Para comernos mejor

Ricardo Riverón Rojas
29/11/2020
"(…) no ceso de sentir como realizaciones acabadas de estrenar, pese a que son de vieja data: (…); la cobertura médica total, gracias a la cual la inmensa mayoría de los cubanos superamos situaciones sumamente complejas, como esta de la COVID-19 (…)". Foto: Internet
 

Nadie es joven toda la vida, ni viejo tampoco. Ser una cosa o la otra no induce derechos adicionales. Sin embargo, cuando un joven, o varios, protestan por alguna inconformidad, inmediatamente se relaciona su actuar con el idealismo, que no sé por qué solo se le endosa a los de ese grupo etario. A los de más edad se nos arrima, de manera bastante generalizada, el tufo de conservadores.

Sé de muchos jóvenes de mentalidad radicalmente pragmática, y de viejos que conservan y renuevan sus ideales mientras trabajan por hacerlos cada día más realizables, sin esperar por ello más retribuciones que las del reconocimiento por su apego a lo consecuente. Manejar la juventud como una categoría estética, o política, más que como un accidente cronológico, constituye un astigmático error en el que se incurre con bastante frecuencia en nuestras dinámicas discursivas.

Soy un viejo idealista que aprendió a seguir aquilatando (y celebrando, y cultivando) los ideales que devienen hechos concretos y acaban incorporados como práctica social a la vida de todas las personas, sin distinciones ni discriminaciones basadas en la caducidad de lo conquistado.

Dada esa condición, no ceso de sentir como realizaciones acabadas de estrenar, pese a que son de vieja data: la posibilidad de superación hasta los más altos niveles; la cobertura médica total, gracias a la cual la inmensa mayoría de los cubanos superamos situaciones sumamente complejas, como esta de la COVID-19; la equidad en la distribución de bienes; el derecho de hablar y ser escuchado; la expansión de la cultura a través de una impresionante red institucional; la bendición del empleo; la dignidad de no sentirnos subalternos frente a nadie. Todos son beneficios que he disfrutado, y que en mi primera infancia eran menos que una utopía. Nunca me cansaré de celebrar que hoy existan para todos, gracias a la Revolución, y siempre lucharé por que permanezcan y se perfeccionen de manera que sirvan para construir nuevas grandezas.

Sé que no siempre estos principios se han llevado a la práctica gubernamental con la efectividad que demandan sus esencias, pero igual recuerdo que una vez adquirida la conciencia del error, a este le ha seguido la intención de la enmienda. Nadie con un mínimo sentido de la honestidad puede afirmar que la práctica revolucionaria no ha incluido la autocrítica y la rectificación, más de una vez. Y que los estadios cualitativos conseguidos con los cambios superaron casi siempre a los del yerro.

La Cuba de los sesenta, los setenta, los ochenta y los noventa es muy diferente a la de estas primeras décadas del siglo XXI. Lo único que desde entonces ha permanecido, con empecinada crudeza, es el bloqueo norteamericano que, si acaso mutó, fue para intentar descoyuntarnos con el apretón. La libertad para viajar, para trabajar por cuenta propia, para comercializar la obra creativa, para conectarnos a Internet, para publicar en medios de diverso tipo son beneficios que se fueron incorporando y hoy disfrutamos como bondad cotidiana.

Esto último lo sé porque, desde los años setenta, escribo y publico sin que nadie me moleste. En Newsweek (en español, de México), en El Búho (de Excelsior), en OnCuba, en La Habana Elegante, en Otro Lunes, en El Gallo Ilustrado, en Rebelión y en unas cuantas más se han publicado decenas de textos míos. Pero también en La Gaceta de Cuba, Casa de las Américas, Juventud Rebelde, Bohemia, Umbral, Revolución y Cultura, Cubaliteraria, Cuba Contemporánea y más de un centenar de publicaciones cubanas. He sido libre para expresarme. Y no siempre de manera complaciente. Pero nunca renegando, sino proponiendo nuevos ángulos de enfoque, soluciones, alertando de peligros, remando contra la autocomplacencia.

Las personas que hace unos días se manifestaron frente a la sede del Ministerio de Cultura reclaman libertad de expresión, espero entonces que estas ideas mías caigan dentro de su zona de tolerancia y no los conminen al denuesto, sino a la certeza de que no todos pensamos igual y somos libres de expresarnos.

No es que quiera curarme en salud, solo necesito dejar constancia de que algunas veces al socializar criterios parecidos a estos, lo que he recibido de quienes no los comparten (en su mayoría personas que viven fuera de Cuba), son comentarios de desacreditación, expresados con mayor o menor virulencia.

En medio de estos sucesos recientes, sobre los cuales la mayor información inicial las recibimos por las no siempre confiables redes sociales, vi a artistas que admiro y respeto, aun cuando sus planteamientos, en algunos casos, no me parecieran atinados. No los devalúo por eso e insisto en pensar que los animan buenos propósitos.

Las aclaraciones que en comparecencia televisiva aportó el viceministro de cultura, Fernando Rojas, en su mayor medida resultan tranquilizadoras, pues nos trasladaron la seguridad de que el diálogo que sostuvieron los manifestantes con los representantes de la institucionalidad, además de complicado y polémico, se concretó en un intercambio maduro y constructivo que concluyó con acuerdos.

En el numeroso grupo de demandantes abundaban los rostros de amigos y colegas de probada claridad que, seguramente, contribuyeron al peso y la seriedad de las conversaciones. No obstante, me llamaron la atención otros rostros, desconocidos, sobre los cuales aún no me atrevo a opinar. No los conozco a todos, y tengo la esperanza de que entre ellos no estuvieran agazapados esos heraldos del lobo feroz que, disfrazados de abuelita, camuflan sus grandes bocas en busca de la primera oportunidad para comernos mejor.

Santa Clara, 28 de noviembre de 2020