Hace muchos años los viejos lobos solían correr detrás de la presa y sacudirla sin piedad hasta arrancarle el último pedazo de carne. Esa herencia aún persiste en los genes de algunos seres que transmutaron con el tiempo para convertirse en poetas. Acercarse al Continuo y minucioso roer de la memoria, del poeta cubano Waldo Leyva, es descubrir una voz que acecha a cada paso y en cada esquina; que busca sacudir la palabra para roer cada parte de la memoria individual y dejar reposar sus huesos hasta que regresen triunfantes a la tierra.
“Cada verso es parte de un engranaje perfecto de paciencia, de sombra, de mancha y de intimidad”.
Esta antología de poesía es más que un recorrido por la memoria: se convierte en lluvia incesante e implacable que invita a sentir las gotas del no olvido, del dolor que emerge desde los recuerdos del padre, fundamental presencia en estos textos: “Mi padre viaja./ En el herido resplandor de la tarde viene./ Sobre el lomo de la jaca jobera/ que no fue suya nunca, viene./ Yo lo veo venir pero se escapa, se vuelve niebla”.
El canto del poeta no deja ni una sola palabra suelta, pues cada verso es parte de un engranaje perfecto de paciencia, de sombra, de mancha y de intimidad.
Este sujeto poético nos lleva, de la mano, a transitar por los caminos de la extinción de la existencia para ser testigos del amor, de los días y de los minutos: “Mis amores de ayer y los de ahora,/ días en que creí salvar el mundo,/ todo está ahí, no falta ni una hora/ ni un minuto siquiera ni un segundo./ ¿Alguien querrá saber lo que atesora/ la memoria de un tiempo en que me hundo?”.
Aquí ha sucedido lo opuesto a la lógica: la selección realizada por la mano del poeta de carne y hueso nos conduce, irremediablemente, a un descenso que inicia en 2020, en los tiempos pandémicos, y que aterriza en los orígenes de su mundo en los años 70. La voz poética convierte el descenso en una suerte de metáfora de la madurez invertida. Somos testigos de una voz madura que nos invita a regresar al mundo sencillo y sensorial que lo convirtió en poeta. Así, todos los fantasmas han sido despertados y han emergido, como diría Emerson, de “la caverna mágica de los difuntos”, y en algunos casos para que beban solos en una esquina de la casa: “Los muertos beben solos./ A medida que los años pasan,/ el silencio sin ruido, ayer imperceptible,/ empieza a acompañarnos,/ a dejar sus huellas sobre las sábanas,/ a sustituir con nuestro rostro la cara del amigo./ Ayer, mientras descorchaba mi añejo de reserva/para brindar por la llegada de otro año supe,/ sin duda alguna, que debía mojar un rincón de la casa”.
“La muerte flota en el mundo poético y a veces prosificado de Leyva”.
El trabajo intertextual se extiende a lo largo de toda la obra para definir su correspondencia con el otro, pero con el otro poeta, con el otro artista. Así lo demuestra la voz poética, a través de esa entrañable conversación con Dylan Thomas en la que no solo rememora sus versos, sino que los obliga a convivir sabiamente con los versos de otros grandes como Guillén, Lezama Lima o Eliseo Diego, Tristan Tzara o Apollinaire; y en otros poemas, con los personajes de las grandes obras pictográficas que ha dado el mundo. A veces nos hace cerrar los ojos y soñar otra realidad: “Llueve en Coyoacán./ Frida sale al patio, no tiene el cuerpo roto,/ baila desnuda sobre las piedras,/ y la ciudad se calla./ La estoy viendo con los ojos cerrados,/ la estoy tocando sin el tacto que estorba,/ me llega el olor de su piel/ tatuada por los vientos de otra edad/ donde su corazón fundaba la piedra de los sacrificios./No quiero despertar”.
La muerte flota en el mundo poético y a veces prosificado de Leyva, pero lo hace para darnos esperanza, porque aunque tengamos que vivir entre fantasmas y la muerte merodee en las esquinas de la soledad, estamos seguros de que existe la inmortalidad, o por lo menos en eso nos hace creer la fuerza expresiva y sugerente de cada uno de sus versos.
Con sus artificios nos convence de que la vida está hecha de poesía, y aunque los espejos no muestren nuestro reflejo y a veces ganen las sombras, ahí estamos, somos y permanecemos para evocar el mar y el atardecer patrio, como la más fina descripción del extrañamiento: “Las ciudades huérfanas de mar/ se consumen en sí mismas,/ no convocan al viaje o al regreso,/ desconocen los mapas tallados por la sal/ sobre las verjas, / sobre los muros altos, sobre la piel./ La Habana nació del mar /y al mar se debe”.
Los lugares juegan entre la cotidianidad y el recuerdo. En estas páginas emergen: Granada, Atenas, Coyoacán, y la misma Habana, todas diferentes, pero a la vez iguales; unidas por la complicidad de la memoria que ha permanecido intacta en cada banca y en cada piedra: “Uno regresa a veces, la importancia de volver/ no es salvar lo ya vivido, es saber en qué esquina,/en qué latido, pueden fundirse/ el tiempo y la distancia./ Fue en Granada/ y era un día de agosto de los años noventa”.
En esta gran resbaladera hacia el pasado, descubrimos que el verso libre no siempre fue la opción del poeta, y que durante una época fue presa de la rima y de la tradición para hablarnos de la muerte, siempre la muerte; para evocar el silencio y la soledad; y para detallar con minuciosidad el paso del tiempo: “He vuelto desde un sitio del que nadie regresa,/no sé si fui empujado o decidí esa ruta,/ probé todas las aguas y deseché la fruta/ que me ofreció el barquero con tanta gentileza”.
El deseo y el eros no podían pasar inadvertidos en las memorias que se crean para predecir el porvenir. Una voz poética desenfadada invoca la utopía y busca a la amada en el futuro: “Quiero que el veintiuno de agosto/ del año dos mil diez, /a las seis de la tarde, como es hoy,/ pases desnuda atravesando el cuarto/ y preguntes por mí./ Si estoy, pregunta, y si no existo,/ o me he extraviado en algún lugar de la casa,/ de la ciudad, del mundo,/ pregunta igual, alguien responderá”.
La lealtad a la memoria es uno de los rasgos que más impactan en la experiencia del lector de este libro nuevo, que entabla un pacto de fidelidad definitivo con una de las voces poéticas más trascendentes del continente. Sin duda, la poesía de Waldo Leyva resuena en cada lector y cumple el cometido de desnudar la existencia misma con la continua y minuciosa habilidad del lobo.