Me he pasado la vida criticando: a los burócratas y a la burocracia, al diálogo soso y a la propaganda barata, a los falsos consensos y a la conformidad, a la hipocresía y a los cobardes. Hasta de disidente me tildaron, a nivel de pasillo, algunos involucrados en los procesos que critiqué, y también otros a quienes nunca aludí. Pero aquí estoy: ni disidente ni extremista, solo soy un ciudadano que escribe y publica lo que piensa basado en el principio de que criticar lo que amo es mi mejor manera de contribuir a su mejoramiento. Entre lo que más amo está mi Patria, y mi lenguaje y mis argumentos son los del revolucionario.

“Tenemos que estudiar y hacer que germinen nuevas estrategias y acciones para entendernos”.

Elogio, también, los muchos intercambios inteligentes y constructivos en que he podido participar; como soy escritor, estos se han concretado en los congresos de la Uneac, en las ferias del libro (a lo largo de todo el país), en los periódicos y revistas donde se publican mis textos, en emisoras de radio, canales de TV y universidades; en los centros de trabajo donde dejé días y noches; en el CDR, la bodega de la esquina o en la acera de enfrente, donde cada día se reúne lo que llamo “La Peña de la Conciencia Crítica”, integrada por una variopinta e ingeniosa galería de tipos populares.

La pregunta que me hago, apoyándome en lo visto y lo oído, es si todos los que profesan ideas —críticas o no— de interés para el bien del país, han tenido las mismas oportunidades que yo para exponerlas. Teóricamente sí, pues las asambleas de rendición de cuenta de los delegados del Poder Popular debían constituir el más amplio y revolucionario espacio para encauzar las insuficiencias e inconformidades, los puntos de vista discordantes, los sueños y aspiraciones.

Lamentablemente, la dinámica interna de esos foros no ha sido propicia para esos debates: devinieron instancias opacadas por una rutina donde la cápsula retórica “no existe solución para lo que se plantea, por tal y más cual motivo” se instauró como confirmación de la inutilidad de proponerlo. Su impacto desgastante ha jugado un notable papel en la falta de credibilidad en torno a su gestión, por lo demás demasiado centrada en lo fáctico.

La perpetua hostilidad imperial en que hemos vivido es causante de muchos daños, entre ellos, y de gran significación, la idea, insólitamente arraigada entre nosotros, de que la unidad solo se puede construir desde el discurso unánime. La crítica, como herramienta cotidiana en nuestra vida nacional, demasiadas veces se identificó como fractura de lo esencial; de esa forma quizás hayamos perdido propuestas atendibles, con gestación en lo popular, para corregir tiros desenfocados.

A un colega le oí decir que la burocracia había secuestrado los espacios de debate popular para acabar imponiendo su inoperancia. Tiene buena parte de razón, pero no toda: no todos los puntos opacos son, por defecto, símbolo de negatividad. Hay un elemento cultural —y político— que debió —y debería— jugar su papel en la dinamización de esa, la más inclusiva y desaprovechada plataforma de discusión de nuestro país. Pienso que ha faltado, en la plataforma horizontal, una capacidad dialógica, nunca bien fomentada ni asumida en toda la masa poblacional, pese a los amplios e inclusivos proyectos educativos y culturales que se han acometido con ese fin.

“La perpetua hostilidad imperial en que hemos vivido es causante de muchos daños, entre ellos, y de gran significación, la idea, insólitamente arraigada entre nosotros, de que la unidad solo se puede construir desde el discurso unánime”.

El diálogo gobierno-pueblo en Cuba tuvo momentos de alto brillo en la oratoria de Fidel, que desbordó las fronteras del monólogo —pese a serlo—, pues sus intervenciones, la mayor parte de las veces, constituyeron gigantescas asambleas en busca de consensos generalmente logrados por aclamación. Pero lo cierto es que el ejercicio ciudadano de exponer la idea distinta solo se vio con buenos ojos en foros de alto nivel profesional, en los que también participaba, de manera ejemplar, el líder. El que algunas de las mejores advertencias terminaran con acuerdos no vinculantes nos contagió una especie de síndrome de Casandra, solo revertido cuando la intervención del propio Fidel hizo posible su ágil instrumentación y respaldo logístico, tal como sucedió, para poner algunos ejemplos, con la educación artística, la expansión del sistema editorial y la creación de una estructura de trabajo social llamada a beneficiar la labor formativa en comunidades y barrios.

Otros momentos en que la pluralidad de opinantes brilló los identifico en aquel llamamiento al IV Congreso del PCC en los albores del Período Especial, así como en lo que llamaron “llevar el parlamento a los centros de trabajo”, y en las asambleas que en 2007, a lo largo de todo el país, compilaron las más diversas opiniones sobre la vida nacional. Son experiencias de las que aún podemos sacar enseñanzas de alto valor.

Tenemos que estudiar y hacer que germinen nuevas estrategias y acciones para entendernos, de manera que sepamos que lo expresado y acordado no se queda en las agendas de los cuadros y se integra al repertorio de soluciones reales. No todo el que disiente es un enemigo; y sería muy triste que solo alcanzáramos a asumirlo cuando se escriba con letras de fuego.

“En Cuba tenemos todo al alcance de la mano para diseñar y orquestar un diálogo inteligente con todos
los actores que quieran el bienestar del país”.

Se hace difícil, en medio de todos los matices que rodean a los acontecimientos de protesta que debimos vivir en fecha reciente, deslindar dónde estaba el pronunciamiento justo y dónde el del mercenario, aunque la actitud del vándalo quedara convenientemente registrada. Hacer visibles esos límites no solo corresponde a los dirigentes sino también a los portadores de la protesta. Echarlos a todos en el mismo saco sería nuestro error; no marcar claramente la frontera que los identifique nítidamente como personas en busca de un diálogo ajeno a posturas anexionistas o lesivas a la soberanía, el de ellos.

En Cuba tenemos todo al alcance de la mano para diseñar y orquestar un diálogo inteligente con todos los actores que quieran el bienestar del país, solo falta hacer de la conciencia hechos, pero debe ser con la misma creatividad y riqueza de los conceptos de justicia que fecundan nuestro proyecto social.

Cabría, en consecuencia con lo dicho, preguntarse si es solo responsabilidad de las instituciones el que el referendo masivo, ideal para el intercambio jugoso de logros, proyectos e inconformidades, se exprese con todas sus potencialidades. Sin que me queden dudas —insisto— estamos ante un problema cocido y consolidado multifactorialmente. Un debate de ideas donde entren en contradicción los presupuestos oficiales con otros alternativos, o hasta sanamente opuestos, es labor de seres con cultura y capacidad para la argumentación, cualidad de amplios sectores. Pero a ese debate también debe caracterizarlo el reconocimiento de los avances adonde las acciones del estado socialista nos lleven.

Más allá de atender a la destreza argumentativa de quienes nos formamos al calor de la discusión inteligente en foros profesionales, los razonamientos de la población requieren de la indulgencia del escucha y la intervención salomónica. A quienes los guíen les corresponde, en tarea de orfebre, buscar el aceite dentro de la nuez de todos los planteamientos, nunca devaluar, disminuir, o vencer al emisor. La práctica de un diálogo de tales características, masivo y revolucionariamente fructífero, no podrá permitirse el lujo de prescindir de ese principio.

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