Voy a tomar prestado el nombre de la peña que hace tres décadas sostiene Paula Villalón en la sede guantanamera de la Uneac. Tengo su beneplácito. Es parte de la fiesta que significa el ingreso del bolero, su práctica, espacios y usos sociales en Cuba y México en la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco.
“El bolero es la vida misma. Todo el mundo tiene que ver con un bolero: tiene su tragedia, su romance…”
El público de Paula es fiel ―la fidelidad es joya preciosa, joya rara― y después que ella ondea la canción, después que abre las manos, hay que atreverse. Pues bien, me levanté y conté como se salvó la obra de Pepe Sánchez (1856-1918) y su bolero “Tristezas”, una historia sentimental compuesta con tan divina sencillez, que el tiempo no ha podido vencerla.
Tristezas me dan tus quejas, mujer,
profundo dolor que dudes de mí,
no hay prueba de amor que deje entrever
cuanto sufro y padezco por ti.
La suerte es adversa conmigo,
no deja ensanchar mi pasión.
Un beso me diste un día
yo lo guardo en el corazón.
(“Tristezas”, 1883, Pepe Sánchez)
Páginas de un rescate
Hallar el inicio de la hebra suele ser tarea difícil, azarosa, más “Tristezas” (1883) carga sobre sí la historicidad del primer bolero, a consideración de prestigiosos investigadores y musicólogos. Para Helio Orovio, Pepe Sánchez fue “el pionero en la definición de los caracteres estilísticos del género”,[1] mientras el maestro Odilio Urfé apunta que “tanto Sindo Garay como Jorge Anckerman y Gonzalo Roig le atribuyeron a Pepe Sánchez las pautas cubanas del clásico bolero español, que escrito en 3/4 fue convertido en 2/4, al mismo tiempo que le oficializaron la inclusión de ʿlos pasacallesʾ, en función de introducción y enlace entre los períodos regulares de sus dos partes principales, sobre todo en aquellos que escribieron ya en pleno siglo XX, sus discípulos Sindo Garay y Miguel Matamoros”.[2]
La memoria de cómo la obra sobrepasó más de un siglo, como emergió de la oralidad al papel, como emergió del olvido y la desidia, requiere detenernos un poco. Al sastre Don José Viviano Sánchez, el destino no le regaló nada. Nunca salió de sus manos un traje mal cortado, ni una canción descuidada.
Casi por obra de un milagro, he podido escuchar en un disco, su hermosa voz de barítono. Cuentan que era un guitarrista asombroso. Su casa reunía a gente que sentía devoción por la música, sin importar si eran trovadores empíricos o avezados. El Quinteto del Bolero que él encabezaba fue, en buena medida, el encargado de popularizar el género en los albores del siglo XX en su natal Santiago de Cuba y más allá.
Esa legión hacía de cualquier esquina, de cualquier corredor, su “Scala de Milán”. Vivían el presente ―diría que lo bebían, que lo apuraban―, sin poner demasiado asunto a la posteridad.
“Llamó a Emiliano Blez y a Felipe Porte ―integrantes de aquel Quinteto―, y mientras estos hacían memoria, hacían música, los copistas transcribían a notas la línea melódica”.
Pepe Sánchez tuvo cuatro hijos, y a una de ellas la nombró Aída, como la heroína de la ópera de Verdi. No es casualidad, ese ambiente flotaba en el aire, las compañías líricas eran habituales en predios santiagueros. Aída contrajo matrimonio con Longinos Padilla, un modesto procurador de aduana; pero hombre avizor y culto. Fue él quien se dio cuenta que nada quedaría del legado de Pepe Sánchez, nada, si no se recogía su obra como debía ser.
Dicho y hecho, de su propio peculio contrató a los mejores copistas conocidos entonces. Llamó a Emiliano Blez y a Felipe Porte ―integrantes de aquel Quinteto―, y mientras estos hacían memoria, hacían música, los copistas transcribían a notas la línea melódica. Pasaron muchos años y muchos olvidos… hasta que el mundo giró.
Lágrimas de un centenario
En 1987, la cultura cubana vivió un acontecimiento trascendental, al que tal vez no se le otorgó en su momento la importancia debida. Los Estudios Siboney de la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (Egrem) en Santiago de Cuba, sacaron a la luz La música de Pepe Sánchez, precursor de la Trova Cubana. Por primera vez ―escúchese bien―, quedaban registradas sus obras en un proyecto discográfico de magnitud.
Temas como “Rosa N. 2”, “Cristinita”, “Elvira”; “Te vi, te amé” y por supuesto, “Tristezas”, fueron interpretados por las voces de las Hermanas Martí y las Hermanas Junco, el tenor Daniel Vázquez, el Cuarteto Patria y el Coro Madrigalista. Curiosamente, “Tristezas”, el bolero primigenio aparece como “Me entristeces, mujer”. Había tardado tanto en acudirse al registro de los derechos de autor… que ya existía una canción con ese nombre.
El productor musical del disco no podía ser otro que José Julián Padilla Sánchez (1944-2015), el nieto de Pepe. Tuve el privilegio de ser su compañero de trabajo, de ser su amigo. Padilla ―como todos le conocían―, era una marca de calidad. Fue músico, estuvo ligado a figuras de la talla de Luis Carbonell y Ñico Saquito. Su pasión por la radio y su autoridad, fueron reconocidas con numerosos galardones.
“Nunca creyó en el disco hasta que se lo enseñé. Creó que murió con esa alegría, sabiendo que no había sido en vano toda su lucha”.
Ese fonograma, esa obra de rescate, resultó una de las cimas de su trabajo. Se llevó un reproductor consigo, se lo puso a su padre en el mismo hospital. Me cuenta: “Nunca creyó en el disco hasta que se lo enseñé. Recuerdo ese día, quedó enmudecido, quedó lelo; gruesas lágrimas corrieron por su rostro de casi cien años. Creó que murió con esa alegría, sabiendo que no había sido en vano toda su lucha”.
Todo el mundo tiene que ver con un bolero
La vida me premió al tener a Elena Burke, más allá del escenario, solo para mí. La pregunta sobre el bolero encontró una respuesta lapidaria: “El bolero es la vida misma. Todo el mundo tiene que ver con un bolero: tiene su tragedia, su romance… tú sabes”. Tenía a México como su segunda patria y era allí una figura de culto, tanto como en Cuba. Ahora mismo me asalta su recuerdo, ahora que sigo en la Peña Bolereando; ahora que escucho a Paula como desgrana en su voz, temas de autores de Guantánamo, de Cuba, del mundo…
La vida ya no tiene más que encantos para mí
pues sé que para siempre te tendré
Que bien me siento ahora que un cariño como el tuyo
me ha devuelto la felicidad…
(“Todo lo tengo ya”, Rafael Inciarte-Luis Morlote Ruiz)
La Villalón ha defendido su espacio Bolereando contra todos los vientos. Su diseño desde la pasión, desde el respeto a los cultores del género y al público, desde la perpetua renovación, le ha granjeado la permanencia. La Uneac ha tenido conciencia ―es la palabra exacta― de la marca identitaria que encarna el bolero, pero a lo largo y ancho de nuestro país, desafortunadamente, no se ha contado siempre con esas claridades.
En más de un sitio, subsiste el pensamiento de considerar al bolero como “música del recuerdo”, del rincón, barriendo de un plumazo esa “tragedia y ese romance” del que hablara la Burke. Hay también una comercialización ignorante y acomodaticia, rendida ante ciertas modas y ciertos modos. Hay decisiones francamente infelices que han limitado de diversas maneras, tanto el acceso a los espacios donde el bolero ha reinado tradicionalmente, como la creación de nuevas propuestas.
El tejido espiritual entre Cuba y México es profundo, tal vez único. La propuesta binacional no hace más que premiar esa realidad. Que la huella de Agustín Lara y Ernesto Duharte, de Consuelo Velázquez y Osvaldo Farrés, de Isolina Carrillo y María Grever, de Roberto Cantoral y Luis Marquetti, de Los Panchos y Miguel Matamoros, de César Portillo de la Luz y Álvaro Carrillo, de Frank Domínguez y Armando Manzanero, nos siga alumbrando.
Que gente de la estirpe de José Antonio Méndez y Pedro Infante, de Gonzalo Curiel y Gonzalo Roig, de Concha Valdés Miranda y José Alfredo Jiménez, de Bola de Nieve y Vicente Garrido, de Marta Valdés y Vicente Fernández, de René Touzet y Ela O’Farrill, del binomio inolvidable de Piloto y Vera, de Fernando Álvarez y Chavela Vargas, de Benny Moré y Javier Solís, de Lino Borges y Vicentico Valdés, de Pacho Alonso y Rodrigo de la Cadena, nos siga acompañando.
El bolero es un mundo con sus diosas y sus reyes, con sus variantes y leyendas. Esta es apenas una invocación, una de las muchas posibles. Ellos no son nombres, son historia.
La Unesco ha premiado más que el ritmo, más que la poesía del bolero en México y Cuba, ha reconocido ―reitero―, sus prácticas, escenarios y usos sociales. Esperemos que esta declaratoria sea un punto de inflexión, un campanazo. Hay muchas interrogantes por saldar.
¿Cómo se gestiona, se defiende y se promociona el bolero en Cuba? ¿Cómo se respeta a sus cultores y cómo se diseñan sus espacios? El bolero nació en Cuba, pero halló cobija y aliento en México, en Puerto Rico ―el de Bobby Capó, Daniel Santos, Rafael Hernández, Tite Curet, Lucecita Benítez, Andy Montañez― y en otras naciones iberoamericanas. Nadie le ha quitado la paternidad a nadie, el chovinismo barato nunca abonó tierra fértil. Defender una tradición no consiste en abroquelarse, en sumergirse en las cenizas; sino en relanzarse hacia el horizonte. Ese es el camino.
Notas:
[1] Helio Orovio: Diccionario de la música cubana, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992, p. 60.
[2] Odilio Urfé (Seminario Nacional de Música Popular) en las palabras al disco La música de Pepe Sánchez, precursor de la Trova Cubana, Egrem, Estudios Siboney, LD- 315.