Hablaré sobre Cintio Vitier de la única manera posible para mí: con placer y admiración, también con agradecimiento, nunca como una manifestación de egotismo. Recordaré una experiencia de mi relación con él hace muchos años.
Comenzaré por una precisión que creo puede evitar malos entendidos a la hora de la lectura de este texto: cuando sucedieron nuestros primeros encuentros yo estaba al borde de los cuarenta años de edad, llevaba poco tiempo trabajando en la Biblioteca Nacional José Martí, era un poeta en ciernes (quizá por “culpa” del propio Cintio), y lo veía a él como lo que era, uno de los más sobresalientes intelectuales cubanos, poeta reconocidísimo, ensayista brillante y uno de los exintegrantes del mítico grupo Orígenes, flor y nata de la intelectualidad cubana anterior a 1959, un autor al que había leído lo suficiente como para sentir por él un enorme respeto. Hasta ese momento, no me había encontrado con nadie que, como él, tuviese más fe en el poder de la palabra escrita o en el de la poesía.
Fijados, pues, los roles del admirado aprendiz y del maestro, que no eran otros los nuestros, además de una amistad que comenzó a surgir, narraré algunos recuerdos de nuestra relación personal, la que se propició por estar yo trabajando en la Biblioteca y ser Fina y Cintio asiduos visitantes al que había sido su centro de trabajo. Nos presentó la común amiga Araceli García Carranza, un día cualquiera de 1990, en el cubículo (del segundo piso) de la gran bibliógrafa, al que yo acudía diariamente a saludarla y conversar sobre diversos temas. Entre Araceli y yo había surgido una amistad, de la que yo aprendía cada día. En Sala Cubana me encontraba con frecuencia con Cintio y Fina, y cuando él disponía de tiempo, pues iniciábamos conversaciones. Casi siempre la literatura cubana era el tema abordado o, a veces, la obra de Octavio Paz, asunto de mi preferencia, o los estudios que yo realizaba sobre la figura de Carlos Manuel de Céspedes, que eran de su interés (Cintio había analizado en profundidad la figura de Céspedes en varios de sus escritos, principalmente en “Valoración martiana de Carlos Manuel de Céspedes” y en Ese sol del mundo moral,aunque también en Flor oculta de la poesía cubana examinó sus dotes como poeta).
Cintio era un gran conversador, una vez interesado con el tema o con el interlocutor, sabía escuchar (para mí la virtud esencial en un diálogo) y mostraba, inconscientemente, algunos de sus rasgos más característicos a medida que avanzaba en la charla: su sagacidad crítica, el fervor por lo cubano, la inmensidad de su cultura acumulada, la inteligencia aguda y el humor pasado por el agua de cierta ironía que saltaba a ratos. Cintio iba al grano con rapidez, no se andaba con rodeos, pero sabía adecuarse a su interlocutor, a sus conocimientos y a las pretensiones que podía percibir de este para con él. No dejaba vislumbrar y mucho menos imponer su altura intelectual, más bien se colocaba en el papel del conversador capaz de satisfacer las expectativas que sabía se esperaban de él. Era afable y cordial. El ceño fruncido del momento reflexivo se alternaba, fluidamente, con una amplia y expresiva sonrisa. Con estos elementos descritos, era natural que resultara agradable e interesante una conversación con Cintio sobre cualquier tema y, por supuesto, mucho más sobre los temas en los que era un maestro indiscutible, pero podía charlar sobre tópicos aparentemente sencillos o “vulgares” con igual destreza. No ostentaba poses de erudito, aunque lo era, ni la majestad del catedrático, que no lo fue desde un aula, era simplemente un hombre sencillo, un sabio sencillo.
Una tarde de noviembre de 1991, visité a Fina y Cintio en su casa, él me había convocado para hablar de poesía y salimos en mi auto, primero a devolver a Cleva Solís a su casa (Clevita estaba con ellos cuando yo llegué), muy cerca, también en El Vedado, y después me ofrecí a llevarlos a buscar el pan (el pan diario), pues ese día la persona que hacía esa función no había podido acudir a casa de la pareja. Estábamos, no es ocioso recordarlo, en los inicios del llamado Período Especial y las colas para conseguir cualquier alimento eran muy similares a las del presente producto de la pandemia de la COVID-19. Nos sentamos Cintio y yo en uno de los bancos del parque que dan a la calle Calzada, al costado de El Auditórium, ahora Teatro Amadeo Roldán, en Calzada entre C y D, y rápidamente nos involucramos en una charla sobre Octavio Paz, a quien yo leía y estudiaba por aquellos días y sobre el que ya habíamos conversado anteriormente.
“No ostentaba poses de erudito, aunque lo era, ni la majestad del catedrático, que no lo fue desde un aula, era simplemente un hombre sencillo, un sabio sencillo”.
Ese día Cintio habló con deseos sobre el mexicano, ellos habían tenido una bonita y fructífera amistad por años, con frecuente intercambio de correspondencia. Un aspecto que fue sustancial en las cosas que me dijo Cintio fue su valoración acerca de los efectos que la carencia de lecturas de Paz sobre la obra martiana produjo en opiniones del mexicano sobre las ideas y la literatura continentales; carencia que, por ejemplo y según su criterio, había lastrado la percepción paciana sobre el modernismo literario. Cintio pensaba que la lectura de Martí debió haberla hecho Octavio Paz en su momento, durante su voraz deglución de la literatura latinoamericana, y me contó, puntuando su tesis, que Paz le había pedido,[1] como un favor, en una de sus cartas, que le enviara a la India, donde estaba radicado como embajador de México, las obras completas de José Martí, cosa que él hizo, pero que al parecer no le llegaron nunca. La meditada reflexión de Cintio sobre esa carencia del aprendizaje martiano en Paz, tuvo consecuencias negativas en su visión panorámica de la historia literaria y política continental. Es un asunto muy interesante y original, pues durante mis estudios de la voluminosa bibliografía pasiva existente sobre el autor de Piedra de sol, no me he encontrado a otro autor que haya coincidido con ese juicio de Cintio (la que, por cierto, Paz mismo consideraba una carencia real).
La amistad entre ellos se fracturó a raíz de la publicación (no recuerdo bien ahora si en Vuelta o Plural) de un texto de Cabrera Infante en el que acusaba a los escritores cubanos amigos de Lezama Lima de abandonar al autor de Paradiso durante los días finales de su vida, ya ingresado en el hospital. Tanto él como Fina se disgustaron mucho por ese injusto ataque en la revista que dirigía Paz, pero callaron y esperaron a confrontarlo personalmente. La oportunidad llegó tiempo después cuando se encontraron en una recepción en París. Fina llevó la voz cantante cuando Cintio le reprochó a Paz lo del artículo ofensivo de Cabrera Infante, pero según él, Fina cortó radicalmente el encuentro (no era desacertado aquello de la “paloma de acero”, con que Agustín Pi gustaba de llamar a Fina) y terminó abruptamente la conversación. Paz, en respuesta, se excusó y versallescamente se despidió de la pareja. Ahí quedó interrumpida una amistad de muchos años. A continuación de esa anécdota, contada con evidente pesar, Cintio describió al gran poeta mexicano: caballeroso, muy educado, buen conversador (aunque no con el ritmo parlero cubano), muy inteligente, pero sobre todo (e hizo énfasis en ello), muy mexicano.
Cintio hizo a continuación una breve digresión sobre otro intelectual enorme, Jorge Luis Borges, para compararlo con Paz como pensadores políticos, y en ese cotejo, reconoció la agudeza de Paz al lado del discurso “disparatero” (sic) del argentino. Cintio, durante la larga charla, no escatimó elogios para el poeta mexicano, a quien consideró “un clásico viviente”; dijo que era un escritor (sobre todo como poeta) muy influenciado por el surrealismo francés y especialmente por André Bretón, y que Paz era el último exponente vivo de aquel surrealismo. Indiscutiblemente sentía una gran admiración por el antiguo amigo. Entonces, Cintio agregó sobre El arco y la lira una alabanza con la que coincidí por completo: que era un libro formidable, cuyos juicios Cintio compartía y que consideraba a El laberinto de la soledad como su mejor pieza ensayística a pesar de haberla escrito a los treinta y tantos años de edad (treinta y seis).
La charla duró cerca de una hora y antes del regreso, Cintio me regaló y dedicó su libro Poemas de la casa. Para mí aquella experiencia fue muy sustanciosa porque me aportó mucho sobre el poeta mexicano, al que Cintio seguía estimando a pesar de la desavenencia comentada y a quien yo continuaría estudiando en lo adelante, ahora con mayor interés. Fue curioso y sumamente interesante para mí, que él me mostrara, días después, una correspondencia cruzada entre ellos. El trato recíproco utilizado por Paz y Cintio era el respetuoso de usted, y las cartas databan de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. En las misivas aparecen elogios de Paz a Cintio (le llama “su lector ideal”) e, incluso, hay un trato admirativo a la Revolución cubana en sus años iniciales, raros en la escritura de Paz, pues posterior a 1971 y los sucesos de la encarcelación de Heberto Padilla y su sonada “autocrítica”, tomó distancia y se convirtió, poco después, en uno de los críticos más duros y sostenidos.[2]
“La obra y la persona de Cintio Vitier merecen recuerdo y estudio permanente, pues aportaron considerablemente a la cultura nacional, tanto, que es imposible, todavía, determinarlo con precisión”.
Años más tarde pude corroborar que, a pesar de ese lance, seguía viva su estimación por Paz, pues acudí a su casa en vísperas de un viaje a México, en 1996 o 97, en el que yo acompañaría a Alfredo Guevara (ya me había trasladado de la Biblioteca Nacional a trabajar al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) y en el que estaban pactados encuentros con Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis, entre otros relevantes intelectuales mexicanos que Alfredo visitaría (con los que tenía una antigua amistad), además de algún intercambio con los directivos del cine mexicano (yo pensaba hacer un aparte para ver a Alberto Ruíz Sánchez, director de la revista Artes de México, y uno de los fieles colaboradores de Paz, a quien conocía, para que este me introdujera con el poeta). Recuerdo que, en el umbral de la puerta, ya al despedirnos, Cintio me pidió que, si finalmente lograba encontrarme con Octavio Paz, le trasmitiera un saludo de su parte. Un repentino malestar de salud de Alfredo hizo que el viaje se suspendiera por los riesgos que implicaba la altura de la capital mexicana.
Concluyo este apunte con la esperanza de que sea un sincero homenaje al gran intelectual y cubano en el centenario de su nacimiento. La obra y la persona de Cintio Vitier merecen recuerdo y estudio permanente, pues aportaron considerablemente a la cultura nacional, tanto, que es imposible, todavía, determinarlo con precisión. Es necesario que pase un tiempo y los estudiosos establezcan esa dimensión con objetividad.