“El médico cubano fue muy cálido, fui muy bien atendida desde el punto de vista humano y del profesional. Me sentí muy cuidada por él, y quiero agradecerlo”.

Salimos a la calle. Algunas señoras del barrio nos miran pasar. Mateo les dice, somos cubanos, de la brigada médica. Una de ellas, que acaba de salir de su tiendita de flores, afirma muy segura: “Un amigo mío se casó con una cubana, y vive en Cuba, pero quiere regresar, están pasando hambre”. Enseguida pregunta: “¿Cuándo acabará esto del virus?”. El doctor Julio responde, naturalmente, como médico: “Es importante que entienda que aun cuando termine el confinamiento en los hogares, las personas deben mantener el distanciamiento social”. La señora, de repente, empieza a llorar. Quedamos desconcertados. “No tengo clientes. Nadie viene a comprarme”, dice entre sollozos, “ya no me queda dinero”. El Gobierno ofrece una ayuda de seiscientos euros, pero ella no clasifica, porque tiene la pensión de su esposo fallecido, que es menor. “No tengo nada que festejar hoy”, concluye con rabia. Entonces caigo en la cuenta de que hoy, precisamente, es el Día de la República Italiana.

Migue el de Nancy, estar en la trinchera otra vez

Lunes 1ro de junio

En La Palma, ese bello pueblo pinareño cercado de bosques y mogotes protegidos, vive y trabaja “Migue, el de Nancy”. Así lo conocen todos, según él, porque su esposa, a quien ama desde los quince años —y con quien lleva casado treinta—, es maestra de Español y Literatura y claro, más conocida. Pero Miguel Ángel Sánchez González, licenciado en Enfermería y especialista en Terapia Intensiva, tiene su propia historia. Hoy cumple cincuenta y cinco años. Sus ojos brillan cuando menciona a sus hijos. El mayor, de igual nombre que el padre, cuentapropista, “un muchacho muy bueno, muy querido en el pueblo”; la menor, María de los Ángeles, a punto de concluir la carrera de Medicina, “espero estar allá para su graduación, no sé este año con el coronavirus cómo se hará”. En el policlínico Pedro Borrás, de La Palma, ha pasado por los departamentos de asistencia médica y hospitalización y ha sido jefe del Sium. En 2004, sin salir de Cuba, participó en la Misión Milagro, con pacientes venezolanos. Pero formó parte de la Brigada Henry Reeve desde sus inicios, y en diciembre de 2005 viajó a Paquistán en el vuelo número dieciséis. Sin darse una tregua integró el contingente médico de Cuba en la hermana Venezuela, de 2006 a 2010. Fue demasiado tiempo lejos de su pequeña familia, luego volvió a su trabajo, a su vida de hombre pleno.

“Miguel Ángel Sánchez González, licenciado en Enfermería y especialista en Terapia Intensiva, tiene su propia historia”.

Pero en 2015 llegó el ébola y me llamaron, de un día para otro, fue una decisión de horas, un choque, yo le comenté a mi esposa, están formando una brigada… y ya estaba dentro. Con la Henry Reeve son siempre decisiones rápidas. Con Paquistán me pasó igual, yo veía en la televisión, asombrado, a los médicos en la nieve, con aquellos gorros y unas horas después ya yo estaba en el grupo, fueron alrededor de dieciocho o diecinueve brigadas. “Con el ébola también”, me dicen, “se está formando una brigada, queremos saber tu disposición”; “sí, claro”, dije y al otro día ya estaba recogiendo mis cosas porque salía para La Habana. Estuve en Sierra Leona. Fui de los primeros que llegaron a La Habana, allí pasamos alrededor de un mes de entrenamiento. El ébola fue… es que no hay palabras, uno sabía que se enfrentaba a la muerte, la humanidad estaba muy pendiente a aquello, era terrible. Mi esposa es religiosa, quizás eso le dio un poco de conformidad, hacer el bien siempre es gratificante; sentía temor, pero sabía que yo tenía que ir. Después del ébola no volví a salir hasta ahora, quería, quiero ver a mi hija graduarse, me centré en sus estudios, porque había estado muchos años separado de mi familia y pensé que era el momento de estar cerca de ella. Imagínate, cuando se declara la pandemia del coronavirus, ya empieza a rondarle a uno la idea de que lo van a llamar, de que Cuba va a ofrecer sus servicios, de que vamos a estar en la trinchera otra vez. Y no puede uno negarse a ayudar a los demás. Pero no se compara al ébola. Pese a que aquí también nos jugamos la vida, esta experiencia es muy diferente. Para quienes estuvimos en el ébola cualquier otra experiencia parece más sencilla. Y uno aprendió a cuidarse, a protegerse más. Sentimos más seguridad en lo que hacemos. Nunca imaginamos estar en este país, en esta gran ciudad, con una cultura milenaria; pero nos dimos cuenta de que nuestros conocimientos no son menos y de que nuestra pequeña contribución cuenta.

El corazón de la Patria no cesa de bombear la solidaridad

Domingo 31 de mayo

El domingo fue en un comienzo gris, feo, húmedo. Y la nostalgia crece como la hiedra en la humedad. Pero nos desembarazamos rápido de ella, ¡solavaya!, de un solo corte de machete. Una cesta de dulces llega con una dedicatoria: la madre de una paciente la envía para los trabajadores del hospital.

Decir domingo es decir madre. Pero en un hospital la actividad es febril. Temprano en la mañana, en la zona roja, Julio y Alessandro discuten la situación de algunos pacientes. Y yo me dedico a hojear las cartas que dejaron los que estuvieron y regresaron a sus casas. Uno dice: “La estancia en el hospital ha sido óptima. Excelentes los médicos y los enfermeros. Buenos los médicos cubanos, y en particular, el doctor Miguel. Agradezco a todos con cariño. Gracias”. Otro escribe: “Han sido nuestros ángeles. Los doctores, enfermeros y todo el personal de la OGR me han devuelto a la vida, y me han dado el coraje y la fuerza para salir adelante. Gracias por todo el afecto y la paciencia. Hemos salido curados y se lo debemos a ustedes. A cada uno de ustedes los llevaré en mi corazón”. Un tercero reitera: “Por su empeño virtuoso, muchas felicidades. Gracias a los médicos y enfermeros, ya sean italianos o extranjeros, desde lo más profundo de mi corazón”. Lejos de la familia, esas cartas nos retribuyen el amor filial. Porque hay una familia mayor que la que nos vio nacer: es la que construimos con nuestros actos en la vida.

Paolo, el médico que también es dentista —hasta 1981 no existió la carrera de odontología en Italia—, se despide. Su contrato expiró. Y trae unas pizzas para el adiós con sus amigos cubanos, que por fin se parecen a las que comemos en Cuba.

En la tarde, el sol se asoma tímido entre las nubes. Y los brigadistas que regresan a la residencia, van con una idea fija: comunicarse con sus esposas y familiares. Las voces de nuestros héroes se escuchan muy alto en los pasillos, traspasan las paredes de madera de los cuartos. Cuba anda conectada, de oriente a occidente, en sus celulares. El corazón de la Patria no cesa de bombear la solidaridad en nuestras venas.