Carta desde Tocororo Macho
12/4/2019
Tocororo Macho, 11 de abril de 2019
Tienen en estos días las calles de Tocororo Macho un motivo especial de celebración: se cumplen exactamente cuatro décadas desde el estreno del primer largometraje que narra la historia de uno de los hijos ilustres —íntegramente cubanos— que haya habitado, o bien con la irregularidad y el necesario nomadismo de vida mambisa, o bien con la consistencia de quien ama su terruño y no está forzado a partir, por estos parajes. Del acontecimiento se hace eco la prensa; puede leerse en algunos medios sobre los casi cincuenta años que llevan sus peripecias alimentando el imaginario popular, y de las leyendas que adornan su desconocido paradero cuando motivos —acaso concretos del contexto sociocultural y económico— limitaron su aparición en público y el crecimiento mítico de su figura. Era su presencia en los primeros tiempos tan sistemática y esperada, que hoy cualquier alusión a su persona suele permearse de evocaciones y relatos. Claro está que mientras se le recuerda y socializan entre generaciones sus historias, también se le extraña.
Quizás por eso, esta celebración in absentia aún no colme de sabores el paladar como sí debiera hacerlo el fruto mordido en su madurez, o el alimento que, condimentado con la dosis perfecta de especias y amor, prepara una madre, una abuela. Entretanto se siguen transmitiendo y circulando sus aventuras, con ignorada frecuencia, mediante televisores y el empeño de la radiodifusión pública, o el incontrolable consumo informal fraguado entre dispositivos móviles y otras tecnologías digitales; sigue esperándosele como suele esperarse a quien partió para combatir y conquistar sueños, no sin prometer antes su regreso para recibir afecto sincero y justo. De su trayectoria más reciente solo se tienen referencias vagas: dícese que voló con un dinamo las líneas del tren en una comunidad rural y que electrocutó a varios soldados españoles, a la sazón refugiados de la metralla en un tanque lleno de agua. Se conoce asimismo del asalto de sus tropas al poblado de Trancalapuerta y de la complicidad de los cuándo —típicos cubanos colaboradores de la lucha independentista caracterizados por su afán de preguntones—, para poder evadir tras el ataque la persecución de los panchos. Poco o nada más, además de esto, se sabe.
Elpidio Valdés no nació precisamente aquí, sino en algún paraje de la manigua mambisa cuyo nombre no atino a recordar. Creció allá y acá, bajo las balas de los enfrentamientos entre insurrectos y columnas ibéricas, así como bajo el sol y la lluvia en los alrededores de esta comunidad. Pero Tocororo Macho lo siente suyo: aquí vino joven a vender leche y a conspirar con otros independentistas antes del estallido de la guerra necesaria, aquí resultó prisionero por algunas horas después de entablar poética controversia con uno de los contraguerrilleros del mando español, aquí derrotó con versos a Mediacara y blandió su machete en señal de rebeldía; a aquí volvió en innumerables ocasiones. Casi muere a una distancia prudente de aquí. Y por todo ello aquí se le recuerda. Se estampa en piñatas de cumpleaños su silueta, su rostro aparece en libros, en libretas se le dibuja y algún que otro uso pone de relieve su memoria. Se narran sus historias de boca en boca, propáganse de oído en oído, cual si fuese labor actual de juglares; las conocen niños y adultos, los aún jóvenes y los ya no tanto. Se recitan de memoria, no solo en el entendimiento global y lógico, sus experiencias, también su repertorio de frases y las de quienes intervinieron directamente en sus aventuras.
El porqué de tanto arraigo popular estriba en los tintes de su personalidad. Llevaba en sus carnes el gen de lo cubano. Era único, pero albergaba en su dimensión espiritual a muchos otros. No se le recuerda tanto como héroe —aunque lo es— como por ser reflejo de cubanía y sencillez, como campesino de facciones comunes y linaje mestizo, sin vana corpulencia y ademán de superhéroe; con razonamiento de estratega avispado, coronel sin objeciones y paradójica humildad de soldado raso. Por su autoridad y resolución, por el ímpetu de su carácter, por su capacidad de trocar inconvenientes en oportunidades, por su rectitud moral y noción de independencia; rasgos no contrapuestos del todo al arrojo de sus actos y a la capacidad de desenvolverse con soltura en situaciones donde más se necesitaba del choteo o la guapería. Porque Elpidio era capaz de sobreponerse a obstáculos y no perder en el camino la jovialidad de su semblante, por la originalidad de sus planes y acciones, por pasar con la misma rapidez del regocijo a la seriedad, que de la quietud a la carga al machete.
Algunas de sus peripecias dan fe de cuanto se admira en él. De cómo, por ejemplo, en las lomas de Guayabito del Totí, cerca de la casa de doña Mercedes, levantose herido de la hamaca y, al advertir la presencia de los rayadillos, conminó a otros mambises con vendajes y lesiones a entablar resistencia; de cómo eliminó en combate a Paco y a Cuco y una vez victorioso salió en busca de la manigua sin haberse recuperado. De cómo ante la inferioridad en número y armamentos, orquestó a través de un trabajo en equipo las distracciones capaces de garantizar la salida desde Nueva York a Cuba de un barco con pertrechos para la guerra: primero emborrachando con ron a los caballos del navío español atracado en el puerto y enfrentando luego a los resueltos tabaqueros del exilio con la policía neoyorquina. De las maniobras en campaña de verano. De cuando partió en la noche, solo, con su caballo, a robarles a los españoles una tubería de bronce e hizo con ella un cañón de tiras de cuero. De cuando en el rescate de su caballo Palmiche retó a todo un pelotón de panchos a pelear al machete y con la luz apagada; y presuntamente acorralado a punta de cañón improvisó con un tronco el bate con que conectó de regreso al Coronel Andaluz y compañía, como un proyectil de gran calibre. Del descarrilamiento de un tren militar con una cáscara de plátano. De la actitud que debió asumir ante un grupo de expedicionarios extranjeros enviados por un general mambí, para acceder a municiones y acelerar la rendición de una posición defensiva española, en el cuartel de Jutía Dulce.
Ante semejantes anécdotas no hace más que ensancharse el mito. También contribuyen a ello los demás personajes que han trascendido en los relatos en torno a su figura —lo mismo mambises que oficiales ibéricos—: Palmiche complementaba con irracionalidad e impulso animal el arrojo de Elpidio; el “pundonoroso” Coronel Andaluz realzaba con su habitual incompetencia la estrella de vencedor del insurrecto; Pepe —el niño corneta— le permitía desplegar en las aventuras una actitud de narrador/pedagogo y de conocedor de la herencia mambisa —como en la historia del machete y en la del máuser de Fico—; en tanto Resóplez y su sobrino Cetáceo profundizaban la brecha que separa por tradición a quienes vencen porque piensan, de quienes solo son capaces de actuar por impulsos o de almidonar estrictamente su pensamiento con lo establecido como correcto, según manuales y cabezas ajenas. Las funciones de María Silvia, en un contexto por demás machista, se concentran en desnudar la influencia que dicho rezago social ha logrado en Elpidio y, de manera pragmática, en asumir el rol habitual de fémina predestinada en la vida amorosa del protagonista. Se sabe que, por separado, cada quien tenía sus virtudes y defectos, así como sus funciones prácticas y dramáticas, de representar el crisol de identidades y de mezclas de caracteres del cual se nutrió la nacionalidad cubana durante su formación. Y de realzar de paso la ideología socialista, sin tanto teque y tono propagandístico barato.
Aun cuando de otros testimonios pueden deducirse contradicciones entre el contexto en el cual concretó sus hazañas y la propia caracterización histórica del período, sus relatos no son puestos bajo la lupa de la sospecha. Tanto se le quiere en esta comarca, que hasta eso es pasado por alto, como tampoco se repara en su existencia únicamente simbólica o en cuán hiperbolizada o no se refleja la realidad de las tropas independentistas, al menos en lo concerniente a su unidad. Cuestiones de poca importancia; allí donde se aluda —y más aquí en Tocororo Macho— a los principales dibujos animados presentes temporal o sempiternamente en el imaginario del cubano, se menciona a Elpidio. En lo demás suele la lista cambiar, ora aparecen referencias a Mickey Mouse o al pato Donald, a Dora la exploradora o a D’Artacan y sus amigos mosqueperros; pero siempre está Elpidio. En ese sentido no peligra el culto de los cubanos al coronel mambí, si bien este está ausente: el olvido puede ser poderoso, pero hay reductos culturales contra los que muy poco o nada puede hacerse.
Aquí cada quien celebra a su modo el aniversario que en estos días eleva la memoria de Elpidio: hay quienes improvisan en la comodidad del hogar un cine y disfrutan tandas con sus episodios, quizás por enésima vez; quienes invitan a amigos a rememorar juntos las aventuras, quienes repasan de nuevo las historietas de donde nació y también vive el personaje, quien explota la destreza de su mano para plasmar al insurrecto en papel o en otra superficie cualquiera, quien lo asume como centro de discursos y demás creaciones derivadas de la sensibilidad humana que contribuyen a engrandecer su tradición, quien desempolva los recuerdos de su infancia. Están los menos, que parecen indiferentes o en virtud de sus dones ingenian chistes sobre hipotéticas acciones de Elpidio en contextos de la realidad cubana pasada y presente, o bromean con relación a su paradero. Pero al final saben todos que el manigüero vive, que no ha abandonado Tocororo Macho, que si ha desaparecido de nuevas versiones no ha sido por apatía o por retiro voluntario, que a lo mejor reaparece si una amenaza externa intenta mellar por cualquier vía el filo de la soberanía nacional, o si vienen otros a atacar el núcleo simbólico de lo cubano. Elpidio vive, sabe que su sitio dentro de la cultura popular cubana es casi indiscutible, y que aun bajo las improbables presiones de nuevos actores hegemónicos en el ámbito nacional de la cultura, capaces de subvertir el uso actual de los símbolos, existe cierta seguridad en cuanto a su permanencia e invariabilidad. De vez en cuando podría florecer al respecto alguna evidencia de suspicacia; incluso así queda la opción de empuñar nuevamente el machete. Que su arraigo ceda ante asedios constantes y olvidos, eso habría que verlo.
Por ahora, sin más novedades, se despide,
Williams Tolentino
Inolvidable. Con diez de edad vi el estreno con mi abuelo en el cine Popular de Manzanillo. Gratos momentos.
Lo disfrute como lectora en Pionero, y después en los animados como mama disfrute su presencia en mi hijo y su identificación con la historia y la identidad cubana, reconocer en un museo el canon de cuero mambi emocionado como “el cañón de cuero de Elpidio” atronando la sala…