Por fortuna, teníamos a Carlos, una
mirada y una voz sin par. Sus películas
nos mostraban lo que queríamos ver y
saber de España, y nos los mostraban
con fuerza y talento. Con validad
también, porque a menudo era preciso
actuar astutamente con la censura. (…)
Para nosotros, no era ya el cine, sino la
propia España —aquella que se nos
ocultaba y que reconocíamos como la
verdadera—.
Jean-Claude Carrière
Es difícil que para mi generación (los nacidos a principios de los años ochenta del siglo pasado) el nombre del cineasta Carlos Saura le sea ajeno. Si no era durante una noche, entonces sucedía la insistencia autoral en una mañana del domingo o en la tarde. Uno volvía a ver Mamá cumple cien años (1979), ¡Ay, Carmela! (1990), o una de la trilogía musical con Antonio Gades (Bodas de sangre, 1981; Carmen, 1883 y El amor brujo, 1986).
Carlos Saura dejó un registro cultural descomunal sobre dos siglos que, a ratos, supieron incorporar sin odio, aunque con cautela lo mejor de la humanidad.
Pero Saura, que era de Aragón como Luis Buñuel, fue mucho más que un cineasta y profundo conocedor del flamenco. A tal punto la obra cinematográfica de Saura es tan prolífica que se estudia por los propios años de estreno de las películas, cuando no por temática e incluso por registro. Era impensable que aquel coleccionista en ciernes de cámaras fotográficas, el mismo autor del cortometraje La tarde del domingo (1957), que al año siguiente dirigiera el documental Cuenca (1958), le posibilitara a España abrazar el neorrealismo con una película como Los golfos (1959). Sin embargo, aún no se revelaba el verdadero Saura.
Como director de cine formado en pleno franquismo, se las ingenió para burlar la censura concibiendo un cine “ensimismado” y polisémico que, en rigor, se ha calificado con justicia como intelectual. Entonces era 1965 y tuvo necesidad de expresar lo que la Guerra Civil Española había significado para las víctimas sobrevivientes. Saura va más allá de tomar una postura política. Lo haría Luis García Berlanga en La vaquilla (1985). Importaba escuchar más de una voz y que no fuera republicana. Estrenó La caza. He ahí cuando mostró ese registro que lo caracterizará en el cine hasta inicios de los años ochenta. Pero también puede advertirse el tono humorístico de algún que otro bocadillo y hasta el aterrizaje en problemáticas contemporáneas.
La caza era la iniciación para un nombre que sería aclamado muy pronto por los más prestigiosos festivales de cine de todo el mundo. Estrenó Peppermint frappé en 1967 y superó esos contrastes entre la dureza exterior del paisaje posbélico y las lamentables consecuencias para lo individual. Más que estar dividida, España estaba rota pero no triste en lo cultural. Saura lo refleja en un retrato donde las relaciones amorosas son trasladadas del conflicto central para ser a un tiempo pretexto en virtud de resaltar un cuadro epocal mayor: el de las inhibiciones y la represión.
Con La prima Angélica (1973) y Cría cuervos (1975) vuelve a evadir la censura. Se consolida como un director de diferentes espectadores. Si bien hay que destacar que el simbolismo de personajes y proyecciones era (es) para ser apreciado por un público dinámico por entrometido. Era la manera de Saura de andarse a sus anchas —hasta donde podía— en los alcances alegóricos del dios romano Jano, ese héroe cultural que, por su bifrontalidad, mira hacia el pasado y el futuro, se extrovierte en su tiempo, dialogando entre sus adentros y las afueras para devenir puente propio y de otros. Puente dual de reconocimiento. Premio del Jurado del Festival de Cannes de 1976 ex aequo con La marquesa de O de Éric Rohmer, vuelve a aparecer la niña Ana Torrent en un personaje simbólico como ya lo había sido en El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice.
Al pasar los años supe que Saura era asimismo el director de El Dorado (1988), Goya en Burdeos (1999), Sevillanas (1991) —donde aparece un casi agónico Camarón de la Isla— y Fados (2007), que cierra la trilogía sobre la canción urbana moderna.
Algunos decían que Carlos Saura podía haberse muerto hace años. Ya había pasado a la historia por méritos tempranos, pero bien merecidos. Al irse físicamente el 10 de febrero de 2023, dejaba un registro cultural descomunal sobre dos siglos que, a ratos, supieron incorporar sin odio, aunque con cautela lo mejor de la humanidad.