Cuando te encontré, todo era desconocido… Tenía 21 años cuando vi por primera vez la forma de cocodrilo, verde y expandido, desde la ventana del avión. Anochecía. Escribí en mi cuaderno: “Cuba, estrellas dispersas en un mar de cielo”.

No había luz cuando toqué tierra y recorrí por primera vez los 30 kilómetros del aeropuerto a la Escuela de Cine que me acogería por los siguientes años. Recuerdo la oscuridad de la carretera, el olor a humedad, las personas sentadas en sus portales tomando el fresco de la noche caribeña. Recuerdo haber pensado: “Aquí es. Esto es. No hay nada más hermoso”.

Y lo que encontré, se fue haciendo grande. En los años que viví en Cuba no solo aprendí el misterio y la técnica del cine. Me enseñó mucho más que eso. Lo más importante: que el hombre y la mujer nuevos no son un mito, existen, yo los he conocido. He conversado con ellos por horas en la oscuridad del apagón, mirando la luna y rodeados de insectos. Me han brindado café negro y azucarado. Me han abrazado en los momentos malos. Me han explicado cómo es que para ellos “aprendió el ala a volar y el cielo a ser infinito”. Y me han desafiado a que lo replique.

“El hombre y la mujer nuevos no son un mito, existen, yo los he conocido”. Foto: Ricardo López Hevia / Tomada de Granma

Viví en Cuba en tiempos especiales y duros, como los de ahora. Las privaciones, las burocracias, las incógnitas y las dificultades no son exclusivas de la realidad cubana. Existen en Bolivia y en todas las otras patrias. Lo que cambia es la escala, la explicación, las perspectivas. En Cuba, sin embargo, entendí que una sociedad no es la suma de sus individuos, sino el vínculo que los ata. Y ese vínculo se construye de actitudes cotidianas. Lo que más me impresiona de la sociedad cubana es la horizontalidad y la familiaridad con que la gente se trata. No sé si es por su cultura caribeña o resultado más contemporáneo de una Revolución que iguala; pero el vendedor de maní, el taxista o el ministro te tratan con el mismo respeto amable y desenfadado, con el que también esperan ser tratados. Lo que ata y une a los cubanos, más allá de su color político, de sus argumentos o sus demandas, es una solidaridad horizontal y humana, y un amor profundo por su isla hermosa.

“En Cuba (…) entendí que una sociedad no es la suma de sus individuos, sino el vínculo que los ata. Y ese vínculo se construye de actitudes cotidianas”.

Lo que los une también es la voluntad inmensa de protegerla y de preservarla así como es: violenta y tierna. Lo que los une es la conciencia de lo logrado, del rol fundamental que su pequeña isla juega en la dignidad y la esperanza del planeta entero. Todos lo vimos esta semana, cuando columnas de fuego se elevaban sobre el mar y se quemaban las reservas de petróleo con las que contaba Cuba para restaurar su economía después de la pandemia. El dolor y la angustia eran reales y densos como el humo; pero también lo eran el coraje, el sacrificio y el amor de todos los que luchaban contra el incendio. Se hizo presente una vez más, como tantas veces antes, la fraternidad con que los cubanos se tratan unos a otros y el espíritu humano con que la Revolución maneja las situaciones límite. Y se hizo presente también la solidaridad y esperanza que Cuba sembró en el mundo.

“El dolor y la angustia eran reales y densos como el humo; pero también lo eran el coraje, el sacrificio y el amor de todos los que luchaban contra el incendio”. Foto: Tomada de Granma

No será suficiente, por supuesto. Vienen tiempos malos, porque reconstruirse nunca es fácil —menos aún cuando se lucha contra un bloqueo más intenso, más cruel y más insensible que el peor de los fuegos—. Menos aún cuando los medios oportunistas, las redes sociales y todos los enemigos tratan de horadar lo más esencial, importante y bello: el vínculo que los hace cubanos. No lo lograrán, por supuesto. Todos gritarán: “Será mejor hundirnos en el mar antes que traicionar la gloria que se ha vivido”.

Tomado de La Razón

1