En contraste con el egoísmo, el sálvese quien pueda, los robos y las estafas, existen también la bondad, el altruismo, la generosidad. Y, por supuesto, el abuso. Todo florece a la vez. El admirable sentido solidario que nos caracteriza encuentra a veces serios obstáculos, que nos motivan a preguntarle a quien ayudamos “¿De verdad?”, o el tan moderno “¿En serio?” que prolifera en nuestro vocabulario desde que nos hicimos adictos a series donde preguntan “¿Really?” por cualquier cosa.
Pondré algunos ejemplos, de los muchos que existen. Mi amiga Hilda me cuenta que una vecina suya, quien se ha acostumbrado a pedirle café cada mañana (“que si no tomo, me da migraña”), frijoles al mediodía (“y de paso, regálame hojitas de laurel”, añade), y “algo para dormir” cada noche, de modo que Hilda ha adquirido, sin pedirlo, un nuevo familiar a quien atender, rompió el récord de pedigüeñería hace menos de un mes. Cuando mi amiga Hilda la vio atravesando el jardín a media tarde, se extrañó, ya que no existe correspondencia entre los hábitos ya establecidos para los pedidos de su vecina, y las cuatro de la tarde.
“Vengo para que me prestes un termómetro, creo que tengo covid”, le dijo sin ninguna precaución. “Ni nasobuco llevaba”, me contó Hilda. Mi amiga, que vive alejada del mundo médico (más bien le teme muchísimo a las enfermedades, y por lo mismo no guarda nada que se relacione con pastillas ni botiquines), le dijo “Ay, qué pena, pero no tengo termómetro. Mejor váyase al consultorio, y cúbrase con un nasobuco”. La vecina no le creyó, e hizo evidentes muecas de incredulidad. “Bueno… entonces, pónme la mano en la frente y dime si tengo fiebre”. Hilda, al borde de un ataque de pánico, se negó a tal pedido, todavía sin dar crédito a que su vecina, sospechando estar contagiada, le hablara sin distancia ni miramientos. “Mejor váyase al médico, por favor”, insistió, ante lo cual la posible covidosa le reviró los ojos, no sin antes pedirle “chica, al menos dame dos dipironas, por si estoy enferma, por si tengo COVID, por si tengo fiebre”. “Tampoco tengo dipirona, ni ninguna medicina, de verdad, váyase al consultorio”. “Qué mala persona eres. Nunca más vendré a tu casa”, le espetó la vecina. Mi amiga Hilda me llamó a la mañana siguiente, preocupada, con remordimientos y vergüenza. “¿Qué más podías hacer?” le dije, “si eres buenísima gente”. Bueno, ¿y por fin está enferma esa persona, o no?, añadí. “No lo sé, pero pasó por aquí ahorita, porque le dolía la cabeza ya que no había tomado café. Claro, le ofrecí su acostumbrada taza, porque vino correctamente con nasobuco”, me respondió. “Chica, pero lo tuyo ya pasa de castaño oscuro”, fue lo único que atiné a decirle. Como era previsible, Hilda comenzó con síntomas tres días después. Acudió a su médico, el test de antígeno resultó positivo, cumplió aislamiento en su hogar, y declaró que no tenía idea de cuál podría ser la fuente de contaminación. “Es que me da pena con mi vecina”, me dijo. “¿De verdad?”, le cuestioné. Por gusto, porque hay personas así, como Hilda.
“‘¿Pero esto no lo pagaste tú?’, quise saber. ‘Sí, claro, yo compré todo eso, pero me da tremenda pena cobrarle a mis clientes’, me respondió, con una sonrisa rezumante de melancolía”.
Mi amigo Osvaldo, sin ir más lejos, es otro buenazo de la vida. Desde antes de la debacle económica, montó un negocito de impresión de documentos. Rápidamente se hizo popular en el barrio, porque sus precios eran aceptables, y su trato, muy amable. Luego de pasar la enfermedad de moda, el aislamiento y el cierre de todo, ha vuelto a abrir las puertas de su local. Como es lógico, tuvo que subir los precios por la impresión de cada documento, de acuerdo con lo que él mismo tiene que pagar ahora por las tintas, el papel, y todo aquello que implica hacer funcionar una fotocopiadora. Mientras otros propietarios de negocios no estatales y estatales sobreviven sin remordimiento, mi amigo Osvaldo ha tenido que acudir a psicofármacos. “Me da tremenda pena decirle a los estudiantes, a los escritores, al público variopinto, que deben pagarme 3 o 4 pesos por cada cuartilla que imprimo en blanco y negro, y 5 pesos si es en colores”, me explicó. “Todo el mundo hace lo mismo, no hay más remedio que adaptarse a los nuevos precios”, le dije, tratando de consolarlo. En aras de aliviar su síndrome ansioso depresivo, decidió llevar un equipo de música al local. Ahora, mientras los clientes esperan el resultado de la fotocopiadora, se escucha “Nadie se va a morir, menos ahora”, “La vida es un carnaval” y “El que siembra su maíz, que recoja su pinol”, “No me grites, que no por ello hay más razón en lo que dices” aunque mejor sería oír “Toma chocolate y paga lo que debes”, le dije, cuando pasé a saludar a mi amigo Osvaldo. Sonrió, con cierta picardía. “¿Qué te tiene así, de repente contento, además de la música?”. “Mira para allá”, me respondió. Fue entonces cuando contemplé lo que me dejó atónita. Mi amigo ha colocado en una esquina del local, ciertos artículos que obsequia. Como lo oyen: regalos para la clientela. Presillas, marcadores, sobres de cartas y minas 0.5. “¿Pero esto no lo pagaste tú?”, quise saber. “Sí, claro, yo compré todo eso, pero me da tremenda pena cobrarle a mis clientes”, me respondió, con una sonrisa rezumante de melancolía. “¿En serio?”, dije, y me retiré. Antes, como es lógico, metí mano en la cajita de los regalos, y me eché unas cuantas presillas en la cartera. Porque sí, por si acaso, porque así somos la mayoría de nosotros. Hablando en plata: hay personas a quienes habría que decirles que bueno es lo bueno pero no lo demasiado. ¿Qué le vamos a hacer?