Titilar

Todas escuchamos el salto. Un croar silente, abrupto, a orillas del pubis. Nuestras antepasadas precolombinas lo intuían en el palpitar de la rana. Desde Creta, otras mujeres lo ilustraron en peces con espirales, mientras aquellas que moldearon las ánforas micénicas inmortalizaban el mismo temblor en pulpos de sinuosos tentáculos. Y, con amor, muchas anónimas, transgrediendo culturas y épocas, nos compartieron el rito y la imagen para invocarlo (e invocarnos): el baile… y la serpiente.

Placer. Vocablo tremebundo: “lo anhelado”, “lo temido”. Contradicción que encierra otro: mujer: “lo deseado”, “lo negado”. Nuestras culturas patriarcales reivindican el vínculo entre ambos, su equivalencia, en tanto la mujer personifica el placer (de acuerdo a la perspectiva cisheteronormativa dominante) como el objeto de deseo y, simultáneamente, representa lo temido en cuanto “lo opuesto”, “lo diferente”, “lo Otro”, y, por tanto, lo que precisa ser suprimido, negado, al presuponerse amenazante para “lo coincidente”, “lo idéntico”, “lo Uno” (dígase, el hombre).

Pero queda pendiente una palabra: muerte: “lo terrible”, “lo inevitable”. La mayoría de nuestras sociedades la han relacionado con la mujer, lo cual, siguiendo el análisis precedente, podría contemplar a esta como terrible en la medida de su inevitable existencia. Se formularía, entonces, una tríada: placer=mujer=muerte, cuya equivalencia también otorgaría al primer término las connotaciones del último, y viceversa.

“Las mujeres todavía nos hallamos envueltas en un discurso-contexto que desprecia nuestra sexualidad al no representarnos como sujetos de placer”. Imágenes: Tomadas de Pixabay

Sin embargo, entre estos vocablos existe una trampa ideológica. Si bien en nuestras culturas no se cuestiona el fatum de la muerte, sí se evade, obstaculiza, censura y repele la experiencia del placer; y, pese a constituir este uno de los principales derechos sexuales (recogidos en los Derechos Humanos), las mujeres todavía nos hallamos envueltas en un discurso-contexto que desprecia nuestra sexualidad, al no representarnos como sujetos de placer e imponernos la cisheterosexualidad (ya sea por su demanda explícita o implícita, o por la omisión de otras orientaciones sexuales e identidades); y nos violenta física, psicológica y simbólicamente a través de la mutilación de nuestros cuerpos-textos-voces en sus múltiples dimensiones.

Una de estas mutilaciones ha sido el desgarro entre conciencia y útero, cuya desconexión, consolidada tras miles de años de represión sexual (aún sostenida) desde la infancia y en todos los ámbitos, ha traído consigo innumerables generaciones de mujeres con el útero espástico (contraído, rígido), originando las menstruaciones y partos con dolor, la pobre o nula percepción sensorial de este órgano (incluyendo los orgasmos cérvico-uterinos) y la invalidez de vivir acorde a nuestro deseo como resultado de su sistemática censura.

Pulpos y serpientes

Desde la antigüedad, las mujeres identificamos el útero como nuestro genuino órgano sexual, epicentro de creatividad y placer, reconociendo la causa de este último en su movimiento, y lo transmitimos con énfasis mediante el quehacer artístico. Desde el criterio de la arqueóloga Marija Gimbutas,[1] en el arte de la Vieja Europa, la forma uterina es la más representada, a menudo con una apariencia de racimos de berenjenas, dibujada en cenefas, entre hojas de parra y, muchas veces, cercana a espirales.

Las espirales simbolizan el placer y su difusión, y se observan, también, en figurillas de cerámica y hueso, con forma de mujer. Según la investigadora Casilda Rodrigáñez:

El arte neolítico reprodujo el placer, pintando sobre los cuerpos los meridianos más habituales por donde sentían que el placer pasaba (…), líneas o serpientes que se enroscaban en el vientre (…), que ascendían hacia los pechos, donde también hacían una doble rosca; que descendían a los muslos donde terminaban su recorrido formando también espirales, o a los glúteos con otra doble espiral (…).[2]

Dichos meridianos se corresponden fisiológicamente, pues, ilustran con exactitud, como indica Ambroise Paré,[3] la simpatía entre los pechos y el útero, por ejemplo. Algunos animales que, asimismo, refieren en el arte a nuestro útero y placer son las medusas, las ranas, los peces, las serpientes y los pulpos, que, de acuerdo con Rodrigáñez, guardan un papel muy significativo:

Los pulpos, encontrados abundantemente en la cerámica micénica, son una representación impresionante del orgasmo femenino: el cuerpo del pulpo se convierte como el mejor de los abstractos de Picasso, en un cuerpo de mujer, pechos y útero, de los que salen los tentáculos convertidos en ondas que rodean la panza del cántaro o de la vasija sobre la que están dibujados.[4]

Además del pulpo, la serpiente ocupa un espacio unívoco en el imaginario colectivo de las culturas antiguas: encarnaba la sexualidad de la mujer. La influencia simbólica de este reptil traspasó el carácter estático de la decoración en la cerámica, permeando la danza con sus ondulaciones. Rodrigáñez considera las actuales danzas del vientre como vestigios de una práctica relevante de las mujeres en la Antigüedad: las danzas sexuales autoeróticas colectivas, a través de corros: “La misma universalidad de estas danzas femeninas del vientre llevan a la conclusión de que no eran una expresión cultural de tal o cual pueblo, sino la expresión de una sexualidad común y universal, de antes del Tabú del Sexo y de la civilización patriarcal”.[5]

La pervivencia de esta práctica en los actuales juegos infantiles (por ejemplo, el corro de la patata), como indica Mari Cruz Garrido,[6] nos habla de una sexualidad de las niñas verdaderamente convertida en cultura, idea compartida por Rodrigáñez al reafirmar: “Las niñas entonces crecían no sólo moviendo la pelvis espontáneamente sin inhibición o censura, sino que eran estimuladas por sus madres, hermanas, etc., y los hábitos culturales de buscar el placer haciendo danzas del vientre en corros”,[7] lo cual demuestra, al mismo tiempo, el apoyo afectivo y social desde los lazos de la sororidad al autoconocimiento, el autoerotismo y, en definitiva, el propio disfrute de las mujeres.

Si contemplamos los vestigios culturales de los orígenes de nuestra sexualidad, vivida desde el movimiento del útero y su placer, la desinhibición de nuestros cuerpos y la promoción de la autonomía del goce, a través de los vínculos entre distintas generaciones de mujeres, ¿podemos aseverar que existe alguna correspondencia entre la invisibilización de nuestro útero, la inmovilización de nuestros cuerpos y la histórica segregación que el patriarcado ha difundido hacia y — lo más urgente — entre nosotras?

Lo primero, romper el círculo

Antes de desterrar nuestra sexualidad de la cultura, antes de educarnos en la rigidez y la anhedonia, antes de sembrar la desconfianza entre nosotras, hubo que aislarnos de las demás. Romper el círculo. Impedir las danzas, los aquelarres, la unión.

Para eliminar el conocimiento de nuestra herencia de una sexualidad placentera, independiente, vibrante y plural, fue necesaria la violencia física, atemorizar los miembros, entumecer la sangre. Nos sometieron a confinamientos, mutilaciones y torturas, relaciones sexuales forzadas (VIOLACIONES), embarazos, partos, maternidades y abortos no deseados, asesinatos… Y a experimentarlo todo, solas. Bajo el mutis, grito hecho ovillo.

Cuerpos apocopados, callados en el dolor y el terror. Cuerpos torcidos. Rotos. Inermes o inertes. Cuerpos acorazados, alienados de sí. Cuerpos oportunamente segregables, para devenir, luego, cuerpos sin útero.

Cuerpos sin madre

¿Cómo nos ha sido posible maternar en sociedades inhóspitas, degradantes, injustas y letales? …Tristemente, la maternidad entonces no era (ni es aún) una libre elección. Pero lo fue.

En los primeros tejidos sociales, la libido materna fluía de nuestros cuerpos, permeando las relaciones humanas. De acuerdo a los enfoques antropológicos de Juan Jacobo Bachofen,[8] aquella, dada su cualidad y función civilizadora, con el propósito de conservar la vida, propiciaba la fraternidad, la armonía y la paz en las sociedades de la Vieja Europa durante el Neolítico; asimismo, enfatiza este investigador, dicho bienestar no provenía de una religión encomendada a la(s) Diosa(s), ni de una organización político-social enraizada en el matriarcado, sino de los cuerpos maternos, de lo intrínsecamente maternal y de la cultura-mundo de las madres.

“Desde la antigüedad, las mujeres identificamos el útero como nuestro genuino órgano sexual, epicentro de creatividad y placer”. “El primer vínculo social estable de la especie humana (…) fue el conjunto de lazos que unen a la mujer con la criatura que da a luz”.

Esta conclusión la expone la antropóloga Martha Moia, quien argumenta la vertebración de las relaciones humanas desde lo maternal: “El primer vínculo social estable de la especie humana (…) fue el conjunto de lazos que unen a la mujer con la criatura que da a luz (…). El vínculo original diádico madre/criatura se expande al agregarse otras mujeres (…) para ayudarse en la tarea común de dar y conservar la vida (…) unidas por una misma experiencia”.[9]

Así pues, la autora[10] denomina ginecogrupo a la formación que surge de dicha unión entre mujeres, embebida por la maternidad, que consolidaba el vínculo más importante del mismo: el uterino, asentado en la noción de un origen común; de un mismo útero, de unos mismos pechos compartidos. Este vínculo da lugar al concepto de fraternidad y, según Rodrigáñez, era elemental su existencia debido a que garantizaba “(…) la reproducción de las generaciones en una sociedad con sistema de identidad grupal, horizontal y no jerarquizada, sin concepto de propiedad ni de linaje-vertical; es decir, con conciencia de reproducción grupal”[11].

Finalmente, como retoma Moia,[12] el vínculo uterino (con la díada madre-criatura y la expansión de la libido materna) creó la urdimbre como tejido social, sobre el que se trenzaba la trama o actividad humana, generando, con su encaje mutuo, relaciones sociales armónicas, atravesadas por la libido que las autorregulaba y, como afirman Gilles Deleuze y Felix Guattari[13], formaba un campo social impregnado por el deseo productor de la abundancia.

La quietud

Boca a vientre, cada mujer palpita. Sus peces exploran espirales, humedecen volcanes. Acunan serpientes en su pelvis, que ciñe entre pulpos la vida y esta emerge de la concha al río: nace un lirio humeante.

Mientras aprehendimos nuestra sexualidad desde el placer, tuvimos conciencia de nuestro útero y su movimiento, así como de la necesidad de este para el disfrute pleno, lo cual, unido a la herencia de danzas autoeróticas en corros, promovía la relajación de dicho órgano, con una consecuente apertura rítmica del cérvix que permitía un oleaje de contracciones, sanas y gustosas. Entonces, vivíamos la excitación de nuestros cuerpos con espontaneidad y, gracias al balanceo, nos habitábamos, suspendidas en un viaje pre-orgásmico.

Al transitar la vida con el útero relajado y móvil, satisfaciendo nuestro deseo mediante estas contracciones, los procesos inherentes a nuestra sexualidad eran experimentados desde el deleite. Menstruábamos, nos masturbábamos, manteníamos relaciones sexuales (por tanto, también concebíamos), gestábamos y paríamos con placer. La libertad de expresión corporal, el empleo de remedios naturales, el conocimiento acerca de nuestra ciclicidad sexual y la tradición de parteras, que compartían la sabiduría de que cada nacimiento es único y, por tanto, respetaban los tiempos de cada parto y las decisiones de cada madre (incluyendo, entre otras, la posición en que esta se sintiese más cómoda, que, usualmente, implicaba verticalidad y oscilación, pues, por una parte, la gravedad favorecía a la dilatación del cérvix y el movimiento, por otra, aliviaba al útero), abonaban una herencia cultural y social en la que nacer con nuestro sexo era augurio de una vida íntegra, deleitable, deseable y valiosa.

“Mientras aprehendimos nuestra sexualidad desde el placer, tuvimos conciencia de nuestro útero y su movimiento”.

Sin embargo, alrededor del año 4000 a.n.e., la expansión indoeuropea de diversos pastores seminómadas desencadenó guerras, sucedidas, a su vez, de períodos de guerra fría. En oposición a las culturas matrifocales, aquellos pretendían crear sociedades esclavistas, fundadas en las relaciones jerárquicas del Poder y, para construirlas, de acuerdo a Deleuze y Guattari[14], era preciso un estado de carencia; y la existencia de los ginecogrupos, con su propósito de maternar en tribu, hermandad y bienestar, suponía un freno a estas intenciones.

Pese a la resistencia ofrecida por dichas culturas y sus integrantes, los pastores seminómadas hallaron múltiples métodos para reprimir nuestra herencia de la sexualidad placentera y, a través de las violencias física y psicológica (donde se debe destacar los abusos y las violaciones sexuales, así como la descendencia originada de los embarazos forzados), y las amenazas (en especial, las dirigidas hacia nuestras hijas, hijos e hijes[15]), respectivamente), intercaladas entre guerras convencionales y guerras frías, provocaron uno de los principales cimientos de nuestras sociedades patriarcales: la maternidad no deseada.

A las mujeres que habitaban las aldeas conquistadas por los pastores seminómadas, según Gerda Lerner[16], se les mantenía con vida para producir la mano de obra infantil, primera en ser esclavizada por su vulnerabilidad psicológica y su fácil explotación. Así pues, inició la maternidad sin deseo ni placer: mediante la fuerza bruta.

Asimismo, para consolidar la sumisión voluntaria de las mujeres en este nuevo sistema de relaciones jerárquicas, se recurrió a varios pactos en un accionar que remite al conductivismo: por un lado, los chantajes emocionales y los castigos ante la desobediencia; y, por otro, los alicientes sociales (económicos, morales, religiosos), nutridos por la persecución de una subsistencia que implicara el mínimo daño para aquellas y sus descendientes.

Conjugando nuestras maternidades no deseadas y sumisiones voluntarias, se obtuvo la instauración de la madre patriarcal. Esta es considerada por Rodrigáñez como un sucedáneo de las verdaderas madres[17], pues:

Para que una madre se preste voluntariamente a hacer de madre patriarcal, hay que eliminar la libido materna, para lo cual hay que impedir el desarrollo de su sexualidad desde su infancia. Así se consuma el matricidio histórico, somatizándose en el cuerpo de cada mujer generación tras generación. Como dice Amparo Moreno, cada vez que parimos, afirmamos la vida que no debe ser.[18]

“Aquí se manifiesta otra forma de violencia: la simbólica”.

A propósito de lo anterior, Amparo Moreno declara el carácter imprescindible de aquella y argumenta que “sin una madre patriarcal que inculque a las criaturas ʻlo que no debe serʼ desde su más tierna infancia, que bloquee su capacidad erótico-vital y la canalice hacia ʻlo que debe serʼ, no podría operar la ley del Padre que simboliza y desarrolla de una forma ya más minuciosa ʻlo que debe serʼ”.[19] Como prueba de los anterior y de acuerdo con Rodrigáñez,[20]  podemos afirmar que en la medida en que nuestra sexualidad específica se ha difuminado y, en contraposición, la maternidad sin deseo y la madre patriarcal se han ido fortaleciendo, se han institucionalizado las formas de matrimonio, como consecuencia de la convicción a priori de que las muchachas, educadas al servicio de una cultura falocéntrica, se desempeñarían acorde a su labor de buena esposa y criarían a su descendencia como buenas madres.

Aquí se manifiesta otra forma de violencia: la simbólica. Junto a la re-significación de las mujeres y nuestros cuerpos en el imaginario popular, originada por el quebranto de nuestra sexualidad placentera, con el devenir objeto de deseo y la incapacidad de concebirnos a nosotras mismas como sujetos de deseo; tras la milenaria represión que nos paralizó los úteros, se fue reconstruyendo la noción de amor materno desde la espiritualidad.

A diferencia de lo heredado por las sociedades matrifocales y los ginecogrupos, como enuncia Rodrigáñez, este amor se orienta a:

Neutralizar y reconducir las pulsiones y los deseos que puedan impedir la represión y el adiestramiento de las criaturas; y junto a ese ʻamorʼ, se construye la imagen de la madre abnegada y sacrificada, dedicada a la guerra doméstica de vencer la resistencia de las criaturas a formar parte de este tejido social. La cualidad de este tipo de falso ʻamorʼ es que neutraliza la com-pasión y el con-sentimiento que puedan irrumpir y agrietar las corazas, y (…) hacer imposible la represión y el sacrificio de l@s hij@s al Padre, al Espíritu Santo, al Capital, al Estado, al sistema de enseñanza obligatorio.[21]

Precisamente, el aprendizaje y la demanda del amor materno espiritual es el que ha promovido en miles de generaciones de mujeres (incluyendo a nuestras abuelas, madres y, también, a nosotras) la insensibilización para aceptar que nuestras hijas, hijos e hijes se vean sumergidos en la angustia, el terror y el sufrimiento generados por la socialización en este mundo patriarcal.

En definitiva, tales aprendizajes y demandas que recibimos desde la infancia por medio de nuestros entornos sociales (familiares, educativos, religiosos), en los que transita la escisión cultural de los géneros, la cisheteronormatividad y una articulación de pensamiento y lenguaje en oposiciones binarias (limitadas al contrapunteo “femenino/masculino”), nos tientan a replicar la represión de la sexualidad en nuestras hermanas, primas, sobrinas, hijas, nietas, amigas, novias, alumnas; es decir, a ahuyentar la serpiente y dormir al pulpo.

Olvidar… casi

Hay una niña que baila. El pudor no le ha entrelazado los tobillos. Descalza. En remolinos. Medusa ante el ojo-espejo. Eva voraz, muñeca de Wassilissa. Loba saciada de sus huesos.

Conservamos de nuestros ancestros femeninos una memoria uterina, escurridiza y vibrante: la memoria del agua. El placer no solo surca nuestras venas; nos rodea en el líquido amniótico (que también portamos), nos irrumpe con la leche de unos pechos que nos ofrecen (y ofrecemos), emana de nuestros sexos en la menstruación, el flujo cervical, la lubricación, la eyaculación.

Acudir al útero entraña sacudir el agua. Tocar el tambor entre los labios del volcán y sentarse bajo la panza de burro en agosto. Amar-nos.

“Acudir al útero entraña sacudir el agua”.

Bailamos juntas

La ínsula engulló sus raíces con el trasplante hacia los olivos. Mi identidad en ausencias solo reverdecía con la bombilla ámbar de la sala: anochecía la música. Escalando sofás entre corazones espinados, persiguiendo la Luna riente, escuché la rana que mi abuela de la Orilla me enseñó a cantar…

Tuve una hermana. Sus caracoles brillaban mis ojos bajo la espuma.

Tuve una hermana. Su abrazo desnudo me desnudaba.

Tuve una hermana y las manos, vacías.

Las manos vacías; y tuve: una hermana.

“Conservamos de nuestros ancestros femeninos una memoria uterina, escurridiza y vibrante: la memoria del agua”.

Si mi canción te regresara

Volver al círculo lleva reconocer la carencia. Integrar los duelos de la maternidad y la sororidad. Mirar la herida de la bruja. Solo se sana el dolor que se siente.

Advertir que hemos sido violentadas física, psicológica y simbólicamente para reprimir nuestros deseos, placeres y sexualidades remite, como un primer paso, a explorar y expandir una revisión histórica, ya iniciada por otras mujeres a lo largo de los tiempos, con la finalidad de revivir y difundir nuestra casi olvidada herencia cultural de los vínculos uterinos; hay que encontrar y pintar los peces con espirales.

Luego es y será inevitable la confrontación. Fomentar entre nosotras un cuestionamiento político-social, nos permitirá deconstruir desde una perspectiva crítica nuestros contextos y culturas patriarcales, reformular las maternidades y sororidades y resignificarnos como sujetas de deseo. A su vez, esto nos impulsará a concebir y defender una educación inclusiva y equitativa para nuestras hijas, hijos e hijes, donde puedan desarrollar sus sexualidades libremente y las niñas crezcan sin la sumisión al discurso falogocéntrico, que aún hoy les demanda inhibir su propio deseo e inmovilizar sus úteros, mediante la púdica censura a la expresión corporal y una estricta corrección postural.

Mover el útero reivindica nuestra autonomía en tanto cuerpos y, por ende, sexualidades. Si queremos sanar el útero del patriarcado, serán necesarias la aprobación de leyes integrales contra la violencia de género y a favor del aborto seguro y gratuito, así como garantizar el acceso a los productos de higiene menstrual, los anticonceptivos y la reproducción asistida. También serán urgentes la eliminación de los tabúes sexuales y el reconocimiento cultural de nuestra naturaleza cíclica, con un consecuente respeto a nuestras menstruaciones, embarazos, partos, lactancias, maternidades y menopausias. Habrá que divulgar una Educación Sexual Integral, fundada en el placer y no en la terquedad de la reproducción de la especie; que hable de autoestima, autoconocimiento, respeto, consentimiento, diversidad, equidad, orientaciones e identidades, deseo, fantasías, erotismo y autoerotismo, amor romántico y poliamor, artes y ciencias, redes sociales y pornografía.

“El autoerotismo nos ha sido negado, precisamente, porque invoca el deseo propio y desencadena nuestro placer”.

Sin embargo, esto no bastará. Mientras no haya urdimbre, no podremos maternar en el placer, la paz, el bienestar. Mientras estemos divididas entre rivalidades y prejuicios de las relaciones de poder cisheteropatriarcal, nuestras sexualidades continuarán mutiladas, ausentes. Viviremos, gestaremos y criaremos desde úteros espásticos, desconectados de nuestra conciencia por la sistemática rigidez, que ocasiona la ruptura neuromuscular (por tanto, los orgasmos cérvico-uterinos se vuelven imperceptibles), el cierre del cérvix y las contracciones patológicas (sobre todo, durante la menstruación y el parto) ante la amenaza y el estrés sostenidos que supone, desde la infancia, haber nacido con vulvas, vaginas, trompas, ovarios y úteros en este tejido social.

Necesitamos nuestra tribu

El autoerotismo nos ha sido negado, precisamente, porque invoca el deseo propio y desencadena nuestro placer. De ahí que determinados bailes, incluyendo las heredadas danzas del vientre, nos fuesen tan prohibidos como la masturbación. Pero a esto se le añade otra interpretación… Cuando manifestamos el autoerotismo entre nosotras y realizamos danzas y/o nos masturbamos en colectivo, aunque sucedan solo en el ámbito privado, constituyen un acto político contra la hegemonía cisheteropatriarcal, pues, reafirman: el disfrute autónomo de nuestros cuerpos; la expresión de nuestra sexualidad; el movimiento como vía ancestral para reconectar y sanar nuestros úteros; y el amor y deseo entre mujeres (con su correspondiente connotación sorora y lésbica). Nuestro autoerotismo colectivo reconstruye el círculo, generando una cultura Otra del placer desde/entre/para mujeres.

Poco a poco, esta irrumpe en las artes, contestataria, y obtenemos una literatura que no solo recupera nuestra herencia uterina (por ejemplo, la investigación de Casilda Rodrigáñez, titulada Pariremos con placer), sino, también, revela otros silencios (como el concerniente a nuestros clítoris, próstatas y eyaculaciones, presentes en el libro Coño Potens, de Diana Torres) y prejuicios respecto a nuestra sexualidad (díganse, la naturaleza cíclica y la menstruación (BRUJA, de Lisa Lister; Luna Roja, de Miranda Gray; El Libro Rojo de las Niñas, de Cristina Romero y Francis Marín; El tesoro de Lilith y Viaje al ciclo menstrual, de Ana Salvia); el disfrute (El Placer, de María Hesse), la autonomía corporal y el amor propio (El Libro Rosado del Amor, de Cristina Romero y Francis Marín), entre otros).

Por último, el autoerotismo colectivo ha devenido nuestra labrys.[22] En la novela Panza de burro, de Andrea Abreu, la sororidad y el amor lésbico se entrecruzan al igual que el horizonte se pierde en la inmediación de las nubes con el mar. La masturbación como rito se transforma en una alianza de las niñas frente al desamparo, la insularidad y los volcanes. Asimismo, la película Ema, de Pablo Larraín, nos interpela al placer en verbo a través del baile, la libertad de compartir-nos erótica-afectivamente y la determinación de habitar-nos desde el deseo.

Nosotras ya escuchamos el salto.

No se despierta el agua sin llamar a la serpiente. Hay que quemar los tambores y ser voz-corro-lava…

Hasta que el cielo chivato se ponga a llover.


Notas:
[1] Marija Gimbutas: Diosas y dioses de la Vieja Europa, Madrid: Istmo, 1991. Citada en Casilda Rodrigáñez: Pariremos con placer, Segunda Edición, Murcia: Ediciones Crimentales S. L., 2008, p. 44.
[2] Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 41.
[3] Ambroise Paré: L’ Anatomie, Volumen 2, París: Gabriel Buon, 1575. Citado en Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 41.
[4] Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 44.
[5] Ídem, p. 34.
[6] Mari Cruz Garrido: El juego del corro en la cultura femenina, Madrid: Horas y Horas, 2010. Citada en Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 35.
[7] Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 34.
[8] Juan Jacabo Bachofen: Mitología arcaica y derecho materno, Barcelona: Anthropos, 1988. Citado en Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 66.
[9] Martha Moia: El no de las niñas, Barcelona: laSal edicions de les dones, 1981. Citada en Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 67.
[10] Ídem, p. 67.
[11] Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 67.
[12] Martha Moia: Ob. Cit., p. 67.
[13] Gilles Deleuze y Felix Guattari: El anti-edipo, capitalismo y esquizofrenia, Barcelona: Paidós, 1985. Citados en Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 67.
[14] Ídem, p. 67.
[15] Desde mi posicionamiento como feminista y activista, considero que las luchas políticas deben transversalizar toda labor humana, incluyendo, en este caso, el quehacer filológico; por tanto, abogo por un lenguaje inclusivo.
[16] Gerda Lerner: La creación del patriarcado, Barcelona: Crítica, 1990. Citada en Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 69.
[17] Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 68.
[18] Ídem, p. 71.
[19] Amparo Moreno: “Carta a la AsociaciónAntipatriarcal”, en: Boletín, 1989, Número 4. Citada en Casilda Rodrigáñez: Ob. Cit., p. 68.
[20] Ídem, p. 70.
[21] Ídem, p. 71.
[22] Hacha de doble filo empleada como herramienta y arma. Si bien diversas culturas han hecho mención a su uso, la teoría más difundida es aquella que se lo atribuye a las amazonas de las antiguas sociedades matrifocales indoeuropeas. Actualmente (y desde décadas anteriores), constituye un símbolo que remite a la fortaleza y la valentía de las mujeres, así como la sororidad entre ellas; en especial, las activistas feministas y lesbianas recurren a la labrys para representar la unión en sus luchas sociales y el amor sororo y lésbico.