Siempre que se habla del cambio narrativo en América y de las implicaciones hacia el interior de la literatura; hay que mencionar a Alejo Carpentier. Nacido en un país entre la república y los autoritarismos, entre la novedad y la colonia, entre la influencia foránea y la necesidad de hacer algo propio, este autor vio en la escritura el campo fértil para el descubrimiento de una visión de lo continental. En las obras de Carpentier no solo leemos la metáfora de lo original, de lo propio, sino la huella de aquello que pareciera no pertenecernos. En ese sentido, hay una introducción del mundo en la noción política y cultural de lo caribeño, de lo insular, de esa identidad en ocasiones amorfa, contradictoria y en consonancia con las grandes conmociones.

Esa es la ganancia de la gran literatura, aquella que no se queda en los márgenes de lo falsamente étnico, sino que sabe vernos en la universalidad sin complejos. Y es que en los años en que se produce la formación y el crecimiento intelectual de Carpentier hay que hablar de movimientos en el interior de las artes y las letras en la república que dieron cuenta de lo viejo y que impusieron una vanguardia en la cual ya iba el germen de lo real maravilloso. Ver como lo hizo Caturla en los bembés esas criaturas hermosas de la música y llevarlas al pentagrama, a la ópera; hacer que Carpentier participara de tales aventuras todo ello tradujo la vida de esos años en más que un ejercicio formativo. Para que vinieran las novelas más acabadas, tuvo que existir una colisión entre los mundos que anidaban en ese entorno y de ahí darles paso hacia un estadio en el cual no cabían ni la inmadurez técnica ni la superficialidad. Hasta el momento las llamadas novelas de la tierra eran obras que abordaron la cuestión de la identidad vista desde afuera con glosarios para los términos locales y con palabras altisonantes que traducían a la selva al tono de los ambientes intelectuales europeos.

Carpentier no solo era un escritor, también fue un activista político, uno que tuvo que exiliarse y de esa dura forma hallar en Europa la belleza de los tiempos y la ingratitud de una profesión que en el capital no es valorada. Fue de la mano de los surrealistas cuando el autor encontró parte de lo que sería su tono narrativo y la estrella que lo llevaría a revertir lo que estaba torcido en las artes y las letras de Hispanoamérica. Los maestros ligados a la figura de André Bretón tenían una manera irreverente de asumir el arte, de llevarlo a los límites del activismo y de vivir en una era llena de contradicciones en la cual, años atrás, la cordura voló en pedazos en las trincheras. En ese universo oscuro, lleno de personas que entran y salen, de figuras opacas y luminosas, de la sombra siempre omnipresente de la miseria, creció el maestro que en sus obras iba a representar lo que somos desde un tono propio.

“La desmesura, lo extravagante, lo extraño, lo incomprensible; todo eso se deriva en lucidez cuando entra en contacto con Carpentier”.

Para Carpentier había una clave subyacente en lo ilustrado y en la contradicción entre eso y la oscuridad, de hecho, se puede observar cómo se vale de esos elementos en la arquitectura de las propuestas literarias. En una obra como El siglo de las luces no solo hay que mencionar la presencia del fenómeno de la Revolución Francesa en las Antillas y las iridiscencias que ello generaba, sino las conmociones en el orden social que eran terribles y que, de alguna manera, representan la sombra que proyecta ese gran suceso. En Carpentier además hay la noción del contrapunto musical que hace que cada pieza resuene y conforme un todo armónico y por ello el lector, aunque no siempre conoce todas las palabras o los giros lingüísticos sí se adentra en el ritmo del autor y puede entender, sentir y compartir el drama de las historias. Y aunque se trata de un escritor meramente narrativo con obras a base de resúmenes en los cuales se les pasa factura a las eras históricas, las escenas están implícitas y la concreción de los personajes se mueve entre la verosimilitud y el sarcasmo como nota de interés. La luz y la sombra, la muerte y la vida, la barbarie y la civilización estaban presentes y hacían de todo lo que el intelectual tocaba, una maravilla.

“Carpentier no solo era un escritor, también fue un activista político, uno que tuvo que exiliarse y de esa dura forma hallar en Europa la belleza de los tiempos y la ingratitud de una profesión que en el capital no es valorada”.

En ese entendimiento de lo nuestro americano estaba la esencia de la obra carpenteriana. Y no solo en eso, sino en la no concesión hacia vertientes facilistas y maniqueas del arte. Carpentier pudo haber escrito de lo que era europeo y en apariencia más ordenado y propio de las modas de la época, pero prefirió lo que estaba vilipendiado, lo que se situaba por debajo de los dogmas de las academias, aquello que era ignorado porque estaba en un estrato mucho más preterido y plebeyo. Así, hay en este autor un interés por lo negro, pero no en el sentido de lo folclórico ni de la extrañeza, no de lo africano como un objeto exótico para una feria en París, ni para colocarlo encima de una repisa como un suvenir. Esta vertiente lo sitúa entre esos que vieron en las identidades reales del mundo una savia intocada, sin la cual no podemos explicarnos. Ese es el concepto que está en El Reino de este mundo y que hace de la obra una enseñanza de lo que somos, más allá de los dramas del poder y de las estructuras variables. Carpentier logra lo que Shakespeare y Cervantes en su momento y que es expresar el ser de una parte de la humanidad. No ganó el Nobel porque se sabe que ese tipo de liderazgo inmenso en las artes se paga caro y quizás los conflictos que generaba iban más allá de lo estrictamente literario. Para el autor, el Caribe era como el mare nostrum de los romanos, solo que en lugar de los enfrentamientos entre imperios hay que ver las luminosidades de los pueblos y darles la relevancia que llevan. La literatura como un vehículo de concordia y de unidad, frente a la muerte, el expolio y la carencia de diálogo entre los poderes fácticos.

Todo eso sucede en las grandes obras y en los autores trascendentes. No se puede decir que Carpentier era un escritor como otros de la república o que la ausencia de lo que hizo se puede reponer con unos de menor cuantía. En una de las más memorables formas de que haya memoria, el narrador nos puso en el mapa del mundo y convocó a los artistas para que debatieran sobre lo que se deriva de las nociones caribeñas de la cultura y de la belleza. Entonces estamos ante un momento de la literatura parecido al de José Martí en el cual se funda y se erige un panteón de lo que más vale de la obra nacional. No solo en lo artístico, sino en lo meramente político, Carpentier era capaz de entender y de reflejar lo que Cuba quería, a pesar de las dificultades.

“Carpentier logra lo que Shakespeare y Cervantes en su momento y que es expresar el ser de una parte de la humanidad”.

Hace unos años tuve la dicha de conversar con Marta Rojas, la gran periodista del siglo pasado y entre sus muchas historias me contó la manera en que Carpentier escribía sus columnas. Dice que llegaba muy cansado a la redacción y en medio del sudor del trópico se sentaba a meditar unos minutos, de inmediato agarraba la máquina y de un tirón salía el texto. Unas veces era la propia atmósfera la que lo convocaba a las letras, como aquella en la cual pasó un amolador de tijeras y entonces concibió una columna sobre el sonido de dicho pregonero. Para Carpentier los contextos, los sitios y los tiempos, eran los secretos esenciales a la hora de escribir y de hacer una obra. Por ello era un triunfador, un hombre que podía traducir los arcanos más ocultos y colocarlos en el papel, de hecho, así fue como hizo ese memorable estudio de la música en Cuba que se conoce como uno de los más completos. No solo era el dato recogido incluso en las capillas de pueblo, sino el alma para interpretar, para saber lo que se ve y dónde colocar cada uno de los sucesos y de las influencias.

“No solo en lo artístico, sino en lo meramente político, Carpentier era capaz de entender y de reflejar lo que Cuba quería, a pesar de las dificultades”.

Carpentier es de esos monstruos de la cultura del siglo pasado, que solo se podían dar en condiciones adversas, en un país que por entonces hacía bien poco por la creación y en el cual ser intelectual ya era un elemento de sospecha. No se puede abandonar la visión de que para crecer hay que pasar por todos los sucesos más duros, que solo con el fuego el oro alcanza su punto y que el autor debió atravesar situaciones límite. Una vez llegado el momento, su postura se definió a favor de los pueblos y de sus identidades, de la soberanía y de la lucha política por hacer prevalecer una agenda de intereses propios por encima de la colonización. De ahí que Carpentier buscara la consagración en la narrativa de los pueblos en el poder y en las consecuencias ya fueran luminosas u oscuras que ello generaba. No era un autor de barricadas, ni un mediocre que vertebraba sus ensayos en favor de poder alguno, era un cuestionador que no temblaba y emitía su crítica con la entereza de los hombres de honor. No hay que olvidarse de que lo real maravilloso es, en esencia, una metodología de entender lo americano, no solo una categoría estética. La desmesura, lo extravagante, lo extraño, lo incomprensible; todo eso se deriva en lucidez cuando entra en contacto con Carpentier y él lo lleva a la materia artística solo para ganar en racionalidad. Porque su búsqueda siempre será ilustrada y en sus novelas hay una especie de tensión con la Revolución como vivencia en la cual convergen todos los elementos de la literatura.

“Para Carpentier los contextos, los sitios y los tiempos, eran los secretos esenciales a la hora de escribir y de hacer una obra”.

Cuando haya que establecer una línea de lo que somos como cubanos, ahí estará la voz de Carpentier con su acento afrancesado. Cierto que muchos dirán que tiene aspecto imponente, casi el de un señor de antaño; pero la calidez de su obra, los temas, el humanismo que se desprende de cada una de las visiones, hacen que llamemos a ese hombre con el apelativo de uno de los tantos descubridores de la nación. Quizás el ser haya dejado de largo su sombra y solo nos quede la luz, una que nos llega hasta el presente y que tenemos que venerar.

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