Para muchos historiadores la deposición de Carlos Manuel de Céspedes como presidente de la República en Armas y su posterior muerte, abandonado y dejado sin protección en una montaña de la Sierra Maestra, fue un hecho que marcó el curso posterior de la primera de nuestras guerras por la independencia.

Después del hallazgo del parte militar español sobre el asalto a San Lorenzo y la publicación del diario póstumo de Carlos Manuel de Céspedes, fue posible reproducir, complementando otras informaciones, hasta los más pequeños detalles de aquella mañana fatal.

A mi juicio, lo más importante del diario reside en lo que aporta el documento sobre las ideas de Céspedes acerca del curso de la revolución una vez separado de la Presidencia, las agudas observaciones sobre el territorio independizado y otros fenómenos de índole sociológica que abundan en sus páginas, también, y no menos importante, se reflejan sus estados de ánimo y reflexiones más íntimas, que ayudan a calibrar el temple de aquel hombre excepcional. Me detendré ahora en los detalles acerca de su muerte. Al final volveré sobre el diario.

Céspedes se entregó por completo, abandonando lo material, posesiones y propiedades, sacrificando la felicidad de los seres queridos y su carácter, tal como reparó Martí. Imágenes: Cortesía del autor

Según describió José Lacret Morlot años después de los sucesos, Céspedes y una reducida comitiva llegaron a la prefectura de El Lagial, situada en las márgenes del rio Contramaestre, en la noche del 23 de enero de 1874. El testimoniante, en su calidad de subprefecto de Guaninao, fue la autoridad mambisa encargada de atender al expresidente de la República en Armas. Después de los saludos correspondientes, Lacret leyó el documento del Gobierno mambí que acompañaba al ilustre visitante, el cual decía: “Va esa Prefectura el ex presidente de la Republica, ciudadano Carlos Manuel de Céspedes, en calidad de residenciado” y abajo aparecía la firma del general Calixto García.

Según continuó refiriendo Lacret, quien después fue general de la guerra de Martí, él no entendió bien esa expresión de la carta y se sintió en “un gran aprieto para darle exacto cumplimiento, pues la palabra residenciado se me prestaba a dudas”. [1] Acto seguido, el subprefecto consultó a Ignacio de Quesada, cuñado de Céspedes, quien no fue capaz de explicarle, dirigiéndose entonces al teniente coronel Carlitos Céspedes, primogénito del expresidente, quien tampoco pudo. Ante el aprieto, Lacret se dirigió al propio Céspedes, quien tomó el documento en sus manos y lo leyó, después de lo cual le dijo: “Joven, esta comunicación quiere decir que no podré moverme del lugar que usted me señale sin orden expresa de usted”. El prefecto le dijo entonces a Céspedes: “Presidente, estoy más que nunca a sus órdenes”.

“Comenzaron así los treinta y cinco días finales de la existencia del iniciador de la revolución de 1868. Estaba rodeado por gente sencilla y humilde, y unos pocos mambises heridos en proceso de recuperación”.

Durmieron y a la mañana siguiente marcharon hacia San Lorenzo, distante una legua. Allí se le concedió a Céspedes un bohío en el que se alojó junto con su hijo, su cuñado y el fiel mulato Jesús Pavón, su asistente personal desde los mejores tiempos de La Demajagua. Se le asignó una buena cocinera, Alejandrina, y Lacret anotó sobre ese primer instante de la llegada del expresidente, “los lugareños se disputaban a agasajarlo”.

Comenzaron así los treinta y cinco días finales de la existencia del iniciador de la revolución de 1868. Estaba rodeado por gente sencilla y humilde, y unos pocos mambises heridos en proceso de recuperación. Treinta y cinco días en los que deambulará por las inmediaciones, realizará su última conquista amorosa (de la que quedará preñada su joven amante, Panchita Rodríguez, madre del último de sus hijos), enseñará a leer y escribir a unos niños, y escribirá las últimas cartas y páginas de su diario de campaña.

¿Cómo era el hombre que arribó a San Lorenzo? Una persona herida en su más profundo ser, con un balance de pérdidas familiares muy elevado, desgastado por la vida en la manigua, pero sobre todo por las luchas intestinas de la vanguardia patriótica, con fe viva en el triunfo de la causa independentista aunque rebasados los estimados iniciales de una rápida victoria, contrariado y decepcionado por la posición calculadora del Gobierno de Estados Unidos que no acababa de reconocer la beligerancia de los patriotas y también frustrado y molesto ante la apatía de los liberales españoles que no justificaban ese título ante el caso cubano. Sin embargo, no era una persona derrotada y eso se puede comprobar en su correspondencia y diarios escritos en la cima de aquella montaña.

Existe una decena de versiones sobre la caída en combate del bayamés, enfrentado a tiros de revólver contra un comando del ejército español, el batallón Cazadores de San Quintín, pero utilizaré en esta descripción el resultado del cotejo del parte español de la acción con las restantes versiones, algunas de las cuales, las menos, parecen apócrifas a todas luces o cuando menos increíbles. Sin embargo, este ejercicio de análisis y cruce de la información disponible permite conformar un cuadro bastante objetivo de lo allí ocurrido.

“¿Cómo era el hombre que arribó a San Lorenzo? Una persona herida en su más profundo ser, con un balance de pérdidas familiares muy elevado, desgastado por la vida en la manigua, pero sobre todo por las luchas intestinas de la vanguardia patriótica (…) Sin embargo, no era una persona derrotada y eso se puede comprobar en su correspondencia y diarios escritos en la cima de aquella montaña”.

Sobre las siete de la mañana, hora del amanecer en la escarpada elevación de San Lorenzo, Jesús Pavón —fiel ayudante de cámara, aunque sería mejor decir en ese momento, de bohío o de campaña— despierta a Céspedes. Mientras esto ocurre, el batallón enemigo, que había desembarcado veinticuatro horas antes por la Playa de Sevilla (costa sur de la Sierra Maestra), a bordo de las cañoneras Alarma y Cuba Española (procedentes del puerto de Santiago de Cuba), y ascendido con dificultad las elevaciones que conducían a San Lorenzo, toma posiciones con sigilo teniendo a la vista el predio donde solamente habita un puñado de personas.

Existe una decena de versiones sobre la caída en combate del bayamés, enfrentado a tiros de revólver contra un comando del ejército español, el batallón Cazadores de San Quintín.

Céspedes comienza su cotidiano ritual de aseo matutino; decide no asistir a un almuerzo en casa de un campesino amigo que vive a varias leguas, debido a las fuertes lluvias del día anterior y las que saludan esa mañana; toma su café y comienza a escribir en su diario las tres cuartillas que serán las últimas que redactará. Después del café endulzado con miel, juega su última partida de ajedrez con el bayamés Pedro Maceo Chamorro. Sobre las diez horas, Céspedes consume un frugal desayuno-almuerzo serrano (costumbre de la vida mambisa), en compañía de su primogénito Carlos y, probablemente, del prefecto Lacret. Acto seguido, atraviesa solo y a pie el centenar y medio de metros que separan su bohío del que ocupan las hermanas Beatón, donde conversa con estas mujeres, amigas desde los viejos tiempos de Bayamo. Poco después, pasa al bohío de dos campesinas viudas de mambises; con una de ellas, como ya se dijo, Céspedes ha mantenido un romance en las últimas semanas del cual nacerá, meses después, un niño a quien la madre pondrá por nombre Carlos Manuel. En este lugar, Céspedes prosigue unas lecciones de alfabetización que ha impartido desde su llegada a un grupo de infantes del predio. Estando en esa faena, una niña que llega a pedirle un poco de sal a Panchita descubre la presencia de los soldados españoles y da la voz de alarma. Comenzó así el drama de San Lorenzo.

Los jefes del batallón Cazadores de San Quintín decidieron no esperar más por la columna de infantería que debió llegar también a ese punto, proveniente de El Cobre. Esta maniobra, una clásica operación militar en forma de pinza, demuestra que el mando militar español sabía que alguien de importancia residía en el elevado e intrincado picacho de la Sierra Maestra.

El que escribe estas líneas es partidario de la hipótesis de que el refugio de Céspedes fue denunciado (ya sea por delación cubana —felonía y traición— o por trabajo eficaz del servicio de inteligencia español, o por ambos al mismo tiempo).

Solamente quien no haya estado en San Lorenzo y desconozca la geografía y la topografía del lugar, puede dudar de que el operativo español tenía una misión bien determinada y que se valió de una información muy exacta. De otra forma, no se hubiesen desplegado los dos comandos (el de El Cobre llegó al punto, pero retardado) hasta un mísero caserío extraviado entre montañas poco menos que inaccesibles. Únicamente una información segura y confiable podía motivar que se realizara una maniobra de tal magnitud y complejidad. Quizá, algún día, un documento ponga al descubierto la verdadera urdimbre que llevó a la columna española de tropas élites al nido de águilas donde moraba el iniciador de la revolución de 1868. Mientras eso no ocurra, el que escribe estas líneas es partidario de la hipótesis de que el refugio de Céspedes fue denunciado (ya sea por delación cubana —felonía y traición— o por trabajo eficaz del servicio de inteligencia español, o por ambos al mismo tiempo). 

La mitad de la columna española se desplazó por el flanco derecho del cuadrilátero que conforma la explanada de San Lorenzo, en el mismo instante en que Céspedes, revólver en mano, sale del bohío y emprende una veloz carrera para ponerse a resguardo. Lamentablemente, inició su escape en la dirección incorrecta. Los atacantes rompieron el fuego y Céspedes, quizás confundido por la sorpresa, quizás presintiendo que el enemigo ha llegado por el norte, avanza hacia el suroeste rompiendo el maniguazo y bordeando el claro. De haber corrido en dirección hacia la poceta —remanso del Contramaestre donde se bañaba con frecuencia—, o sea, hacia el sureste, es posible que hubiera podido burlar la acometida española. Un capitán, un sargento y cinco soldados lo persiguen directamente, mientras el resto de la columna invade el lugar. La oposición mambisa fue débil, puesto que San Lorenzo era un lugar mal guarnecido o, mejor dicho, desguarnecido por completo —recordemos que el expresidente fue privado de su escolta por el gobierno de Cisneros Betancourt—, y Céspedes, armado solo con su revólver de cinco tiros, no tuvo mucha posibilidad de ripostar el poderoso ataque español. Algunos disparos aislados de su revólver y quizá de otro de los hombres lisiados del predio, fueron la respuesta a la balacera del batallón de San Quintín.

Solamente quien no haya estado en San Lorenzo y desconozca la geografía y la topografía del lugar, puede dudar de que el operativo español tenía una misión bien determinada y que se valió de una información muy exacta.

Céspedes siguió avanzando, pero la distancia que lo separaba de sus perseguidores se acortaba por instantes. Era un hombre de 55 años, vital aún, pero ya desgastado por los cinco años de vida en la manigua y con la visión bastante debilitada. Corre y se vira para hacer un primer disparo, al que responden los españoles tirando al aire con la intención de cogerlo vivo. El capitán, a gritos, le conminó a entregarse. Céspedes se vuelve nuevamente y dispara sin detener la carrera. Uno de los soldados españoles, el sargento Felipe González Ferrer, casi se le encima y el bayamés, sintiéndolo próximo, se volvió y le disparó por última vez; el sargento también accionó su fusil, y prácticamente, a quemarropa (la camisa de la víctima estaba chamuscada en el lugar del orificio) le perforó el corazón. Céspedes, ya sin vida, cae por un barranco de más de seis u ocho metros de profundidad. Durante unos quince minutos más prosigue el tiroteo hasta que los españoles, al no recibir respuesta, pasaron revista al lugar y reunieron a los escasos prisioneros, casi todos mujeres y niños.

Céspedes, armado solo con su revólver de cinco tiros, no tuvo mucha posibilidad de ripostar el poderoso ataque español. Algunos disparos aislados de su revólver y quizá de otro de los hombres lisiados del predio, fueron la respuesta a la balacera del batallón de San Quintín.

El cadáver, única baja del asalto, fue izado y llevado ante el jefe de la columna. Cuando Panchita reconoció el cuerpo inerte gritó de espanto al identificar inconscientemente a la víctima. De inmediato son ocupadas sus pertenencias, el diario, entre ellas, saqueado el lugar e incendiado el caserío. El jefe español no dilató la partida, llevaba una presa muy valiosa, el cadáver del iniciador de la revolución, por lo que lo colocan sobre un mulo y emprenden el camino de regreso a la costa. La hipótesis del suicidio del héroe quedó muy debilitada con la aparición del parte español. Solo algunos pocos historiadores siguieron creyendo en ella a partir de ese descubrimiento. Como fuera, Céspedes cumplimentó lo que había dicho siempre, que no sería capturado con vida por el enemigo, murió como uno más de los miles de mambises, hombres sencillos y humildes, que respondieron a su llamado del 10 de octubre de 1868.

La significación política de esta pérdida para la causa cubana fue enorme. Algunos investigadores consideran su deposición (y muerte) como el punto de inflexión de una guerra que, a la altura de febrero de 1874, se encontraba en un momento de sucesivos éxitos militares de los cubanos, quizá en el mejor momento desde el inicio de la guerra. En otros textos sobre este hecho, he preferido insistir sobre la estancia de treinta y cinco días del bayamés en ese picacho de la Sierra Maestra, en lo que sintió y escribió desde allí, en su mirada panorámica sobre la contienda, sobre los hombres de pueblo que se batían en la manigua, y en su estado de observador inconsciente e incomparable de la gestación de la nación. Su diario póstumo y sus últimas cartas a Ana de Quesada constituyen su mensaje embotellado a la posteridad.  

De lo que estoy convencido es que Céspedes fue allí absolutamente libre desde la perspectiva política; libre del yugo colonial de España, el primero en serlo, libre de sus ataduras con el poder revolucionario cuando fue echado de este y no titubeó ni un segundo en rechazar la opción de recuperarlo; acaso quedó dependiendo solamente de los demonios interiores, sus pesadillas y las dificultades que, a esa altura de su vida aquejaban a sus afectos, ese tipo de problemas de los que el hombre solo puede librarse con la muerte. Y es que los hombres auténticamente libres son muy raros, solo lo son aquellos que merecen serlo. La libertad es una conquista individual y Carlos Manuel la obtuvo por su determinación, entereza de carácter, cultura y eticidad.

Los hombres auténticamente libres son muy raros, solo lo son aquellos que merecen serlo. La libertad es una conquista individual y Carlos Manuel la obtuvo por su determinación, entereza de carácter, cultura y eticidad. 

Carlos Manuel de Céspedes fue un modelo único en cuanto al cambio radical que se dio en su clase social acerca del tema racial y de la abolición. Después de la jugada calculada mirando hacia los sacarócratas occidentales, de declarar en su Manifiesto del 10 de Octubre la abolición gradual y con indemnización, pronto revirtió esa conducta y ordenó asaltar las fincas donde hubiera esclavos. De manera que no solo su gesto de la mañana de La Demajagua es atendible, sino que después, en el transcurso de la contienda protagonizó hechos que permiten evaluar mejor su posición ante esa cuestión cardinal. Por ejemplo, la integración de dos mulatos en el Ayuntamiento del Bayamo libre, su posición favorecedora de ascensos a altos grados militares de negros y mestizos, venciendo algunas oposiciones, el envío oficial de su ayudante personal al entierro de un negro que había sido esclavo de Francisco Vicente Aguilera y se había destacado en acciones militares y, por último, entre otros hechos relevantes, su conversación en San Lorenzo con una mujer negra de las inmediaciones, una liberta, que le pide interceda ante una decisión del prefecto del lugar y le habla con el apelativo de “Mi presidente, mi amo”, a lo que le responde afectuosamente: “Yo no soy ni tu presidente, ni tu amo, yo soy tu hermano”. Esa larga parábola de transitar de terrateniente dueño de esclavos a expresarle tal respuesta a la sencilla mujer de la anécdota, es, a mi juicio, un hecho representativo de los cambios propiciados por la revolución, de los que Céspedes fue su punta de avanzada. Años después vendrá la otra guerra, la de Martí, pero ya con la esclavitud abolida por España en sus colonias y una dirección revolucionaria mucho más evolucionada en su ideología política y social.

Su último diario es la bitácora de viaje del primer hombre libre de Cuba. En ella se muestra cómo nunca dejó de entregarse a su patria y a los cubanos, fuesen blancos, negros, amarillos, ricos, pobres o esclavos. Se entregó por completo, abandonando lo material, posesiones y propiedades, sacrificando la felicidad de los seres queridos y su carácter, tal como reparó Martí, quien estudió al hombre a fondo. Se entregó a la causa de Cuba con una limpieza de actuación que merece el reconocimiento y el respeto de todos sus compatriotas.

Nota:

[1] José Lacret Morlot, “Céspedes y San Lorenzo”, en periódico La Discusión, lunes 10 de octubre de 1904, pag. 10, La Habana.

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