Con Sigfredo Ariel, de vuelta siempre a Santa Clara
28/7/2020
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Tenía el mejor oído de su generación, creo. Lo había entrenado en ese verso corto cercano a la canción, a la música popular que conocía a fondo, como quien ha dejado caer su mano hacia uno de los grandes misterios de Cuba, y podía devolverlo con un gesto muy prístino. Cantaba, a su modo, lo mismo boleros que guarachas, temas del feeling o éxitos de vitrola, que para él y sus amigos terminaban siendo verdaderas contraseñas. Una noche, a la medialuz de La Gaveta —aquel refugio donde tantas veces coincidí con él y Bladimir Zamora, dueño de esa cueva de Alí Babá—, hablaba y, como al desgaire, dibujaba en una hoja de papel hallada al azar, rostros y versos. Eran las líneas más memorables de un poema de Lina de Feria, y desde aquella ocasión hasta el momento en que la temida noticia de su muerte me lleva a escribir estas líneas, lo pienso ligado a los versos de esa otra mujer extraña: “humedece tus dedos/entíbiame un poco/y no me reconozcas”.
Sigfredo Ariel se fue en una “noche espléndida para morirse”, podría ser el remate de lo que tantos lamentamos. Pero este año se ha poblado de noches, nada espléndidas, en las que el fallecimiento y la despedida han tocado a tantas puertas de un modo, francamente, inmisericorde. Pasar por aquel balcón de Bladimir Zamora y madrugar en aquel punto vecino del Hotel Monserrate (los personajes y fantasmas con los que Reinaldo Arenas pobló ese edificio noctambuleaban por esos pasillos), era de alguna manera una iniciación. Una entrada en sociedad. En la pequeña sociedad letrada de la poesía cubana de los 80. Algunos lo consiguieron; otros no. Muchos hoy ni siquiera se imaginan qué era, qué es, qué podrá ser mirar los retratos de esa generación y poder, sin titubear, reconocer un rostro entre los vivos y los muertos. Sigfredo Ariel tiene su rostro y su canción en esas imágenes. Y lo vamos a recordar porque supo abrir, desde esas posibilidades, otras puertas a muchos más.
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Voy a ahorrarme su biografía, apelando a la nota que redactó para presentarse rápidamente a sí mismo en la antología La casa se mueve, aparecida en Málaga, en el 2000, bajo los impulsos cómplices de Jesús Aguado y Aurora Luque. Sigfredo tuvo a su cargo el prólogo de aquella selección de diez poetas, y escribió esas esquelas, que salpicó con alguna nota de humor. La suya no carece de tal elemento, y así reza:
Nació en Santa Clara, en 1962, el último día de octubre, justo en la Crisis de Octubre, o de “los cohetes”. Se trasladó a La Habana en 1982. Trabajó en la estación de radio de la Isla de Pinos o Isla de la Juventud y más tarde en la imprenta del Ministerio de Cultura como eterno aprendiz de impresor. Al recibir el Premio David de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1986 logró que lo emplearan en Radio Ciudad de La Habana. Cursó estudios en el Instituto Superior de Arte. Ha publicado Algunos pocos conocidos (Ediciones Unión, 1987), Cielo imaginario (Ediciones Vigía), El enorme verano (Editora Abril), ambos en 1995, Hotel Central, (Premio Nacional de Poesía de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1998) y Los peces & la vida tropical (Letras Cubanas, 2000). En 1997 apareció en Málaga su cuaderno Las primeras itálicas (Miguel Gómez, editor). Se gana la vida de muy disímiles maneras: como ilustrador y diseñador gráfico, productor de discos de música cubana y guionista de cine. Colaboró con Wim Wenders en la película Buena Vista Social Club.
Los que le conocimos sabemos que todo eso es cierto. Y más. Salida intempestiva de Santa Clara, donde se le acusó (como a tantos de su generación en los primeros años) de diversionismo ideológico. Vida poco más o menos de trashumante que lo llevó, en efecto, a la Isla de Pinos lo mismo que al apartamento de José Rodríguez Feo. Premios como el de El caimán barbudo con un poemario que nunca vio la luz, y muchos otros libros, incluido Mano de obra, Premio Nicolás Guillén, y La luz, bróder, la luz, antología personal que llevaba por título el verso final de un poema que iluminaba, también, el cierre de Algunos pocos conocidos. Contaba con orgullo que Pepe Feo, el inventor de Orígenes y Ciclón, había sido el editor de ese cuaderno, y reconocía las lecciones que él le dejó, al aconsejarle escribir poemas que dieran más cohesión al volumen. Logré alguna vez que hablara de Pepe, por escrito, y en una mesa acerca de su legado. Se emocionaba siempre al hablar de aquel millonario que abandonó sus viajes para saludar a Eliot y Cernuda, y se quedó en Cuba. Otra manera de darnos una lección.
En mi memoria hay otros paisajes. Matanzas, donde se le quiso y se le quiere tanto, dibujando para Ediciones Vigía. El cuarto con barbacoa de la calle Aponte, siempre amenazado por ladrones a los que dedicó poemas, y que cuidé durante uno de sus viajes bajo la mirada recelosa de su gata. En algunas fotos está junto a Miguel Barnet y en otras sonríe con Reynaldo González, o con Olga Marta Pérez. Y por supuesto, Santa Clara. De alguna manera, Sigfredo Ariel se propuso colocarla en el mapa de la poesía cubana no solo como referencia, sino como una suerte de lugar mítico. De ahí su libro Hotel Central y, por supuesto, Born in Santa Clara, con el que ganó el premio Julián del Casal. Aquella salida en términos de fuga de su juventud se transmutó en regresos constantes y amores, los suyos, muy diversos. Saludé a sus padres acá, los “leones”, como les llamaba. Y aprendí a reconocerlo en sus poemas tanto como en las canciones que por culpa suya me son ya imprescindibles. Desde el célebre concierto de Judy Garland en el Carnegie Hall, hasta un tema de Celia Cruz en su arribo a la Sonora Matancera; o los arranques de Carlos Embale en una grabación con Mongo Santamaría que acabaría apareciendo en la banda sonora de un espectáculo de Teatro El Público protagonizado por Virgilio Piñera. Por no hablar, claro está, de Marta Valdés o Elena Burke.
3
Hay un paisaje más para recordar a Sigfredo Ariel, y es, por supuesto, Radio Ciudad de La Habana. En un momento alucinado, en la misma emisora (“la emisora joven de la capital”), toda la tertulia habanera parecía haber coincidido. Bladimir Zamora, Xiomara del Rosario, Albis Torres, Alberto Rodríguez Tosca, Ramón Fernández-Larrea, Lázaro Sarmiento y tantos más. La poesía y la música, la irreverencia juvenil, la necesidad de cambios se hacían palpable en esos que, como jugando, creaban programas como Pisar el césped, El programa de Ramón, o Palabras contra el olvido. Fue un periodo intenso y delirante, caldeado por los empeños de difundir la música que no se encontraba en las fonotecas habituales, y deslizar señales y claves irreverentes que dieron a no pocos funcionarios algunos dolores de cabeza. Las noches de grabación eran seguidas por ron, poesía, discusiones acaloradas o cálidas sobre lo que los mapas nos iban dictando. No hablo de fechas, sino de un estado de ánimo. Ahí también tuvo Sigfredo Ariel su reino. Como un espacio compartido entre muchas personas que quizás ya no puedan volver a estar, de ese modo, o de otros, otra vez en esos sitios. O en la antigua sede de El caimán barbudo, donde oí tantos nombres, tantas canciones, tantos secretos, por primera vez.
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Le pedí el dibujo para la cubierta de una selección de poemas que se acaba de publicar en México. Gustoso, fiel a lo que en su caso era una idea de la amistad, me mandó el boceto, y en una de esas líneas de Messenger, mientras hablábamos de lo humano y lo divino, rescató un poema inédito hasta ahora que me había dedicado hacía mucho tiempo, y que había reaparecido entre otros papeles.
Al parecer se trataba un poema que viene de nuestros primeros encuentros, poco antes de que, junto a Rafael Alcides y Raúl Rivero, integrara el jurado que dio el premio El caimán barbudo a mi primer cuaderno, en 1989. Lo añado aquí no como toque de vanidad, sino para preguntarle de qué modo me vio, cómo me veo ahora a través de su reflejo, y tratar de responderle algunas cosas:
“Retrato de Norge adolescente”
(Circa 1987)
En un rincón sobre los lotos
del piso bromea con personas
a quienes no conoce aún
acerca de goces extraordinarios
y nocturnos que en verdad
no ha experimentado todavía / tal vez
en la litera núbil de la escuela
recibió no a un cuerpo
sino a su anunciación: al verse
hoy presumiendo entre nosotros
de goces extraordinarios
y nocturnos
le esperan no muy lejos
no muy nítidos, al doblar por 23
tropezando con cuerpos sin personas
que tampoco conoce todavía.
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Lo que podría yo decir del poeta Sigfredo Ariel, ante la noticia de su muerte, no puede desligarse de lo que pienso hoy sobre la persona que fue. Se dedicó, en esos poemarios sucesivos, a vernos y a verse con agudeza y buen oído, con esas rimas internas suyas tan características, con esa voluntad tan particular de entenderse en los rostros y los gestos y los deseos de los demás. El fantasma de Julián del Casal le permitía adivinarse en ese reflejo finisecular para deshacer las cuentas de su propio ir y venir de una ciudad o una casa a otra. La nieve que cae, vista desde la oficina del registro, era de algún modo una afirmación de lo por venir, presagiado en la luz que quedará, “y no otra cosa”. Rara vez sus textos se hacían extensos, como en “Menta”. Tenía el don de la metáfora, y un vocabulario amplio que se proveía de lecturas muy distintas, como demostró al regalar a Antón Arrufat un conjunto de poemas inspirados en el drama griego. Escribió mucho, y aún deben quedar inéditos. Su primer libro póstumo ha de ver la luz en Santa Clara, en la que ganó el premio Fundación de la Ciudad, y eso de modo irremediable hace pensar en un regreso a los orígenes. Figúrate se llama el volumen de testimonios sobre música popular cubana con el que obtuvo ese galardón. Pero lo cierto es que Sigfredo, a su modo, no dejaba de volver a su ciudad natal. En cuerpo y en espíritu, porque los escritores de esa plaza lo evocaban constantemente y con algunos mantuvo amistades que superaron décadas y muchos recelos. Su nombre aparece como impresor de Brotes, el boletín del taller literario Juan Oscar Alvarado en el que algunos de esos nombres, hoy muy respetados, vieron sus primeras obras en blanco y negro. Fue allí donde nos vimos por última vez, antes de imaginar, ante el parque Leoncio Vidal, que sus preguntas sobre la salud de mi madre se transformarían en interrogantes mías acerca de su propia salud, cruzadas a veces con Laidi Fernández de Juan. Fallecieron, mi madre y él, con apenas días de diferencia. Aprendo a sobrevivir la ausencia de ambos, y por cuestiones de pura fidelidad es que me levanto a evocarlos, bajo el cielo de Santa Clara.
Un poeta no muere a sus 58 años. Ni una enfermedad brutal es quien lo despedaza. Quien muere es el poeta que desaparece sin legarnos al menos una línea, un modo de recordarnos ante su página. Cada libro segrega, a su modo, su canción. Sigfredo Ariel se hizo un lugar en la música desde la poesía. Y la música es la sangre espiritual de este país, una de sus fuerzas. Me propongo hallarlo otra vez en esas fuentes de resistencia inagotables. En el verso con reminiscencias de Lezama o Darío, pero también en el son que contiene su secreto, y lo revela a manera de charada. Con él aprendí a pensar a un poeta desde la canción, desde la música. Y tengo fe en que gracias a ello, nos seguirá acompañando su voz. Su voz, bróder, su voz. Y no otra cosa.