Chucho Valdés desde la memoria y el presente
Hace poco más de un mes, placenteramente sentado junto a mi esposa Gloria en la terraza del Parador de Toledo, con la hermosa vista de esa ciudad española al atardecer, tuve el inmenso placer de disfrutar del concierto de uno de los pianistas más extraordinarios de los dos últimos siglos. Mientras sus manos nos hacían creer que es fácil tocar ese espectacular instrumento, recordaba al pianista que conocí en octubre de 1973 en los habaneros estudios de la Egrem, cuando apenas tenía 23 años y cero kilómetros de vida profesional, en una sesión en que la gran e inolvidable Orquesta Cubana de Música Moderna grababa bajo la dirección de otros dos músicos enormes: Rafael Somavilla y Paquito de Rivera.
Por mi improvisada película mental pasaron las imágenes de ese día inolvidable, en que temblando de pies a cabeza me senté con mi trombón detrás del atril sin imaginar que lo abandonaría veinte años y mil historias más tarde. Acababa de “aterrizar” en la orquesta-matriz que gestaba el increíble parto de Irakere. Fue un paritorio azaroso y difícil, plagado de contradicciones de todo tipo. La Orquesta Cubana de Música Moderna había perdido su objetivo inicial, y el recién nacido Irakere tenía un futuro por ver. No sé si inmadurez fue preclara, pero para mí fue obvio que tenían que “levantar el vuelo”. La proposición musical y estética que traían en sus partituras y rubricaban con sus talentos y personalidades superaba con creces la proyección que la orquesta ya había perdido, por su tamaño, su voracidad musical (no había orquestadores que dieran abasto) y por la pérdida de interés institucional. La vida les dio la razón.
Mientras Chucho Valdés, líder indiscutible e indiscutido de Irakere y de muchos otros geniales proyectos, llenaba aquel paisaje toledano-manchego con su visión de la música y el piano, lo recordé estrenando “Misa negra” con la orquesta, asombrándonos con sus admirables e inagotables improvisaciones, con el sentido del humor que luego heredé de él, de ellos, de aquella orquesta de personas decentes: “Trompetica”, Andrés Castro, “El Guajiro”, Roberto García, Oscar el Viejo, Rolando Sánchez, Fellové, Varona, Carlos Puertos, Carlos Emilio, Galán, Averhoff, Barreto, Oscarito, “Babín”, Leal, Juan Pablo Torres, “El Chiquito” Echarte, Plá, Arturo, el Chino Lan, Pepe Jaurrieta. Comprendí que todas aquellas vivencias humanas y musicales conformaron mi vida; que la Orquesta Cubana de Música Moderna fue tan importante en mi existencia como la ENA (Escuela Nacional de Arte), el cabaré Tropicana, el cabaré Parisién —bajo la dirección del inabarcable Silvano Suárez—, Buena Vista Social Club o la Vieja Trova santiaguera, mis momentos más queridos, los imborrables.
“En el consagrado maestro he encontrado al Chucho de siempre”.
Nunca olvidé el sencillo y efectivo arreglo que hizo Chucho para Beatriz Márquez de “Puente sobre aguas turbulentas”, de Simón & Garfunkel, en el teatro Amadeo Roldán antes del infausto incendio. Aún recuerdo el estreno de “Danza Ñáñiga” en el mismo teatro y su eterna repetición final (sol mi re do re, sol la do do) como si hubiera ocurrido ayer. Nunca olvidaré al Chucho que acompañó a Omara Portuondo en el memorable CD Desafíos; al que compartió su música en el disco Buenos hermanos, del gran Ibrahim Ferrer; al compositor polifacético; al que ha hecho bailar y escuchar buena música a millones de habitantes de este vapuleado planeta Tierra.
Después de la orquesta, nos encontramos en grabaciones, hoteles, aeropuertos, países, escenarios, en el barrio que compartimos un tiempo. En el consagrado maestro he encontrado al Chucho de siempre, el del pie fuera del pedal del piano, el que casi nunca me llama por mi nombre.