Leo “Soy tan solo un maniquí que viaja…/”, de la colección Arco Tenso, y me quedo ya en las Calles de nube y piedra (Selvi Ediciones, 2020), de Reyna Esperanza Cruz. Al instante pudiera dejarse por sentado, tras la mirada crítica de su autora, un intento de individualización más que una declaración de principios. El lector encuentra un poema que, por contraste, pareciera desdecir de lo que ha advertido antes o se percatará luego.

No obstante, “Soy tan solo…/” es una pausa momentánea, detrás de dieciséis reconocimientos, sobre el incesante desplegarse de la interioridad por contextos que son conocidos si bien se prestan al redescubrimiento. Es el síntoma chocante que pudiera cuestionar el propio flâneur, quien arrastra emocionalmente el peso de la ciudad, la acumulación del diario vivir. Fuera de la casa, antes de entrar, anhela quizás prescindir de la carga, aunque esté consciente de cuánto le ha repercutido en la persona que al presente es.

Soy tan solo un maniquí que viaja,
una calle vestida de llovizna,
la piedra que ningún zapato mueve.
Soy el humo que llega
al antiguo refugio del hogar
y comienza a pensar en ser un árbol.
Hoy soy, nomás, una mujer cansada.

Con ella cae uno en la cuenta de ese seguir por necesidad ético existencial y sociocultural en que se da un enfrentamiento; en efecto, enfrentamiento, aunque amoroso porque empuja a vivir (en) la ciudad. Un poco antes, al inicio del cuaderno “Qué manera tan clara la del cielo…/”, apreciamos todavía un optimismo que, desde las variaciones sospechosas sobre la marcha, no abandonan la fe y la esperanza.

“Soy tan solo…/” es una pausa momentánea, detrás de dieciséis reconocimientos, sobre el incesante desplegarse de la interioridad por contextos que son conocidos si bien se prestan al redescubrimiento.

Esperanza Cruz va de la declaración de la poesía como lugar de concordia, identidad y resistencia (“Hay en el mundo, madre…/”) a la certitud de su despliegue y trabazón con el mundo exterior del poeta que (se) comparte (“Amo por igual arañas y poemas…/”) o se evoca, caso de “La niñez permanece en mente y en pupilas…/”, donde el paso del tiempo y otra época originan la comparación entre el “esplendor” de lo pasado y la intransigente situación tocante a “la esclavitud cotidiana de nuestras vidas”, para decirlo con palabras de Roberto Manzano. Se espira la tristeza que es desencanto asentado ya en la realidad:

(…)
Las calles que parecían tan enormes
Se estrechan al pasar.
Los grandes árboles de entonces son arbustos,
los amigos cercanos se marcharon
o ya no reconocen nuestro rostro.
Mas los poetas, que habitamos el país
de ojos hacia adentro y corazón afuera,
miramos con los lirios del recuerdo
anclado en nuestro puerto inmaterial.

En la página siguiente, sin embargo, los ánimos se levantan y la esperanza se posiciona. Peregrina de miramiento alerta escribe:

Llegaron desde ayer las aves migratorias.
Las recibo con júbilo y aplaudo
su universal manera de buscar
protección contra vientos invernales.
Me pregunto cuánto tenemos de ellas,
cuánto nos falta para alcanzar su altura,
su fe para vivir contra lo adverso.

Después de “Hay en el mundo, madre…/” y casi sin que algunos lectores lo noten, Calles de nube y piedra estipulará a menudo un coloquio de alternancias no opuestas, sino más bien de oportunas conexiones, en que a una página de la desilusión o análogo le sigue una de la esperanza. 

Esperanza Cruz va de la declaración de la poesía como lugar de concordia, identidad y resistencia (…) a la certitud de su despliegue y trabazón con el mundo exterior del poeta.

Antes había escrito “prescindir de la carga” que representa el paso por la ciudad. Ello no quiere decir que sea una sacudida total, pues toda ciudad dialoga indirectamente con sus habitantes y en consecuencia los condiciona, en particular al poeta cuando la aprecia cual paisaje en constante cambio, así exista una hipotética tolerancia de él hacia ella con respecto a lo que por ¿destino? tal vez no vaya cuesta abajo, pero alarma en definitiva por su estado actual. De ahí que en “Se niega octubre a ser otoño…/” se lea:

Es esa la estación que necesito para llenar los versos
la escueta melodía de mi andar,
el ríspido paisaje de La Habana
tan distinto de la postal turística,
de esa imagen tan dulce con que venden
lo amargo de un país que se derrumba cada tarde
y con la aurora vuelve a su esperanza.

Por otra parte, llama la atención que en el nivel tanto fónico como morfológico sobrevenga el regusto de la palabra retomada desde la clara propensión a la anáfora que, contrario a lo que pudiera suponerse en desestima del poema y su creadora, expresa sobre todo el horizonte en que se incluye y expande en empeños que terminan siendo experiencias compartibles, testimonios calificadores como en “Arden los cirios locos del amor”, donde el verbo conjugado en presente deja de ser peyorativo para vislumbrar cuanto es secuela y se generaliza: “Arde la realidad cuando la miro./ Arden vivos y muertos al azar./ Arde el verso que siempre debe arder”.

Antes había escrito “prescindir de la carga” que representa el paso por la ciudad. Ello no quiere decir que sea una sacudida total, pues toda ciudad dialoga indirectamente con sus habitantes y en consecuencia los condiciona.

Hay mucho de actitud confesional en Calles de nube y piedra por un estado anímico que no urge revelar sus motivos o presiones primeras; actitud confesional que llega de vez en vez por el mirar previo o concurrente como en “Soy un ave atrapada entre dos cumbres…/” o “Cuando la lluvia cae sobre el árbol de estrellas…/” por mencionar dos de los que más recuerdo. Ahora, acaso “El alma se me escapa hasta el futuro…/”, sea uno de esos poemas perdurables por varias razones y pasiones. Aquí se puede eludir —sin molestia alguna— el orden de lo primigenio entre desahogo y contemplación porque la presumida meta, que pareciera ser el punto final, continúa siendo posibilidad de camino:

El alma se me escapa hasta el futuro
a buscar otros tiempos de ventura.
Los pies están cansados
a pesar de los pasos detenidos.
La mirada se pierde hasta el océano
repleto de misterios y belleza.
El corazón estira sus ramas de añoranza
hacia el lejano sitio donde esperan
el día sin tristeza, la brújula sin norte,
el mapa de la isla sin tesoro,
la cascada de luz para las manos
que escarban sin cansancio
en busca de un eterno solsticio de alegría.

Estamos ante otra suerte de memoria de la utopía o viceversa en que tal vez, sí, las generalidades expuestas se deban a los esmeros del repaso ocular. En otro momento el sujeto lírico añora “mirar futuros” (“Le debo la sonrisa y el anhelo…/”) o solicita “mirada alerta” (“La marea del tiempo acerca peces…/”), confía incluso: “(…) /copiando en la mirada la bendición de un día/ de grises vestiduras, ocasional regalo/ que nos trae diciembre”. (“Amo la vida en esta mañanita…/”). Esa “gastronomía para los ojos” de la que habló Honoré de Balzac, regresa ahora a la poetisa a manera de introspección. La ciudad y sus pormenores, las complejidades del mundo han afectado y afectarán una espiritualidad dispuesta, no obstante, a seguir disfrutándolo.