Para el común de los mortales escuchar hablar de Broadway es sinónimo de la meca del mundo del espectáculo musical. Para muchos, como en mi caso, las primeras referencias y más cercanas son por obra y gracia del cine que nos contó historias de desvelos, sacrificios, de éxitos mutilados o totales en las que el talento se combina con las pasiones humanas.
“Broadway es ─según le escuché decir un día al compositor cubano Rembert Egües, a quien llaman ‘el genio’ muchos de sus contemporáneos─ el más hermoso infierno musical en el que todos debemos estar alguna vez”. Y no le falta razón a quien en algún momento de los años noventa fue invitado a dirigir alguna puesta en escena en uno de sus famosos teatros, en tiempos que cimentaba su carrera en París.
Coincidentemente con su paso por aquella inmensa avenida, toda iluminada las 24 horas del día, el tresero Juan de Marcos González entraba en los viejos estudios de San Miguel entre Lealtad y Campanario, junto a un grupo de leyendas de la música cubana, para grabar uno de los discos más sólidos y coherentes de la música cubana del siglo XX: Buenavista Social Club.
La primera imagen que tuve del proyecto Buenavista… fue la foto de un hombre negro, con camisa y zapatos blancos, caminando por una calle de La Habana. Se pudiera decir que era irreconocible, sobre todo por esa bolchevique, blanca también, que le ocultaba el rostro. Era nada más y nada menos que el cantante Ibrahim Ferrer.
Broadway propone hoy, para el mundo, su visión muy personal del fenómeno Buenavista Social Club; y lo hace con respeto.
Pasados unos meses vendría la leyenda, las contradicciones y las negaciones ─por qué no─ de músicos cubanos que pensaron le estaban escamoteando su espacio y su público. Y sobre todo la película de Win Wenders como el tiro de gracia publicitario a la historia musical.
Después de todo y en apariencia, el Buenavista no era más que una reunión de músicos viejos que alguna vez fueron populares o no y que eran comandados por un músico que había sido popular años antes, pero que ahora ni Dios le seguía. Un nuevo intento, como lo fuera años antes aquello de Las Estrellas de Areito, para vender y exponer al mundo una faceta de la música cubana del pasado.
Sí, porque había cierta vergüenza en llamarla “tradicional”.
Juan de Marcos González ─el hombre de la idea─, nunca había negado su filiación con esa música, la tradicional. Su admiración por los músicos que había convocado para crear la aventura musical más alocada que se pudiera esperar dentro de la música cubana a fines del siglo XX, era casi religiosa. Les rendía culto y siempre había apostado a un día poder tocar con ellos, si la vida lo permitía. Y la oportunidad llegó.
Nadie puede negar que el Buenavista y todos sus miembros, tanto juntos como separados, revivieron el gusto a nivel mundial por la música cubana; que grandes ídolos de la música, estrellas del rock, del pop y del jazz caían rendidas ante la magia del sonido de sus integrantes, de los temas que cantaban o simplemente de su voz. El mundo descubrió ─tardíamente─ a Omara Portuondo, Ibrahim Ferrer, Compay Segundo, Eliades Ochoa. Algo similar pasó con el sonido de Manuel Galván en la guitarra, la maestría de Rubén “el mulo” González en el piano, de Orlando “Cachaíto” López en el bajo o de Barbarito Torres en el laúd.

Así pasaron los años, los conciertos las giras los premios, las luces y la vida. Hasta hoy. Es el fin del primer cuarto del siglo XXI. Para muchos el Buenavista Social Club puede ser parte de un pasado; pero no para Broadway. De los originales quedan algunos sobrevivientes. La más notable es Omara Portuondo; lo que no resta méritos a Amadito Valdés; o a Eliades Ochoa, que aún sigue en los escenarios; o a Barbarito Torres, que a pesar de su modestia sigue siendo inigualable e irrepetible, ─el pianista Rolando Luna dice que es un músico brutal.
Broadway entendió el fenómeno Buenavista Social Club tal vez mejor que muchos de nosotros, desde la perspectiva de su impronta para contar una leyenda, para recrear con la mirada de los tiempos de redes sociales e internet un momento cumbre de la música cubana, esa que ha demostrado ser universal desde lo particular y que nos trasciende. Broadway propone hoy, para el mundo, su visión muy personal del fenómeno y lo hace con respeto.
Solo que Broadway está en New York City; lugar en el que vivieron y murieron muchos músicos cubanos que definieron el sonido de esa ciudad, del jazz, de la salsa; que fueron, en algún momento, parte importante de su vida musical. Las luces y marquesinas de Broadway también tuvieron sus nombres en cabezas de cartel en algún momento; los amantes del musical supieron de ellos, y algunos talentos de sus teatros bailaron su música bien por influencia de padres y abuelos latinos, bien porque en sus años de formación profesional fue parte de sus programas de estudio; o simplemente porque fueran amantes de las noches neoyorkinas de jazz y alcohol.

El Buenavista Social Club que se anuncia en las marquesinas de Broadway no solo recrea una historia cubana muy personal ─en Europa el show Soy de Cuba que creó hace casi veinte años Rembert Egües tiene una historia parecida, también en lo musical—, sino que respetuosamente llama al más autorizado para que les asesore. Juan de Marcos González regresa por sus fueros, y los productores suman talentos cubanos con importante pedigrí musical como son los casos del tresero René Avich, o de Leonardo Reina, nieto del gran violinista y director de orquesta Félix Reina y del menos conocido Ibrahim “Mel” Semé. Se trata de credibilidad.
Hay también talento boricua, norteamericano y de latinos nacidos en esa ciudad.
En NYC algunos críticos vuelven a mirar sus notas de hace treinta años. Y pujarán por una luneta la noche del estreno y se deleitarán escribiendo una vez más sobre tal acontecimiento, igual que lo hicieron aquella noche en que los originales del Buenavista Social Club debutaron en el Lincoln Center. Los nuevos críticos, ávidos de contar su vivencia, descubren un fenómeno del que posiblemente oyeron hablar en su infancia o adolescencia.
Otros, los latinos del barrio, “…sentirán que era hora de que los gringos supieran nuevamente lo que es un buen golpe de bongó y cómo se mueve la cintura…”. Los profesores de los conservatorios y universidades de música harán que sus estudiantes asistan a las funciones y después se reunirán para hablar una y otra vez de esa música; muchos se aprenderán pasajes musicales y lo incorporarán a sus trabajos presentes y futuros.

Los periódicos buscarán la forma de tener una exclusiva con Juan De Marcos González o pujarán por el placer de escuchar a Omara agradecer la obra y tal vez, sólo tal vez, cante unos versos de “Veinte años”; unos serán sorprendidos por un solo de laúd de Barbarito Torres o serán embrujados por la locuacidad de Amadito Valdés.
Soñemos con la posibilidad de que la historia esté en cartelera por semanas, meses y ojalá fuera por años. A fin de cuentas, está demostrado, la música cubana (esa que llamamos tradicional) no aburre, no cansa y algo muy importante, no pasa de moda.
No se sorprenda si en medio de Time Square a toda luz se escribe el nombre de Cuba y como fondo musical estén las notas del “Chan Chan” de Compay Segundo, mientras los neoyorkinos y los visitantes hacen un alto en su agitada vida y tararean su letra y repiten su estribillo una y otra vez; y las luces de neón exhiben en tecnicolor fotos de quienes dieron vida al proyecto junto con las de los que hoy lo recrean.
La leyenda del Buenavista Social Club parece no terminar… Es hora de seguir sus pasos y alimentarla desde el lugar en que todo comenzó: La Habana.







Espectáculo Musical Buenavista Social Club, estrenado en Broadway
Fotos: Tomadas de New York Theatre Guide