Mientras visito el XXX Salón Provincial de Artes Visuales —abierto en la Sala Principal del Centro de Arte de Holguín con el título Calendario 30. ¿Te acuerdas de…? — y aprecio las obras en concurso, reafirmo cuestiones de las que he escrito otras veces, tanto de este encuentro, con realización bienal, como del Salón de la Ciudad, inaugurado cada enero.
El gradual retroceso de los salones de artes visuales en nuestro país no es un secreto para nadie. De una edición a otra, estos importantes escenarios que tradicionalmente han reunido parte de lo mejor de la producción visual de un territorio (o de una temática específica), que tuvieron años de esplendor y fueron punta de lanza de un fuerte movimiento creativo, han ido perdiendo calidad y filo y ganado en complacencia.
El Centro Provincial de Arte lo apuesta todo a la realización de ambos salones y trata de articular cada año un espacio atrevido e interesante, con propuestas curatoriales atractivas.
Lo he escrito (y otros colegas también) en varias ocasiones y he subrayado —y agradecido además— la convergencia de diferentes poéticas con un discurso ideoestético propio dentro del quehacer regional y nacional, que convierte la galería en ese espacio donde todo es viable: vórtice abierto a múltiples posibilidades que terminan confluyendo y mostrando una parte, aunque no sea representativa, aunque no sea la deseada o más interesante, del cuerpo plástico local, en este caso el holguinero; incluso a la espera de que en próximas ediciones los salones puedan vencer las limitantes que han marcado los años recientes.
El catálogo del anterior Salón Provincial, titulado Asomo de un Salón, reafirmó su “gradual retracción, en detrimento de la deseada pero pocas veces alcanzada representatividad de los procesos artísticos locales”, pues “como evento es un sujeto vivo, dúctil, susceptible a cambios y, sobre todo, es un riguroso ejercicio de pensamiento, para no correr el riesgo de quedar obsoleto en el tiempo”, escribió la especialista Bertha Beltrán.
He insistido en que, algo predispuesto con los salones, uno asiste a sus inauguraciones (lo hago cada vez con menos frecuencia: prefiero recorrerlos después solo, con tranquilidad) sabiendo que encontrará, cuando menos, una selección —representativa o no— del quehacer actual de un grupo de artistas pertenecientes a un determinado contexto social o geográfico, pero conociendo que esa muestra no tiene que ser necesariamente el estado del arte en ese momento (no necesariamente, aunque cada vez la imagen que muestran los salones se parece más al contexto local).
Uno asiste a los salones con la certeza de que encontrará piezas que ha visto en otras muestras, personales o colectivas. Uno asiste a ellos aun sabiendo que los más reconocidos artistas (sucede en este caso) no siempre estarán presentes y que —y eso no es malo— los jóvenes (y también otros artistas menos conocidos) van ocupando el lugar legitimador que la institución ha creado como catapulta visibilizadora de su trabajo; espacio que debe ir abriéndose desde la calidad de la propuesta artística.
Aun así, uno los visita, insiste en recorrerlos; incluso después de haber leído varios textos donde se subraya el carácter epidérmico, monótono, tradicionalista, rígido, que en los últimos años asolan los salones en varias ciudades del país.
Uno insiste, es cierto, aunque acabe comprobando que muchos de los puntos a favor que mencioné se difuminan como lágrimas en la lluvia y que disímiles factores (desde la progresiva lejanía con la creación de varios artistas reconocidos, la falta de estímulos en un contexto económico difícil o la migración) confluyen en ello; aun cuando desde la institución se realicen acciones para intentar, con los recursos de que se disponen y otros estímulos, incluyendo propuestas atractivas de curaduría, revertir una situación que no deja de ser preocupante. Uno insiste, es cierto, pues siempre queda la posibilidad de agradecer la sorpresa.
El Centro Provincial de Arte lo apuesta todo a la realización de ambos salones (incluso este último estuvo acompañado de una amplia jornada, con encuentros teóricos e invitados) y trata de articular cada año un espacio atrevido e interesante, con propuestas curatoriales atractivas organizadas por el equipo liderado por Yuricel Moreno Zaldívar, quien subraya en el catálogo que esta edición “trata no solo de revitalizar una fórmula expositiva nacida en un pasado bastante lejano, sino también de encontrar los móviles adecuados para que se cumpla el cometido de presentar autores, estéticas, confrontar públicos, incitar la crítica, legitimar determinadas expresiones al uso”.
“Los ochenta nos proponen un cambio: se caracterizaron por el regreso a la pintura y escultura en su sentido tradicional, influenciados por teorías y tendencias posmodernas, pero matizado por numerosos estilos personales y diferentes maneras de abordar el arte”.
Las últimas curadurías fueron muestras de ello, tratando, precisamente, de vencer o al menos paliar estas cuestiones; aunque a la larga uno acabe enfrentándose a la piedra de Sísifo, esa en perenne caída, y sigamos insistiendo en volver a cargarla montaña arriba (como deber ser).
Este 2023 la curaduría del Salón se lanzó a explorar los años 80 en el imaginario artístico y afectivo, como paradigma que marca una línea perimetral con respecto al presente más incierto y precario, sostiene el artista Ronald Guillén, quien junto al equipo del Centro articuló la propuesta.
“Los ochenta nos proponen un cambio: se caracterizaron por el regreso a la pintura y escultura en su sentido tradicional, influenciados por teorías y tendencias posmodernas, pero matizado por numerosos estilos personales y diferentes maneras de abordar el arte. El tan añorado compromiso social del artista se hizo patente en Cuba, pero esta vez desterrando cualquier vestigio de apologías hacia una sociedad que a todas luces era aún ineficiente, sobre todo en el terreno de las artes plásticas y sus instituciones”.
La muestra celebra la treinta edición del Salón y los cuarenta años de su creación, en 1984, “en plena efervescencia ochocéntrica”, lo que “implica una oportunidad única para reflexionar sobre la importancia del arte en la localidad” y repasar “la circulación de nuestro arte junto al desarrollo de los imaginarios afectivos de una etapa fundacional e hilvanar así, una historia propia de la evolución del arte y su público”.
Para ello la curaduría del XXX Salón Provincial “acudió al imaginario afectivo de artistas y públicos para aliñar un diseño procesual que se extenderá hasta el verano de 2024”. Así “entre la celebración y la revisión histórica, sin negar la cuota de nostalgia implícita en el ejercicio mental del recuerdo, se trata de reflexionar sobre el devenir del arte local. Ese que cuenta con méritos propios soslayados, habitualmente, ante la reafirmación de un relato centrista, en la construcción de lo supuestamente nacional”, añade Moreno Zaldívar.
Esta edición del Salón resume las anteriores preocupaciones, que flotan en los espacios de su tipo en el país, pues comparado con otros años, incluso con el Salón de la Ciudad en enero (que sí logró lo que podríamos llamar un “equilibrio” entre diferentes propuestas y autores, con piezas que conocíamos de otras muestras colectivas y obras atractivas, conceptual y formalmente, que integran una especie de corpus que —con sus riesgos— podrían “cartografiar” el arte local), la propuesta que se expone no es, precisamente, la más interesante (aunque esta palabra, lo sabemos, porta la polisemia).
En este punto, la curaduría —más allá de lo sucedido el día inaugural, donde, como señalé, no estuve presente; aunque esta debe ser capaz de “respirar” por sí sola— funciona más como un macro-proceso que durará aproximadamente un año y que no depende solo de un Salón que no se diferencia mucho de anteriores muestras.
El llamado a revisitar los 80 no parece “integrarse” al conjunto, al permanecer, si no anacrónicamente a los ojos del visitante, sí en vitrinas que resguardan tanto los objetos presentados por el público luego de la convocatoria, como los catálogos y demás materiales de los archivos del Centro (aunque el uso de discos de acetato como “anclaje ochentero” le aporta un peculiar atractivo).
En Calendario 30. ¿Te acuerdas de…? buena parte de las piezas evitan el riesgo, los terrenos movedizos o puntiagudos, la duda… No le exigimos lo anterior, claro, pero se palpa la repetición, la complacencia, los ciclos vitales que se agotan a pesar de las alternativas para extenderlos, con obras que se pierden entre una figuración ingenua (que no naif) y un trazo que “roza” lo decorativo (incluso pobre técnica y conceptualmente, etc.), sin que implique que piezas así no posean determinados valores e integren el corpus local.
El Salón de la Ciudad y el Salón Provincial constituyen enclaves para pensar cómo se desarrolla, qué caminos recorre y hacia qué sitios enfoca su mirada el arte holguinero, parte de ese cuerpo mayor que es el arte cubano.
Las preguntas que una vez me hice, cada una con disímiles respuestas en dependencia del sendero por el cual se decida el caminante, mantienen cierta vigencia: ¿Cuánto representa un Salón, aunque se desee, la plástica de un determinado sitio? ¿Y aun así, las piezas que encontramos son reflejo del “estado real” del arte local y el quehacer de sus artistas? Si es así, ¿está en “crisis” la creación plástica holguinera? ¿Las piezas complejas, arriesgadas, críticas, que muchos añoran, se han esfumado del contexto?
Ante las mismas obras repetidas en una y otra muestra, ¿dejan de crear/creer los artistas? ¿Los incentivos de los salones —de todo tipo: monetarios, promocionales, de estatus en el ámbito provincial— son mínimos o poco estimulantes, o ante el gradual detrimento, es preferible alejar sus firmas de los mismos? (aunque este año, es necesario subrayarlo, las alianzas del Centro Provincial de Arte potenciaron nuevos premios, con exposiciones incluidas, que no dejan de ser atractivos).
¿Ante una selección así, circunstancial, no de su nivel, es preferible dejar de realizarlo o no? Son cuestiones que, más allá del encuentro plástico en sí, se enfocan a otras problemáticas, como las facilidades para la creación, la promoción, la comercialización… Mapear una producción y hacerla visible en nuestro contexto, se torna cada vez más arduo.
A falta de los principales creadores, de nombres reconocidos en el ámbito local y nacional (quizá a manera de estrategia, varios exponen como invitados: Jorge Hidalgo Pimentel, Leticia Leyva Azze, Ronald Guillén Campos, Lázaro Reynaldo Rodríguez, Belsys Bárbara Cobiellas y Roy Arsenio González Escobar), el XXX Salón se convierte, como vimos, en esa especie de vitrina/plataforma legitimadora de los jóvenes artistas, principalmente los estudiantes de la Academia Profesional de Artes Plásticas El Alba (aunque exponen, en el que sigue siendo el principal escenario visibilizador en la provincia, creadores como Juan Carlos Anzardo, José Emilio Leyva Azze, Aníbal de la Torre Cruz, Argelio Cobiella Rodríguez, Yosvani García, Alfonso Tamayo, Rolando Pavón y Rafael Cala).
Entre los jóvenes artistas en formación (donde incluyo a los recién graduados) uno puede encontrar varias sorpresas, pero, grosso modo, la propuesta estudiantil, eso me pareció esta vez, no superó a la de otros años; entre ejercicios de clase o de graduación, tanteos que no logran la calidad requerida (incluso la osadía propia de la juventud), ni siquiera el promedio para un espacio exigente como este (sí, lo es; debe serlo).
Varias de las piezas las vimos en la exposición La luz y el observador, del proyecto Ciprés, integrado por jóvenes artistas formados en El Alba y que se inauguró en el Hotel Ordoño como parte del programa del 17 Festival Internacional de Cine de Gibara (fueron creadas para ello).
De este grupo me interesa destacar la obra de Cristhian Escalona, quien precisamente obtuvo el Gran Premio del Salón y el Premio colateral de la Fundación Caguayo, de Santiago de Cuba, con una xilografía en lienzo (que incluyó el taco de madera) perteneciente a la serie Paralelismo. Condición.
Es suya también la interesante y, por qué no orwelliana, “Bandera” (Vinilo/PVC). Alain Velázquez y Osvaldo Santiesteban, miembros de Ciprés, participan con obras que vimos en Gibara. Mientras Roger David Remón Fuentes, ganador del Gran Premio del Salón de la Ciudad de este año y uno de los artistas jóvenes más interesantes en el ámbito local, presentó “Sentir celos de un perro”, Premio Colateral de la Asociación Hermanos Saíz en Holguín; una obra ejemplo de la línea de trabajo que lo define, aunque, como sabemos, con los estudios superiores que cursará en el ISA y el paso del tiempo, pueden abrirse nuevos horizontes expresivos en su obra.
Las piezas de Bertha Beltrán, Marlén Besil García y Lorena Susel Velázquez resaltan sus valores y confluyen junto a muchas otras, en un Salón que, como he apuntado, no deja de ser un acto de resistencia (o de persistencia) en esta provincia y que lanza al aire (y a oídos atentos) tantas preguntas como piezas expone. Son artistas que, contra toda adversidad, e incluso desde ella, insisten en crear y exponer. Los salones merecen —aun en el marasmo que puede rodear todo— seguir siendo ese sitio añorado, por momentos lejano, pero también posible en la medida de la calidad y la creación, donde convergen lo más meritorio de nuestra plástica, ese espacio de confluencias y diálogos en pos de un crecimiento común. A eso también se aferró el XXX Salón Provincial de Holguín y el equipo del Centro de Artes Plásticas; incluso a la necesidad de reconfigurar, desde los cimientos, cada nueva edición y que en esta búsqueda continúen creciendo las ramas y los frutos.
A la pregunta de ¿te acuerdas de aquellos salones de los 80? debería corresponderle, con regocijo, similar interrogante dentro de igual tiempo y que, al mirar atrás, ediciones como este XXX Provincial de Holguín, nos permitan cartografiar las realidades posibles y soñadas; para no correr el riesgo de que, tras un año, el salón se pierda bajo el manto del olvido.