Que en Cuba, por veleidades de la retórica cotidiana, la palabra “señor” se venga imponiendo sobre la de “compañero” me obliga a reafirmar que Eduardo Heras León, con todo y su señorío, supo ser compañero de todos aquellos que demandaron sus consejos, su conversación, su amistad, su mano solidaria.
Señorío digo, y me acojo a la primera acepción que consigna el DRAE: “Dominio o mando sobre algo”, pero también a estas otras: “Gravedad y mesura en el porte o en las acciones” y “Dominio y libertad en obrar, sujetando las pasiones a la razón”. En esos sentidos El Chino Heras era todo un señor, un caballero incapaz de un exabrupto, poco importa que discutiera sobre algo en lo que sus opiniones divergieran drásticamente de las de su interlocutor.
Lo vi por primera vez en 1977, cuando el edificio de Bellas Artes era sede del encuentro nacional de talleres literarios, al que yo concurría como concursante en poesía. No hacía de jurado, solo merodeaba un poco fantasmagórico y solitario por las comisiones. Aún cargaba con las secuelas del injusto sambenito con que lo marcaron con hierro candente. Pocos se le acercaban a saludarlo o conversar. Yo no lo hice, pero solo me detenía el pudor del principiante. Mi admiración por su desacralizador, pero humanísimo Los pasos en la hierba me había transmitido la lección de una literatura revolucionaria despojada del maniqueísmo a la orden del día.
El amigo escritor Julio Crespo Francisco, también fallecido hace algunos años, lo señaló y me dijo: “Ahí tienes al autor de tu emblemático Los pasos en la hierba, parece que ya lo van a rehabilitar”. Habíamos hablado Julio y yo, larga y favorablemente, sobre aquel libro que le costara la ojeriza de los guardianes de la pureza ideológica hasta llevarlo a trabajar de capacitador durante siete años en la fundición Vanguardia Socialista. Con el estoicismo de su ascendencia asiática lo soportó todo. Y nunca renegó, ni suplicó. Deambulaba por aquel evento con la cabeza en alto.
La vida misma, justa, pero lenta, lo devolvió, como avizorara Julio, al sitio que siempre mereció como maestro de más de una promoción de narradores y finalmente creador del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Por lo general sonriente, con un sosegado sentido del humor, cuando ya éramos amigos a cada rato se me acercaba y me soltaba alguna décima jocosa; incluso, en una ocasión me ofreció como primicia, una de la cual éramos autores los miembros del Club del Poste, al cual, como se sabe, pertenezco. Maravillas de la transmisión oral. Qué orgullo ver a Eduardo Heras León diciéndome de memoria una décima en cuya escritura yo había participado.
Fue en 1981 que lo conocí más cercanamente, pues fue editor del volumen Talleres literarios 1980, donde se publicó un poema ganador de la primera mención. Al analizar conmigo aquel, el primer logro en mi magra carrera de entonces, recuerdo como si fuera hoy todas sus recomendaciones. Eran años en que se empezaba a abandonar el enfoque épico a ultranza de la literatura y el mío era un poema de amor, bastante discreto, al punto de que nunca tuvo cabida en ninguno de mis libros posteriores. Pero sus palabras fueron más o menos estas: “Hace falta que se acabe de comprender que la literatura del socialismo es también el testimonio de personas que enfrentan individualidades plenas o angustiosas, como en tu poema”.
“Premios y condecoraciones tuvo, de la más alta denominación; pero la mejor medalla que recibió fue la de la amistad y el agradecimiento de la comunidad cultural cubana que, muy mayoritariamente, lo arropó con su afecto y la justa valoración de sus grandes aportes a la narrativa cubana”.
Sin embargo, y lo digo despojando de toda su connotación peyorativa al término, escribió uno de los pocos libros donde el tan mal traído realismo socialista entregó un fruto de valor en nuestra vida literaria. Hablo de Acero, testimonio escrito desde el amor doloroso de sus días en la referida fundición. De dicho volumen me parecen inmejorables sobre todo sus viñetas descriptivas de los procesos fabriles, y especialmente el cuento “Urbano, en la muerte”. Pura poesía todo. Ignoro si la frase es apócrifa —me la citó de memoria un amigo atribuyéndosela a Brecht— pues la he buscado y nunca di con ella, pero en el caso de Eduardo Heras León aplica perfectamente: “Cuando un hombre es capaz de comprender, y hasta amar, a los mismos que lo odiaron, ese hombre es épico”. La lectura de Acero me trajo la imagen de un héroe que nunca buscó protagonismos, pero quiso plasmar la imagen de aquellos obreros que —más que los intelectuales— supieron calibrar su valía. Ni una frase de odio o resentimiento hay en sus 126 páginas.
Felizmente, un buen día, todo aquel viacrucis terminó y al Chino se le reconoció su verdadera condición revolucionaria, donde iban incluidas, por supuesto, sus grandezas literaria y pedagógica. Premios y condecoraciones tuvo, de la más alta denominación; pero la mejor medalla que recibió fue la de la amistad y el agradecimiento de la comunidad cultural cubana que, muy mayoritariamente, lo arropó con su afecto y la justa valoración de sus grandes aportes a la narrativa cubana.
No seremos los mismos. Nunca más tendremos sus consejos, sus chistes, su buen carácter. Pero él sí tendrá para siempre el reconocimiento de quienes sabemos que fue una figura única, en lo humano, en lo político y en lo literario. Por eso quiero terminar esta despedida con un fragmento del citado “Urbano, en la muerte”: “…puede pasar, que algo, una voz, una sombra, tal vez el eco de una música, nos devuelva su presencia”.[1] Entonces, querido amigo, te despido diciéndote que, de ahora en lo adelante, cada vez que escuche Veinte años —tu número favorito según reconociste públicamente— me haré la idea de que estás ahí como siempre, con ese gesto reverencial e inteligente, presto a la sonrisa con que supiste dialogar con todo sin que importaran currículos ni jerarquías.
Notas:
[1] Eduardo Heras León: “Urbano, en la muerte”, Acero, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977.