Camagüey: la ciudad, su gente y su sonido

Emir García Meralla
13/2/2019

La ciudad

Han sido ocho largas horas de viaje. De expectativas. He cruzado la Isla de occidente a oriente y en el trayecto he vuelto a descubrir esos tonos de verdes que definen nuestra geografía. Evito la visión bucólica de esta realidad. Voy camino a Camagüey, es mi primera vez en esa tierra, en esa provincia y en esa ciudad, aunque cierto que he cruzado fugazmente por ella, la mayoría de las veces de noche, cuando duerme.

Fotos: Internet
 

El Camagüey está de fiesta y a ella he sido invitado. Soy uno entre la pléyade de habaneros y camagüeyanos ausentes que forman parte de los asistentes; también hay compatriotas de otras provincias que no quieren perderse el jolgorio.

La ciudad que me recibe es limpia, ordenada; aunque me desconcierta el trazado de sus calles que se entrecruzan en una rara madeja, como si se tratara de un inagotable laberinto para emocionar a los visitantes. Así la pensaron sus fundadores y primeros habitantes, en prevención de las incursiones de piratas y corsarios hace ya quinientos cinco años.

Es la hora en que muchos regresan a sus hogares. Se encienden las luces de las avenidas y, en la parte vieja de la ciudad, esa que llamamos casco histórico, se revisa minuciosamente cada detalle para que la ceremonia de esta noche sea perfecta; o al menos supere las expectativas de sus organizadores.

Encuentro a amigos y conocidos entre los que hemos venido de todas partes de la Isla. Veo caras que la distancia geográfica coloca por momentos en esa zona de la memoria que se llama recuerdo. Intercambiamos números de móviles, correos electrónicos y, no podía faltar, el perfil de las redes sociales.

Son las nueve de la noche. A esta hora en La Habana hubiera sonado el tradicional cañonazo, “…Ruperto hubiera cantado…”, como decía mi abuela. Estoy situado a un extremo de la Plaza Mayor mientras escucho el bando que dio origen a la fundación de la ciudad. Con todo el respeto de la tierra las autoridades se inclinan ante el blasón que les identifica. Se respira una mezcla de orgullo y emociones.

La gente

Amanece. He dormido pocas horas. Invertí parte de la noche en conocer cómo funciona esta ciudad, en entender a sus noctámbulos. Tuve como guía a dos buenos amigos: Wilbert, el director del grupo Rumbatá, y Norberto, director de la Maravilla de Florida.

Una ciudad se conoce por la forma en que andan sus habitantes, por el modo en que respiran y se comunican entre sí. También están sus parques plazas, iglesias y, sobre todo, los museos. En mi plan personal traigo dos metas fundamentales: una es visitar la casa en que naciera Nicolás Guillén, y la otra el sitio donde naciera Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien me conmoviera con su novela Sab, la misma que inspiró un guion televisivo que nunca logré terminar.

 

Siguiendo esa meta emprendí mi andar por la ciudad. Pobre mortal yo al que las circunstancias de la vida le obligan a cambiar sus planes. Mi jornada andariega se redujo al Casino Campestre y a las propuestas que allí se ofrecían. Fui víctima del mal del turista, enfermedad que se cura con una larga parrafada con los parroquianos que degustan una cerveza e intercambian largas charlas en el sitio menos esperado: La casa de la trova, donde encontré al cantante Simón Roberto, al que llaman “el príncipe de la noche”.

Desconocido para muchos, Simón es, tal vez, el eslabón necesario entre el feeling y la canción contemporánea en esa ciudad, yo me atrevería a decir que en Cuba. Juntos emprendimos un largo viaje por la canción camagüeyana y cubana en general.

Suerte la mía de haber entrado a La casa de la trova, donde el ajetreo era inusual, según sus habituales y trabajadores; esa tarde había un encuentro entre las autoridades y algunas personalidades invitadas a estas celebraciones.

Confieso mi ignorancia cuando se trata de las personalidades de esa ciudad.

Asistí a una charla entre amigos. De una parte las autoridades políticas y administrativas de la ciudad, del otro lado artistas invitados y figuras públicas de la urbe. Fue un diálogo franco, entre iguales. Cada uno expuso sus puntos de vista con un respeto inusual, y es que el fin es el mismo: enaltecer la ciudad y sus habitantes, hacerla más plena y universal.

Se habló con orgullo de aquellos compatriotas que están ausentes, de la importancia de que pasen por la villa, de que muestren su arte a sus compatriotas.

Manolito Simonet adelantó que el estudio de grabaciones que ofreció a la ciudad ya estaba listo, y que pronto comenzarían a grabar a lo mejor del talento de esa ciudad y de los municipios. Con ese fin había convocado a otros músicos camagüeyanos para que fueran parte del proyecto en calidad de productores. Incluso que ofrecieran talleres a los estudiantes de la escuela de arte.

Fui testigo de una asamblea abierta, franca y, sobre todo, muy fraternal. Entonces recordé la leyenda del ágora griega, a mis espaldas había más personas de las que admite el local, atentas y silenciosas. Pensé entonces en mi ciudad y en la necesidad de que hubiera espacios donde ocurriera una tertulia así.

El orgullo se respiraba.

El sonido

Es mi tercer día en la ciudad. Apenas he dormido unas horas; lo mismo que muchos de los músicos aquí presentes. Algunos regresan de trabajar en los municipios de la provincia, se les nota el cansancio pero, aun así, cargan las pilas para esta noche de cierre. Habrá un megaconcierto que durará unas catorce horas y que ya se conoce como Sonido camagüeyano; es el plato fuerte del cierre de esta semana. Hay orquestas de toda la Isla, están presentes diversas manifestaciones y hay un solo fin: alegrar a los habitantes de esta villa.

 

Es la tercera vez que se realiza este evento, y la sede escogida desde el principio es la Plaza de la Revolución de la ciudad. Se trata de un maratón musical de altos quilates en el que muchas orquestas quieren participar; algunas que como yo han recorrido cientos de kilómetros, otras quieren regresar a vivir la experiencia de estar ahí con un público que no se agota y que disfruta hasta el último minuto.

El Sonido camagüeyano no es un evento pretencioso. Es un festival de provincia pensado para sus habitantes. Encuentro bailadores que vinieron desde Las Tunas (aún celebran su triunfo en la serie de pelota), o desde Guantánamo acompañando a sus músicos. Los santiagueros, por supuesto, no podían estar ausentes. En una esquina del escenario hay un grupo de estudiantes de la escuela de música de la provincia, sus profesores los han llevado y la prudencia indica que deben regresar antes de que avance la noche; los futuros músicos no quieren dejar de ser parte de la fábula, quieren ser protagonistas y a ese objetivo dedican sus energías, ora conversando con los directores de orquesta, ora haciéndose fotos hasta agotar las baterías de sus dispositivos. A regañadientes logran un acuerdo con los profesores y el horario de regreso se retrasa al menos una hora.

Todos a una —viva Fuenteovejuna— repiten las canciones que se interpretan, bailan y aplauden a las orquestas según se van presentando. Todos a una se mantienen en el espacio físico que han escogido, allí establecen su zona de confort, ahí comparten sudores y expresan su alegría. Todos mezclados, diría el poeta al que debo la visita.

Justo a las nueve de la mañana culmina el concierto que anuncia el fin de esta semana cultural. La ciudad regresará a su vida cotidiana. El jolgorio ha sido por todo lo alto.

Son ocho horas las necesarias para regresar a mi lugar de partida. Debo volver a Camagüey, con más tiempo. En mi registro de memoria repito hasta la saciedad aquella frase puesta de moda por una canción hace ya cuarenta años: “…completo Camagüey…”. Con ella como presupuesto comenzaré la crónica de esta mi primera visita.