Justo en la mitad de un trazo imaginario que divide a las provincias de Cienfuegos y Villa Clara está La Macagua, el sitio donde Sergio Corrieri fundó una de las aventuras más importantes del teatro cubano en los últimos cuarenta años. Un día del último noviembre, en la casa que antes perteneció a su entrañable Gilda Hernández, pudimos cumplir el pacto de encontrarnos con Carlos Pérez Peña, para conversar sobre sus inicios en el teatro, el oficio del actor, la escena cubana de hoy y, en especial, sobre el grupo Escambray, al cual ha entregado la mitad de sus sesenta años. Cuatro capítulos imprescindibles para un acercamiento al teatrista que se tejen con toda naturalidad; por eso preferimos hilvanar zonas de cada uno de ellos teniendo como eje el testimonio de Carlos sobre el Escambray, revelador en varios sentidos de la importancia cenital de este colectivo en la praxis artística y no solo teatral de la contemporaneidad cultural cubana.

Es curioso que haya sido el espectáculo Largo viaje de un día hacia la noche, de Vicente Revuelta, iniciador en 1958 en Cuba de una praxis riesgosa, colocada en el filo de la navaja por su búsqueda de la novedad a través de la experimentación, el responsable más directo de tu vocación actoral. ¿Podrías establecer, desde ese punto de vista, un nexo, una línea entre el Guiñol, Los Doce, Teatro Estudio y Teatro Escambray? ¿Cómo has enfrentado esa vocación?

Contradictoriamente, a pesar de la característica pasiva de mi personalidad, siempre me ha gustado estar en riesgo.

En el Guiñol recibí los primeros asomos de lo que es la profesión en el sentido ético, del rigor con el trabajo, de la autoexigencia constante, eso nunca lo podré olvidar. Allí el mayor riesgo, por ejemplo, fue cuando asumimos tempo-radas de teatro para adultos, y en ocasiones, aun con un solo espectador en la sala, había que dar la función. Así comencé a sentir el placer del riesgo, aunque este incluya el fracaso, pero eso en el mundo del arte no se puede obviar. Nunca me ha gustado caminar por senderos seguros, me complacen más los caminos vulnerables.

El Conjunto Dramático Nacional se creó con el sentido más convencional de enfrentar el teatro, se proyectaba en grandes espectáculos con grandes actores y, por supuesto, buscando un público. Su objetivo fundamental era hacer el gran teatro en Cuba.

“Nunca me ha gustado caminar por senderos seguros, me complacen más los caminos vulnerables”.

De manera que como riesgo artístico allí no experimenté nada, sin embargo, en mi formación como actor tuve la suerte de conocer y trabajar con gente de la cual recibí mucho en el sentido de no estar nunca satisfecho, de ejercer la voluntad sobre uno mismo, de estar muy consciente de los problemas individuales, pero nada más.

Teatro Estudio fue una época fugaz, porque de hecho nunca pertenecí realmente al grupo. Vicente, cuando regresa de su gira por Europa con La noche de los asesinos y sus encuentros con el Living Theater y las corrientes de vanguardia de aquellos años, venía con la idea de formar un grupo de teatro experimental.

Los Doce desde sus inicios fue el riesgo mismo. Primero, trabajar solos encerrados en un lugar sobre el cual se tejían las leyendas más atroces alrededor del grupo, tener encontronazos internos entre aquellas cuatro paredes y, no obstante, seguir. El montaje de Peer Gynt fue muy agónico, y lo estrenamos en contra de todo, además de que en esa fecha ya empezaban a soplar los vientos que después se instalarían en el teatro en la década del setenta. Lo más importante es que fuimos valientes sin pensar si éramos vanguardia o no.

Coincidentemente, cuando estábamos enterrando a Los Doce en la segunda planta del antiguo Lyceum de La Habana, en el primer piso se reunía el grupo Teatro Escambray después de un año de trabajo. En aquella reunión de Los Doce, Vicente nos plantea a un grupo de actores continuar con él en Teatro Estudio, y Flora Lauten y yo no estuvimos de acuerdo. Creo que lo que más descubrí en Los Doce fue la afirmación de principios éticos con respecto a esta profesión, sentí de pronto que no cabía en ningún otro lugar en aquel momento. Al parecer, el hecho de que el Escambray estuviera abajo influyó en mí.

¿No significó esa decisión de enrolarte en el teatro ─que en la práctica coincidía, además, con la llegada y el tiempo histórico de la Revolución─, una ruptura con las aspiraciones que hacia ti concebía tu familia, burguesa y anclada en Sagua la Grande?

Para emplear un término del Escambray, yo les diría que un drauma, más que un trauma. Me costó mucho trabajo romper con esos lazos familiares. Mi propio temperamento ha sido afectado por esa ruptura, tengo una tendencia a ser una persona pasiva, a esperar que lleguen las cosas para entonces operar sobre ellas; en ocasiones esto me ha sido favorable, pero en otras no.

En aquellos años fui recibiendo un aluvión de citaciones revolucionarias y viviéndolas de una manera muy callada. En la medida en que la familia se iba desmembrando, yo seguía esperando a que esa situación terminara, que los obstáculos desaparecieran, y la única manera de solucionarla era que ellos se fueran del país. Evidentemente ese proceso de dos o tres años afectó mi personalidad, mi forma de proyectarme en la vida y que tanto tiempo después aún arrastro.

“La labor del teatro, sin dejar de ser política, era para mí una labor fundamentalmente artística, de iniciación de un público en eventos en los cuales se involucraba”.

Pero en esa etapa, les hablo del sesenta o sesenta y uno, la Revolución como hecho cultural me facilitó quedarme y enfrentar al teatro como yo lo concebía, sin ninguna aspiración a convertirme en estrella de cine o en un actor famoso.

¿Cómo definirías hoy la relación entre la experimentación artística, teatral del grupo y su lema “El arte es un arma eficaz de la Revolución”?

De aquella etapa también hay una frase menos conocida que salió de uno de los primeros seminarios del grupo. Se decía que la eficacia de un espectáculo era directamente proporcional a su eficacia artística; a las bondades de un lenguaje correspondían las bondades de otros mensajes. Esta idea fue primordial en la praxis del grupo.

Cuando entro al grupo es cuando cristaliza el estreno de La vitrina, la primera obra resultado de una investigación, donde, a mi juicio, lo más trascendente era que reflejaba eficazmente desde el punto de vista artístico los conflictos de esa población. No era un espejo deformante, era bastante fiel a la imagen que el grupo recibía de ese público, era quizás un poco expresionista de todo el agitado mundo del Escambray en esos años. La labor del teatro, sin dejar de ser política, era para mí una labor fundamentalmente artística, de iniciación de un público en eventos en los cuales se involucraba.

Recuerdo que se discutió mucho el texto. Algunas personas que habían participado en la investigación estaban en contra de que la obra se pusiera, porque pensaban que era una imagen demasiado violenta de ese mundo. Por suerte, la pieza se ofreció al público y fue determinante para el desarrollo posterior del grupo.

¿Dónde se te manifestaba una continuidad en el Escambray con respecto a la tradición cubana y a la asimilación por esta de las fuentes universales, incluyendo las más recientes en aquel entonces, y dónde una ruptura con aquellas?

De alguna manera había fundamentos de una cultura vernácula en aquellos espectáculos. No hacíamos el negrito, el gallego y la mulata, sin embargo, de todas esas obras, sobre todo de las que escribió Albio, quien fue el que más escribió, los personajes hubieran podido ser arquetipos de la cultura campesina, no llegaron a serlo porque él no los continuó trabajando. Albio Paz tenía un talento muy particular para transformar lo que podría ser una expresión cotidiana de la vida, en arquetipos de la conducta y patrones culturales del campo cubano. Me parece que los textos son extraordinarios en ese sentido, por eso creo que lo escrito en esos tiempos entronca con una tradición cultural cubana. Existían algunos elementos formales que se usaban como, por ejemplo, el tratamiento de la décima, no solo como controversia, sino en la narración de historias anteriores o construcciones elípticas que suplían un espacio. De alguna forma, nosotros contribuimos a mantener viva esa tradición. Actualmente en esta zona está a punto de desaparecer como manifestación popular.

Dentro de la tradición universal, esas obras no renunciaron a nada. La vitrina tenía elementos de teatro del absurdo en todo momento. En otras obras, por ejemplo, la muerte tenía un tratamiento jocoso, la gente vivía y moría. Nunca ofrecimos una explicación didáctica dentro de la puesta en escena, sino que era la manera de expresar esa problemática, sin ningún tipo de concesión, de pensar que algo era difícil de entender.

Por otro lado, en El juicio, obra más corta en el repertorio porque el conflicto que la creó desapareció más rápido, el evento de participación con el público en una zona de la estructura dramática de la obra era impresionante y a veces increíble. Nunca pretendimos que el público actuara, no dejaron de ser espectadores, pero se involucraba tanto en lo que estaba ocurriendo y los mecanismos dramatúrgicos eran tan fuertes que casi era un milagro que pasara. Quizás algunos espectáculos posteriores violentaron la entrada del público en la estructura dramática, y eso los hacía menos valiosos. Solamente su propia estructura y la violencia de la que El juicio trataba hacían posible esa participación de manera más orgánica.

Carlos Pérez Peña en la obra teatral La excepción y la regla.

Lo nuestro fue un proceso muy orgánico de readecuación de esas estructuras de los textos, de la propia puesta en escena y del trabajo de los actores y de los directores en aquellas circunstancias en las que se trabajaba. No hubo que descubrir nada, simplemente tuvimos que adaptarnos a los espacios al aire libre, aprovechar la propia locación como elemento dramático y actuar. Pienso que algunos, por ejemplo, recién graduados de la ENA, sufrieron un proceso muy fuerte, en el sentido del cambio de la academia a otro estilo que exigía mucha más proyección del actor, más selección en la gestualidad y de sus dinámicas espectaculares, aunque también depende mucho de la inteligencia de los actores.

No creo que el Escambray haya roto con nada en el sentido del teatro, sino que la gente que lo formó sí rompió con sus propias historias y cortaron el camino hacia otras perspectivas. Fue lo más audaz que hicieron en aquel momento. De no haber ocurrido circunstancias muy excepcionales, de no haberse contado con la gente de aquí, con un Nicolás Chaos que tuvo una especial visión de lo que podía derivarse del grupo, quizás hubiera abortado y a la larga hubiéramos tenido que desaparecer.

¿Ayudó la crítica y la reflexión, tanto externa como interna, a la definición del derrotero de esa práctica?

Sé que todo el mundo no comparte esto que les diré, pero a nosotros nos faltó análisis, nos faltó reflexión sobre los fenómenos que estábamos provocando y lo que los espectáculos provocaban en nosotros. Y no creo que la cuestión sea sentirse culpable por no haberlo hecho. También eran tiempos muy vertiginosos y por ejemplo cuando pasaba algo en una función de La vitrina, Albio enseguida escribía nuevos textos y al día siguiente se realizaba la función con los nuevos textos incorporados. Estábamos reflexionando en la práctica, pero pienso que hubiera hecho falta una reflexión posterior. De manera que aquellos hallazgos no corrieran el peligro de convertirse en fórmulas que podían o no funcionar después, cuando las circunstancias cambiaran. Me parece que lo peor que pudo haber pasado, y asomó en algún momento, fue tratar de meterse en moldes que no siempre respondían a los mismos estímulos, podíamos convertirnos en provocadores de estímulos falsos y adulterar el proceso de un texto y de su puesta en escena, y entonces el teatro se convertía en algo eminentemente propagandístico.

¿En qué medida pudo haber afectado a esa vocación investigativa y experimental, sintetizadora en el orden social y estético, la ganancia de un reconocimiento, un estatus, un nivel material, un deber ser?

De alguna manera afectó el trabajo. No sé qué hubiera sido de Albio como dramaturgo si hubiera seguido en el grupo, pero cuando él decidió dejar el Escambray planteaba que no le parecía que debíamos permanecer aquí trabajando en una zona campesina. Por eso quizás inició más tarde su proyecto en Cubana de Acero. Sin embargo, al irse perdimos su particular y valiosa percepción del mundo rural, su audacia para trabajar esos caracteres y temas. Pienso que fue una situación que influyó en que después se repitieran fórmulas. También pretender crear un movimiento a nivel nacional, que no fue iniciativa nuestra, con las características del grupo, no fue una idea feliz. Nos hizo a nosotros, como cabeza de ese supuesto movimiento, una norma, y todo lo que nace normado deja de ser vivo. Quizás fue más importante el tratamiento de ciertos temas que la forma en que eran abordados.

La misma urgencia y demanda de Teatro Escambray, sin pretender librarnos de cualquier responsabilidad, de alguna manera impedía que el grupo reflexionara sobre sí mismo. También en esos años creo que creció de forma antinatural. Asimilar tanta gente nos desgastó.

“Contradictoriamente, a pesar de la característica pasiva de mi personalidad, siempre me ha gustado estar en riesgo”.

Hay una etapa, no sé si está recogida en alguna investigación, después de Angola en 1976, en que el grupo se lanza hacia un público nacional. Hasta esa fecha no habíamos salido del Escambray, no existían festivales de teatro. Cuando se regresa de África, comenzamos a girar por todo el país con un repertorio que empieza a quedarse atrás de acuerdo con las nuevas exigencias sociales y artísticas. Fue una etapa esplendorosa en el sentido de su enorme repercusión nacional, de la gran autonomía con que el grupo se movía a lo largo de la isla. No obstante, algunos sentíamos insatisfacciones, creíamos que había que hacer algo distinto, tomar nuevos derroteros. Lo que le pone punto final a ese proceso es Molinos de viento, en 1984.

Los años setenta, fueron tan tremebundos para el movimiento teatral cubano, sin embargo, para Teatro Escambray fueron dorados en el sentido de su repercusión. Quizás la gran proyección que empieza a tener, no porque tuviera especial protección, no sé si la tuvo, salva al grupo de estatus del período gris; pero también, de alguna forma, escindió al Escambray del resto del teatro.

Se ha comentado por parte de algunos teatristas la protección oficial de la cual gozó Teatro Escambray en los años setenta, período en el que muchos grupos fueron ultimados y muchos teatristas sufrieron la suspensión. ¿Favoreció, en algún sentido, la ubicación periférica del grupo? ¿Se sintieron alguna vez marginados por el movimiento teatral que sufrió estos embates?

No sé si ya el grupo había tomado tanta fuerza desde el punto de vista de su repercusión social que era casi intocable. Recuerdo la preocupación del grupo por todo lo que estaba ocurriendo en La Habana, incluso mucha gente que podía haber sido eliminada del movimiento teatral estaba trabajando con nosotros, no porque estaba huyendo y esto era como una fortaleza, sino porque el grupo mantuvo sus puertas abiertas. Pienso que lo que aparta al grupo de ese fenómeno fue la lejanía. No sé qué hubiera pasado con el grupo si aquello hubiera cobrado más fuerza, quizás se consideraría a La vitrina ideológicamente negativa.

De la misma forma, ocurren otros fenómenos que emparentan al grupo con el teatro de relaciones en Santiago de Cuba. Los procesos eran orgánicos, comenzaron a cristalizar y tuvimos un contacto muy fuerte y vital. El Cabildo Teatral era un grupo muy valioso que nunca hizo lo mismo que nosotros. Ambos grupos correspondían a dos realidades totalmente diferentes, quizás las intenciones no coincidían, pero nunca el universo de uno pretendió imponerse sobre el otro. Si se intentó crear un movimiento de teatro nuevo debió ser de esta forma y no a partir de una disposición oficial.

¿Cuánto había de creación colectiva como entidad grupal?

No había mucho de creación colectiva. También esa zona se manipuló, quizás con el ánimo de vincular a Teatro Escambray con las experiencias en Latinoamérica. Todos los actores conocían el tema que iba a tratar el espectáculo, pero no se escribió una obra a cuatro manos, ni se dirigió una puesta entre todos.

El grupo inicia su primera investigación en la zona de La Vitrina porque allí existían conflictos que podían servir de material al grupo. Albio entonces escribió la historia y la dirigió de la manera más convencional. Fue así con el resto de la dramaturgia en esa época brillante del grupo. El juicio la escribió Gilda Hernández y la dirigió Corrieri. La emboscada la escribió Roberto Orihuela. No obstante, las direcciones de las investigaciones siempre surgían a partir del análisis del día anterior.

“Dirigir para mí ha sido un proceso muy orgánico, aunque jamás pensé en convertirme en director, ni tampoco lo pienso”.

Siempre nos llamó la atención que, en los seminarios, en ese espacio que le han dedicado a la reflexión colectiva se evidenciaban tensiones entre la proyección social del grupo y la actitud disciplinaria, ética, de convivencia de los individuos. Como ejemplo excepcional de lo contrario muchos te señalaban. Tú que has sido hasta director general, revélanos la fórmula para acercar estos polos.

No sé cuál puede ser, quizás esté en relación directa con la fortaleza de los objetivos que persiga un grupo en un momento determinado. Cuando el grupo creció de manera desmesurada provocó un problema grave. Hasta ese momento Teatro Escambray había sido un núcleo cerrado, con una fuerte comunidad de intereses artísticos, sociales y vitales entre la gente que lo componían, y eso, lógicamente, tenía que reflejarse en lo que el grupo hacía. Cuando empiezas a introducir elementos extraños, por muy valiosos que sean, se produce una heterogeneidad imposible de integrar y de resolver. Los que estábamos desde los primeros años, aun cuando tuviéramos procedencias distintas, teníamos un pasado que podíamos compartir.

No sé si tuvimos conciencia de esa situación desde el inicio, porque los tiempos eran muy vertiginosos. Era evidente que el grupo se atomizaba, empezó a desmembrarse el criterio sólido que lo fundamentaba. En la misma medida en que trabajábamos más, éramos más famosos y teníamos un mayor público, en el interior del colectivo ocurría lo contrario, estaba resquebrajándose dentro de sí mismo en el sentido ideoestético. Antes de viajar a Angola y proyectarnos internacionalmente en festivales, el grupo era muy fuerte, el espíritu se mantenía, a pesar de que algunos espectáculos podían ser buenos o no. Después todo cambió y no supimos frenarlo.

¿Cómo han influido en el destino del grupo las transformaciones operadas en la zona en que se encuentran enclavados?

De una manera muy determinante. En primer lugar, desde el punto de vista operacional cuando la división político-administrativa; pero desde el punto de vista cultural, al menos en esta zona del campo que conocemos tanto, no creo que se esté en un proceso de transformación, sino más bien de extinción sociocultural. Es un universo espiritual que se va apagando. Muchos habitantes oriundos de esta región la han abandonado en medio de la creación de planes agropecuarios, se han marchado a las ciudades e integrado una especie de semimarginalidad urbano-campesina alrededor de las ciudades y los pueblos. Ahora ha regresado mucha gente a trabajar al campo que ya no son campesinos, en algunos casos ni siquiera descendientes de campesinos. Esa pérdida la sientes cuando estamos haciendo funciones, que ahora han llamado comunitarias, y te das cuenta por la composición del público que ya no es una comunidad como hace veinte años. Creo que a la hora de hablar de teatro comunitario se debe primeramente retomar las raíces de la comunidad y revivirlas, si no hay que resucitarlas. En este sentido, para el grupo ha sido fundamental y en muchos casos lapidario, porque a veces no sabes qué hacer, desconoces para quién estás trabajando. Sin embargo, el grupo no ha abandonado nunca la vocación de comunicarse con cualquier tipo de público.

El cambio del contexto donde el grupo ha estado insertado lo ha afectado mucho. Los setenta nuestros han sido estos, no solo desde el punto de vista material, sino en el sentido de cómo ubicar el trabajo en estas condiciones nebulosas.

Siempre has asumido como imperativa la dirección artística. Sin embargo, en tus espectáculos se notaba una dimensión, en otras circunstancias de producción y de recepción de la imagen, del Escambray. ¿Cómo generar esa continuidad, aún con las lógicas necesidades de transformación, hacia el presente?

Dirigir para mí ha sido un proceso muy orgánico, aunque jamás pensé en convertirme en director, ni tampoco lo pienso; lo he hecho a partir de la posibilidad de conocer a la gente con que he trabajado y también cuando un texto me ha seducido.

Por otra parte, tengo mi poética particular, mis constantes, mi imagen del teatro que no tiene que ser la misma del Teatro Escambray hace veinte años, no tengo por qué violentarme y hacer un espectáculo en el patio de una casa si no lo siento. Me sentía mucho más cercano a montar una obra como Fabriles,que exige un ámbito particular, y no significa que esté traicionando un legado. Ha sido mi proceso de entender por qué he permanecido aquí tanto tiempo, por qué me convertí en actor, es decir, por qué decidí hacer mi vida desde el teatro, y me siento satisfecho de las cosas que he hecho. Pienso que si algo valioso tengo es que he tratado de ser honesto conmigo mismo. En la medida en que lo he podido conseguir, las cosas me han salido con ese nivel de autenticidad. Recuerdo que cuando Fabriles ganó el Premio de la Crítica, me alegré muchísimo, porque significaba que un proceso de trabajo que estaba perdiéndose, a los ojos de la crítica misma podía continuar. Nunca me he sentido como un maestro, y no sé si en el futuro, cuando no esté aquí, pudiera seguir esa línea.

“Permanecer y tratar de hacer teatro desde estas lomas es una enorme utopía, vivir con sus salarios es un milagro, y a pesar de ello quieren seguir haciendo teatro. Pienso que de ahí debe salir algo, el Escambray del 2000”.

En estos momentos el grupo se encuentra en estado embrionario y lo que me da confianza es la verdadera pasión con que esta nueva gente se está integrando a un trabajo que cada vez es más utópico. Permanecer y tratar de hacer teatro desde estas lomas es una enorme utopía, vivir con sus salarios es un milagro, y a pesar de ello quieren seguir haciendo teatro. Pienso que de ahí debe salir algo, el Escambray del 2000. También sucede que el grupo carga con su nombre y eso es una fatalidad hasta cierto punto, porque todavía hay gente que al ver un espectáculo afirma que ese no es el Escambray, y yo me pregunto qué será entonces. Al igual que los actores tienen que quitarse la máscara, así debe el espectador desenmascararse y recibir las cosas de otra manera, quizás más pura.

Has permanecido casi treinta años de tu vida en estas lomas, siendo uno de los actores más importantes del país, habiendo transitado por experiencias tan significativas. Sin embargo, has renunciado al cine, la televisión y al teatro capitalino. ¿Qué te ha llevado a esas preferencias? ¿Por qué has insistido en permanecer aquí aun cuando el Escambray ya no es el mismo?

Realmente no he renunciado, las circunstancias lo han hecho parecer. Creo que la única insatisfacción que tengo en mi carrera como actor es no haber hecho una buena película. Siempre anhelé hacer una película con Titón, por ejemplo.

Cuando Tomás González escribió el guion junto a Titón de La última cena, me decía que uno de los nombres que se estaban proponiendo era el mío y eso me hacía temblar, finalmente no lo hice. Tuve pequeñas experiencias y todas fueron bastante malas, eran papeles equivocados, sin resultado, y de todo eso me quedó un sabor amargo. Sin embargo, me he quedado con el ansia de participar en una película que constituya un hecho artístico valioso. También me encantaría hacer buena televisión.

He seguido haciendo teatro aquí, aún antes de estar en la periferia, cuando éramos el centro, porque de una manera mejor o peor, el teatro donde yo esté proyectándome sirva, no para que reflexione o discuta sobre sí mismo, esa es la cáscara del asunto, sino para que el público, como individuo, tenga conciencia, durante una representación teatral, de que existen, de que están parados sobre una tierra determinada, de que viven una vida que muchas veces están tirando por la borda, tal y como yo me pregunto por qué hago teatro, por qué estoy en Cuba a pesar de todos los problemas. Esas preguntas también deben trasladarse a la gente que me está viendo. Eso es lo que me ha mantenido aquí y me ha creado un compromiso con el grupo.

En estos momentos yo no debería estar aquí, pero las circunstancias dolorosas en las que se ha vivido en los últimos tiempos han determinado que permanezca, justamente por ese sentido del compromiso. Siento que he dejado de hacer cosas que me había propuesto, pero no me siento mal por dejarlas de hacer. Existe también alguna relación con esas palabras religiosas, de apostolado, de sacrificio. Mi educación fue religiosa y nunca he dejado de sentir la eucaristía. Con el teatro me entrego a ese misterio. Lo seguiría haciendo donde quiera, pero la vida ha decidido que lo siga haciendo desde aquí, no sé hasta cuándo.

“Con el teatro me entrego a ese misterio. Lo seguiría haciendo donde quiera, pero la vida ha decidido que lo siga haciendo desde aquí, no sé hasta cuándo”.

En los últimos años hemos promovido juntos la celebración aquí de los eventos Teatro y Nación. ¿Qué papel le confieres a la crítica y a la reflexión en el camino de un actor, de un grupo y de un movimiento teatral?

A la crítica, tal como yo la entiendo, le concedo un papel fundamental en todo proceso. Lo que me ha sorprendido de una zona de la crítica es su incapacidad para mirar el trabajo del teatro como un proceso, sobre todo el trabajo del grupo; siempre se busca un resultado, no sé cuáles son en este sentido, en esta búsqueda, las expectativas del crítico; expectativas, por cierto, fuera de lugar, de tiempo y del mundo como diría Onelio. Me parece que el crítico debe ser un factor fundamental en el proceso de desarrollo, de investigación, de consecución de objetivos de un actor, de un grupo, o del hecho teatral.

Los eventos Teatro y Nación van en ese sentido. Se celebran aquí porque era un espacio propiciatorio para que ocurriera esa confrontación ante la crítica. Muchas veces se invitó a personas que nunca vinieron, tenían razones, pero siempre ese acto significa algo.

Pienso que la cátedra que sentó Rine dejó esas huellas en muchos críticos. En general, hay otra gente que ha seguido mirándonos, otras no, pero tampoco debe ser algo normado. Concibo la crítica como alter ego, como abogado del diablo de un proceso desde el punto de vista creativo.

¿Te reconoces hoy en el movimiento teatral de la isla?

Sí. Una de las cosas que más me ha reconfortado últimamente, además de los eventos Teatro y Nación, ha sido el sentirme reconocido por generaciones nuevas de teatristas. Es curioso, yo nunca he sentado cátedra como otros directores y actores. Nunca eso ha estado presente en mi universo de proyección y, sin embargo, me he dado cuenta de que una obra, una manera de concebir el teatro encuentra eco en mucha gente.

Tengo mucha confianza en algunos de los que están haciendo teatro ahora, los respeto extraordinariamente, aunque tengan poco tiempo de trabajo. Quizás lo que hablaba de la cuestión intelectual de la gente de teatro, siento que está presente en estas nuevas generaciones, tanto de los que hacen teatro como de los que teorizan. Esto último es algo que me hubiera gustado tener en mi formación, poder acceder a ese universo intelectual alrededor de un fenómeno artístico. He tratado de suplirlo, pero no ha sido ya mi momento.

No significa esto que lo que dejo queda en buenas manos, no es en esos términos, creo que aún soy un organismo vivo.

¿Qué deberíamos hacer para activar al movimiento teatral?

No tengo la menor idea. No sé si veo el mundo del teatro de una manera pesimista. En primer lugar, siento que deberían existir las compañías, los teatros estables, no puedo concebir a un estudiante del ISA que no haya visto a Lope de Vega en escena por mucho que se estudie. ¿Dónde está la memoria de la escena cubana en estos días? No existe. Y si no existe la cubana, mucho menos la universal.

Pienso, además, que todo no es vanguardia, ni debe serlo, porque no todo el mundo es de la vanguardia, y en última instancia atrofia a esta y oscurece sus caminos. Creo que la gente debe ubicarse en saber cuál es su verdadero futuro dentro del teatro. Hace falta establecer las cosas, siento mucha inestabilidad. Las personas que están trabajando nunca saben cómo ni cuándo lo van a hacer, adónde pueden ir. La situación económica está cambiando y no sé si de aquí a cinco años el teatro cubano continúe subvencionado, y eso me da miedo. Yo he sentido que mi lugar es este y por eso he continuado aquí, pero no deja de ser un panorama incierto. Yo no entiendo ni acepto el teatro como marginalidad, no lo puedo aceptar, lo puedo entender como subversión, pero no como marginalidad.

Han pasado treinta años y el Escambray desde 1995 aproximadamente hasta la fecha ha sufrido una de sus grandes crisis creativas. ¿Ves en estas circunstancias razones para detenerse?

No hay por qué detenerse. Hay que tener la suficiente claridad para darse cuenta si vale la pena seguir o no. En estos momentos vale la pena, solo hay que esperar, darle un margen a que estos gérmenes se definan.

“A mí me encanta actuar y ojalá lo pueda seguir haciendo”.

A mí esto me lo hacen pensar las respuestas de mucha gente del grupo porque yo me hubiera detenido. Sin embargo, la actitud de mucha gente me ha hecho cambiar mi manera de vislumbrar el futuro. Estoy seguro de que yo me hubiera detenido.

¿Cansan mucho sesenta en la vida, cuarenta años en el teatro, treinta en un grupo?

Los que más han cansado son los treinta en un grupo, por eso digo que el nombre es una fatalidad. Creo que las cosas necesitan una dinámica que las haga cambiar y en ocasiones, arrastrar una historia cansa. Ni uno mismo es capaz de desembarazarse de ella y sentirse libre.

Por el resto, no me siento cansado. A mí me encanta actuar y ojalá lo pueda seguir haciendo.

¿Por qué tú crees que la gente hace teatro aquí?

Porque existe esa doble alma, estoy convencido. La gente que de verdad está haciendo teatro, lo hace porque en eso les va la vida. No es porque se la ganen con el teatro, es porque en eso se les va, y porque, además, como dijera Santiago García, se les da la gana.

¿Crees entonces en el espíritu que sopla y en el cuerpo que encarna, en la humildad de la caña entregada al viento?

Absolutamente.

Entrevista publicada en La Gaceta de Cuba, no. 3, 1998, pp. 7-11.