Contigo en la distancia
19/8/2016
La Habana tal vez muera un poco de envidia. La Ciudad de México celebrará un Festival y Congreso Mundial del Bolero.
Si alguien pudiera pensar en lo raro que resulta, considere que en esta modernidad moldeada por la información y el conocimiento, son posibles congresos de clarividentes o de comecandelas de circo.
Así que un concilio con el bolero como eje temático es perfectamente pertinente; al igual que su carácter “mundial” y la asistencia no insólita de algún creador de Ucrania. Tampoco será extravagante que rebrote la vieja polémica que adjudica la paternidad del bolero a Cuba, México o Puerto Rico.
Como el tango, el bolero suele retozar entre la sensualidad y el erotismo, la pasión y el drama, e incluso, de vez en vez, en la tragedia.
Por tal razón, imaginemos que habrá —como en el Festival “Bolero de Oro” de La Habana— galas y conciertos, plenos de tono romántico y algún que otro bohemio arranque de pasión.
Pero un congreso supone también encuentros teóricos que, en tal caso, servirán para ampliar conocimientos, datos, y despejar dudas sobre el derecho del bolero a existir como Patrimonio Cultural Inmaterial.
Y ahí estaremos todos de acuerdo.
Añorado encuentro
El programa teórico sesionará en la sede de la Sociedad de Autores y Compositores de México, y las galas en el Gran Teatro de la Ciudad Esperanza Iris.
Para algunos, es paradójico que la gala sea en un teatro mexicano que lleva el nombre de la famosa Emperatriz de la Opereta, y que en la Avenida del Puerto de La Habana una estatua del irrepetible Agustín Lara mire la Alameda de Paula como un cubano más, con el mismo cigarro y el mismo aire mundano que le hizo tener en sus brazos a María Félix.
Pero bien mirado, no hay contradicción alguna. Del Bravo a la Patagonia, las paradojas son reglas, no excepción. Y el bolero es una suerte de puente.
En la página 141 del Tomo I del Diccionario Enciclopédico de la Música Cubana, se dice del bolero que es “género cantable y bailable…”, para dar en cuatro pliegos largos un extenso panorama, que cita a textos como Fenomenología de bolero, de Rafael Castillo Zapata, a estudios de Leonardo Acosta, más una bibliografía no menos extensa de investigadores y musicólogos empeñados en dilucidar vericuetos del bolero.
Aun cuando el viejo cronista de la música cubana, don Lino Betancourt, asegure que tal diccionario dista mucho de ser, en verdad, enciclopédico, sus buenos párrafos dedicados al bolero pueden justificar que haya congresos sobre el género.
Los que saben dicen que el bolero ha tenido tendencias y variaciones. De ello dan fe creadores y obras como Pepe Sánchez, con Tristeza (1883), y Oscar Fernández, con Ella y Yo (1916).
De Eusebio Delfín, con Y tú que has hecho (1921), a Miguel Matamoros, con Lágrimas Negras —himno iniciático de cualquier cubano romántico que se respete—, el bolero, de entonces a acá, mudó de estilo, armonía, ritmo y poesía. Sin embargo, es otro y es el mismo.
Si Pepe Sánchez fue el primero, Sindo Garay, en cambio, le dio un “cuerpo teórico”, quizá porque junto a Rosendo Ruiz y Manuel Corona, asentó una poética que sería esencia y estilo de una generación que tendría entre sus brillantes cultores a Miguel Companioni o a Patricio Ballagas.
No pocos estudios —desde la polémica— ha generado la variante bolero-canción, cultivada por compositores clásicos como Gonzalo Roig, Ernesto Lecuona, Jorge Anckerman, Rodrigo Prats o Eliseo Grenet.
Siempre que escucho Convergencia —música de Marcelino Guerra/ letra de Bienvenido Julián Gutiérrez— me pregunto de dónde habrá llegado tan genial inspiración, que baja a la tierra solo de vez en vez y elige a unos pocos.
La saga de boleristas extraordinarios desborda estas páginas.
De los intérpretes más famosos, del clásico Lino Borges al globalizado Luis Miguel, cada quien hará su propio parnaso. De la tradición del primero a la fusión del segundo, tal vez no haya más diferencias que las que definen a la generación que desea escuchar y disfrutar la música. Y es una suerte, ante tanta bobería que se escucha por todos lados.
Así que un congreso “bolerístico” no sería impropio, sea en Cuidad México o en Katmandú. Y que sea en tierra azteca se sobreentiende, gracias a la buena voluntad de la institución mexicana dedicada a su preservación y fomento.