Manuel Moreno Fraginals: La historia como arma y oficio
21/9/2020
Víspera del centenario del inicio de las guerras de independencia en Cuba, y a escasos años del triunfo de la Revolución cubana en 1959, historiadores e investigadores, dentro y fuera de Cuba, debatían acerca del tema de la nación y la nacionalidad cubanas y, como parte de dichos procesos, se enfrascaban en la revalorización del papel de la dirigencia de las guerras de independencia del siglo XIX. El ensayo marxista de Sergio Aguirre, “Seis actitudes de la burguesía cubana en el siglo XIX”; la Historia de Cuba, de Oscar Pino Santos y los estudios de Raúl Cepero Bonilla, Fernando Portuondo, José Antonio Portuondo y Walterio Carbonell crearon un clima de intercambio excepcional acerca de la épica cubana decimonónica. El alumnado universitario no se quedaba detrás, al mostrar sus propias inquietudes en los agitados sesenta del pasado siglo a través de conferencias, paneles y otros espacios en los que participaban académicos de prestigio.
En ese contexto la revista Casa de las Américas publicó, en 1966, el ensayo “La historia como arma”, de Manuel Moreno Fraginals. Dos años antes el historiador cubano había dado a conocer El ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar, libro seminal en nuestra historiografía, tanto por los aportes originales de contenidos como las audaces propuestas metodológicas.[1] Esta vez, el inquieto investigador irrumpía en los caldeados predios intelectuales, no con resultados en torno a un aspecto determinado de la historia de Cuba, sino con una preocupación esencial: “No podemos vivir en la sociedad nueva con las viejas concepciones históricas (…) Pero ¿qué hemos hecho por la creación de la nueva historia, del nuevo historiador?”.
Con un poco de Bloch, en su perspicacia interpretativa, y mucho de Fevbre en la fuerza de su prosa, el texto recuerda hasta cierto punto la cruzada librada por los primeros annalistas franceses en la primera mitad del siglo XX a favor de la historia y del oficio del historiador. Las metáforas belicistas no son casuales: Combates por la historia y la historia como arma, no son meros alegatos de la importancia de esta especialidad académica, sino proyectos intelectuales de autores abocados en su bregar profesional al sublime acto de creación con toda la responsabilidad y el compromiso que este exige. Así, mientras Fevbre en los años treinta concebía un “Examen de conciencia de una historia y de un historiador”,[2] Moreno, tres décadas después, llamaba a todo “intelectual honesto” a “un análisis y recuento de su actitud” e incluía entre ellos, claro está, a los historiadores.[3]
En el caso de Moreno, su principal mira estaba puesta en el tradicionalismo historiográfico, a cuyos exponentes calificó de “historiadores de la política” e “historiadores de las instituciones”. Eran ellos, a su juicio, los creadores de mitos históricos quienes, además de falsear la realidad, consciente o inconscientemente, insertaban sus relatos dentro de “las reglas burguesas del juego historiográfico”. Dos tipos de invenciones atisbaba el autor; por una parte, las que denominó “mitos menores en la historia cubana”, aunque pudiéramos cuestionar su condición de minoría, y, por otra, las “premisas científicas”. Ambas, de acuerdo con Moreno, respondían a los imperativos de las clases dominantes; eran “armas” ideológicas o, como las calificara en trabajos posteriores, “mecanismos de deculturación”; la primera por sus enfoques gnoseológicos burgueses, la segunda por sus lineamientos metodológicos ajustables a esos intereses.
Los “mitos menores”, según el investigador, consistían en tres problemáticas asociadas con el tratamiento a los componentes del proceso de formación nacional: el antiespañolismo, el escamoteo del problema negro y la presentación de la burguesía como grupo creador de la nacionalidad. Las “premisas científicas”, en cambio, presentaban un alcance metodológico más marcado:
1. Los hechos recientes no pueden ser analizados correctamente por el historiador; es necesario que el tiempo los decante, calme las pasiones y fije los valores.
2. No se puede juzgar el pasado con criterios del presente.
3. El historiador ha de ser un hombre desapasionado.[4]
Una primera ojeada a este segundo universo mitológico pudiera llevarnos a cuestionar algunas de sus réplicas a esas premisas o al menos abogar por algunas precisiones o matices, sobre todo en lo concerniente a la posibilidad, según Moreno, de interpretar hechos y procesos pretéritos con miradas del presente. El autor basa el fundamento de su oposición en una serie de constantes históricas que pueden aplicarse invariablemente “[…] como son la realidad de la lucha de clases y las relaciones de producción […]. Y la única forma de comprender cabalmente las relaciones de producción del pasado es estudiando las relaciones de producción del presente”.[5]
Al respecto quisiera adelantar algunas apreciaciones acerca de este y otros de “los mitos” ideológicos/metodológicos de Moreno, a partir de la formulación de dos interrogantes: ¿Por qué la historia “como arma”? y ¿cuáles fueron, desde la perspectiva del autor, los bandos beligerantes?
En su esfuerzo por demarcar las posturas historiográficas renovadoras de las propuestas tradicionales forjadoras de los mitos, Moreno se remite a las afiliaciones ideológicas de sus exponentes; a saber, burgueses (capitalistas) y revolucionarios (socialistas), estos últimos tendrían el encargo ingente de formar al “nuevo historiador” destinado a desmontar los mitos burgueses. Claro que tan férrea demarcación conflictual no se ajustaba a la pluralidad de corrientes, tendencias y escuelas historiográficas antitradicionalistas que buscaban innovar desde presupuestos metodológicos electivos, incluido el marxismo, pero no solo con el marxismo.
El itinerario intelectual de Moreno a esa altura era, de hecho, lo suficientemente extenso como para conocer esa realidad; él ya estaba entre los innovadores y se nutría de los más diversos referentes teóricos de la historiografía mundial, incluida la cubana. Otro sería, pues, el razonamiento. Llama la atención que en su referido texto el único autor contemporáneo al que aludiera fuera Cepero Bonilla, y que calificara a su obra Azúcar y abolición como el ensayo histórico “más brillante que se ha escrito en Cuba en este siglo”. Cepero, abanderado de un marxismo creativo, era acusado de “extremista, apasionado y antipatriota”, según Moreno, por los autoproclamados historiadores e intelectuales revolucionarios. Había entonces que invertir las reglas del juego, de forma tal que el peliagudo calificativo de “antipatriótico”, irremisiblemente asociado a los posicionamientos contrarios a la revolución, deviniera etiqueta ajustable a los historiadores tradicionales.
He aquí “el arma” seleccionada por Moreno: la historia. Con ella retaría a los portadores de enfoques anquilosados, poco dados al desafío interpretativo y al pensamiento crítico que exigían los nuevos tiempos. Faltaba solo el emplazamiento y, como buen diseñador, proyectó el escenario más propicio en un contexto de agudas confrontaciones políticas: el de la ideología.
La lógica expositiva que esgrimió el historiador pudiera concebirse como una jugada perfecta para “desarmar” a sus potenciales contrincantes. Todo aquel que comulgara con el fardo retardatario del marxismo más ortodoxo, o del férreo positivismo, se distanciaba en su condición de intelectual (y de historiador) de su papel como revolucionario comprometido dentro del naciente proyecto, o, en términos más provocadores, los colocaba en las reglas del juego historiográfico burgués. Moreno sostenía esa tesis y la blandía como componente del arma: “[…] historiar los hechos recientes implica para la burguesía gobernante el peligro de que los historiadores investiguen y denuncien la realidad del presente”.[6]
Visto desde este prisma, la crítica de Moreno al segundo mito “científico”, más que un “anacronismo” del investigador que tanto alertó acerca de los efectos nefastos de su influjo en la interpretación histórica, sugería un esfuerzo por legitimar el quehacer y el pensamiento de los “nuevos historiadores” y la necesidad de acercarse al proceso de formación nacional desde una “nueva historia”. Este reto, a su entender, no podía recaer en historiadores devenidos “pacientes trabajadores de la humedad, el polvo y las polillas”, incapaces de contaminarse “con el ritmo turbulento de sus días”. Compromiso y pasión, desde luego, no se encuentran reñidos con la labor paciente del historiador doblado sobre el documento, como lo calificara el sabio Ortiz, y el propio Moreno, cuyos principales objetos y problemas de investigación requerían contaminarse tanto de la efervescencia de sus días, como del polvo y las polillas de los archivos, tipificaba este acierto.
Otra cosa era vivir en y del pasado, asido al relato objetivista de los grandes acontecimientos y excelsas personalidades pretéritas. La Revolución cubana era un hecho presente, y apostar por los axiomas universales que sentenciaban el necesario desapasionamiento del historiador y de que los hechos recientes no podían ser analizados correctamente por el historiador, era desconocer la conexión o la “autognosis” que, desde el lejano Dilthey, prefiguraba la operatividad de un oficio que no buscaba explicar los fenómenos como en las ciencias naturales, sino comprender los nexos lógicos entre las “experiencias de vida” pasadas en su transcurrir hasta llegar a la vivencia del historiador.[7]
Es aquí donde el “arma” ideológica que porta Moreno, se afina con los instrumentales teóricos y metodológicos modernos del oficio. El problema a su entender era de métodos: “no podemos escribir la historia nueva con materiales viejos”. Tampoco podía hacerse desde “esquemas materialistas simplistas”, y en ese punto el historiador requería tomar posición frente a la debatida relación filosofía/investigación histórica. Aseveraba que el instrumental teórico marxista era esencial para interpretar el devenir histórico cubano, pero que no implicaba que se convirtiera en un “molde rígido” donde depositar los datos hallados, mucho menos aventurarse a discurrir sobre el pasado a partir de “esquemas materialistas” prefijados. En su audaz proyección, la racionalidad interpretativa debía partir de la investigación para “descubrir” las leyes de la dialéctica, y no a la inversa: “Sin una investigación del pasado no puede hablarse, con absoluta probidad intelectual, de nueva historia cubana ni de interpretación materialista”.[8]
Una investigación e interpretación históricas que, sin desconocer el influjo de los factores políticos, tuviera en cuenta también las dimensiones social, económica y cultural que condicionaban el fluir de la vida de hombres y mujeres concretos. En la convulsa década de 1960, desconocer, en términos de Michel de Certeau, a los “figurantes amontonados a los costados”, podía implicar, bien desmigajar los nuevos relatos a partir de narrativas sectoriales reivindicadoras, o recuperar esos rostros humanos e incorporarlos, con voz propia, al espesor del entretejido social y económico.[9] La propia esencia de la Revolución cubana así lo demandaba.
Es aquí donde encontramos al historiador cubano deshaciendo entuertos que echaran por tierra los “mitos menores”, sobre todo el relacionado con el “escamoteo del problema negro” a manos de una tradición positivista que abarrotó la narrativa nacional de egregias personalidades. Estas, al igual que los árboles, apenas dejaban ver el espesor del bosque que conformaba el devenir de la cultura cubana. Contrario a cualquier parcelación analítica, Moreno Fraginals apostó por una obra histórica que contribuyera a entender la historia de las sociedades humanas concebidas como un todo, totalidad que obligaba a revaluar la presentación de la historia política al uso, a modo de vademécum interpretativo del devenir nacional.
Para Moreno esta sentencia respondía a un problema de formación docente: “En las carreras de estudios históricos no está incluida una sola investigación social o económica moderna con prácticas concretas, trabajos de campo y que enseñen consecuentemente la metodología de estas investigaciones”.[10] Historia económica y social que ensancha sus territorios hasta llegar e incorporar variables de la cultura en el contexto plantacionista de Cuba y posteriormente del Caribe insular, como rezan sus epigrafiados: “vivienda y cultura”, “vestimenta y cultura”, “sexo, producción y cultura”. A fin de cuentas, diría el investigador: “Hablar de la cultura separada de la economía es una gran mentira”.[11]
Y es que Moreno entendió la cultura como un “organismo vivo”, en modo alguno disociado de una estructura productiva con sus componentes de clases sociales, lenguajes, códigos comunicacionales específicos y costumbres. Comprender y estudiar esos aportes culturales “desde abajo”, no implicó hacerles concesiones a las tendencias historiográficas que a escala mundial se inclinaban a la antropologización y la sociologización de la interpretación histórica. Por el contrario, apostó por la historia total, en ocasiones malograda por sus hacedores, y, más allá de las generalizaciones, omisiones y también de los errores, que, con el pasar del tiempo, han sido revelados por especialistas, en los muchos aciertos de Moreno encontramos un enriquecedor cuerpo metodológico, original, coherente e innovador, abierto al fraterno abrazo de toda ciencia social.
La totalidad en Moreno fue orgánica. Desde El ingenio hasta su libro síntesis Cuba/España, España/Cuba: historia común, editado en Barcelona en 1995, pasando por sus múltiples ensayos y artículos, es apreciable la voluntad integradora de su hacedor. Los más variados tópicos: relaciones internacionales, políticas y actividades productivas y comerciales, estructura demográfica, tecnología, se articulan con fenómenos y procesos que operan en la cotidianidad multiforme de la sociedad insular.
La apertura al estudio de las más diversas fuentes respondió también a esa mirada global, a ese deslizarse a través de segmentos de pasados, de cotidianidades que busca anudar valiéndose de un saber enciclopédico, de un cúmulo formidable de información documental y bibliográfica y de una imaginación infinita. Puede, de la mano de Pérez de la Riva, “excepción cubana en el correcto manejo de fuentes cuantitativas”,[12] escudriñar los censos demográficos, con la misma vitalidad que encuentra en la literatura el escondrijo de rostros humanos apresados entre los herméticos barrotes del cuantitativismo objetivista.
De la importancia del arte y la literatura como fuente histórica para acceder a esos hombres y culturas “escamoteados”, se refirió Moreno en varias de sus obras. La imaginación literaria, en tal sentido, la concibió circunscrita solo a la trama, el resto es “fiel observación de los hechos presentes”.[13]
Valoró, por ejemplo, la importancia de la obra de Anselmo Suárez y Romero para el estudio de la sociedad esclavista; en particular ponderó sus estampas campestres, cuyos personajes encarnaban a “los tipos característicos de la nación”. Esclavos, mayorales, mulatas de los barrios pobres o el señorito habanero, representaban a un amplio espectro de gentes que se entrecruzaban desperdigadas en el ir y venir de una cotidianidad que escapaba a la confidencial carta o al enjundioso informe, pero no así a la mirada perspicaz y crítica de los escritores que fueron capaces de presentar y recrear sus respectivos ambientes y culturas. Del mismo modo que en libros como El cimarrón y Memorias de una cubanita que nació con el siglo encontró “la historia apasionada, alucinante que se revela detrás de la tortura, la gangrena, la favela, o la recia explicación de una clase social”.
Su interés por los estudios culturales, mucho más acentuado a partir de asumir el cargo de asesor del Consejo Nacional de Cultura y sobre todo de su desempeño como docente del ISA, a partir de la década de 1970, tuvo raíces más profundas. Es sugerente su temprana sensibilidad por incorporar al quehacer investigativo los problemas de la resignificación lingüística, en tanto modo de evitar los frecuentes anacronismos históricos. Difícil encontrar un texto de Moreno en el que no aparezcan disquisiciones acerca de los conceptos de la época. Los consideró indispensables para esclarecer los componentes léxicos del proceso productivo azucarero, aun los aparentemente más insignificantes, pero mal empleados, como podían ser los vocablos envase, caja y cajita, o también las apropiaciones semánticas procedentes de la cultura árabe, cuyo estudio ampliará en una de sus últimas entregas.[14]
Más allá de posibles influencias europeas en el análisis lingüístico incorporado a los estudios históricos,[15] en Moreno influye directamente el magisterio del historiador y erudito mexicano Silvio Zavala, a quien refiere cuando increpa el “facilismo” de la mayoría de los historiadores tradicionales cubanos “que dan a los signos de entonces los mismos valores que tienen en la actualidad”.[16] Resultado de esas inquietudes, que “lindan entre la historia y la lingüística”, es el diccionario de los términos empleados en la manufactura e industria azucarera. Al confeccionarlo, el autor deja un guiño provocador al tradicionalismo historiográfico, cuando advierte el sugerente uso de vocablos azucareros en el argot sexual cubano contemporáneo.
Ciertamente, los senderos del gran negocio de la plantación, en tanto fenómeno del complejo económico social azucarero occidental, lo enrumbaron a enunciar conclusiones generalizadoras en modo alguno ajustables a la dinámica productiva en otras regiones de la Isla. Eso sí, la ruta del dulce le desbrozó el camino para la incursión en estudios regionales, aunque en dirección al Caribe insular. La metodología empleada le permitió completar enfoques, enriquecerlos a partir de una perspectiva comparada, además de desbrozar temas con hipótesis audaces y la habitual excelencia expositiva. Asimismo, amplió su bien abultado cuerpo de fichas, al que incorporó materiales del folklor caribeño, y mostró las potencialidades de viejas y nuevas fuentes para avanzar en las pesquisas, tanto de los procesos de deculturación “inherentes a toda forma de explotación colonial y neocolonial”,[17] como de la cultura del propio esclavo en ámbitos rurales y urbanos.[18]
Dejo para el final el más polémico de sus “mitos menores”: el antiespañolismo, a mi entender el que despierta mayores suspicacias en sus muchos lectores. Moreno ya en “La historia como arma”, enfrenta a quienes asumían la conflictividad criollo/español como la contradicción fundamental del siglo XIX cubano y no “las contradicciones inherentes a la producción de mercancías para el mercado capitalista empleando parcialmente un régimen de trabajo esclavo”.[19] Entendía tales posturas como expresión del “escamoteo” de las clases dominantes en Cuba al problema negro, y, por tanto, parte integrante de su concepción del “arma” histórica en la pelea contra los embates del tradicionalismo historiográfico en los sesenta. Ahora bien, en sus últimos trabajos la tendencia fue simplificar las disquisiciones teóricas, reduciéndolas a sentencias como que José Martí proclamó la guerra sin odio contra los españoles, o que Cuba no fue una colonia de España en el sentido clásico de ese concepto, sin que profundizara, al menos como lo había hecho en textos anteriores, en las distinciones entre una colonia de producción y una de servicios-producción.[20] Podría o no estarse de acuerdo con algunas de esas tesis, pero su capacidad innovadora y su estímulo a la controversia y al diálogo son notas del investigador que siempre se agradecerán.
Cuando advierto la tendencia posterior a la simplificación, me refiero en esencia a su enfrentamiento al mito antiespañolista, lo cual no quiere decir que continuara generando nuevas hipótesis o presentando algunas tesis con su habitual desenfado. Pero el “arma” del oficio para argumentar con rigor el “mito menor” no siempre muestra sus necesarios ajustes. Quizá el ejemplo que mejor lo ilustre sea el del polémico calificativo de “guerra civil”, que, según algunos críticos, Moreno atribuye a las guerras anticoloniales en Cuba, en el libro Cuba/España España/Cuba. Historia Común. Uno de esos comentaristas, Germán Carrera, argumenta sus razones en los términos siguientes:
Si los negros cubanos estaban incrustados, pero no asimilados a la sociedad cubana y la nacionalidad cubana se fundió y maduró en tres guerras de independencia, y si el español se tornó el “otro”, como “raíz rechazada” ¿qué significa entonces la conclusión testaruda de que las luchas armadas por la independencia fueron “guerras civiles” en vez de reconocerlas como auténticas guerras anticoloniales que dieron al traste con la “historia común”?[21]
Estamos en presencia de la tesis más endeble entre las sostenidas por Moreno en su oposición al mito del antiespañolismo. Hasta cierto punto por su ambigüedad. Por una parte, dejó claro a lo largo del citado libro la existencia de una conciencia de “cubanidad” que cuajó justamente en el enfrentamiento a la metrópoli hispana: “En síntesis pudiera decirse que la guerra de los Diez Años y la Guerra Chiquita fueron como el crisol de la nacionalidad cubana”.[22] Cuando aludió a la “guerra civil” lo hizo refiriéndose a un documento del Círculo de Hacendados fechado en 1899: “[…] La gran guerra nacionalista, recién terminada, se plantea como guerra civil” —y advierte— “[…] La tesis ha de tener numerosos seguidores”.[23] ¿Acaso era él uno de sus partidarios? Un problema como el expuesto, objeto de múltiples y por momento acalorados debates, requería, sin dudas, de mayores precisiones conceptuales.
Pero su objetivo con ese acápite era otro. Moreno buscaba fundamentar la importancia del proceso de “españolización o hispanización” de la cotidianidad del cubano frente a las ambiciones hegemónicas de Estados Unidos después de 1898. Mantenía así la línea simplificadora de análisis frente a un problema que a todas luces se presentó mucho más complejo, en tanto se trataba de los múltiples modos con que se asumieron en Cuba las corrientes del hispanismo y el panamericanismo; todo un universo ideológico difícil de encasillar en dos bandos o, ¿por qué no?, en otros dos mitos.
No obstante, y de acuerdo con el historiador Oscar Zanetti en su prólogo a la Órbita de Manuel Moreno Fraginals, aún en estas últimas propuestas, y a pesar de sus limitaciones, son apreciables los aportes del autor a la historia de las relaciones Cuba-España sobre todo en temas migratorios.
Hombre de cultura enciclopédica y de vasta experiencia de vida, no concibió a un historiador de profesión desligado de las preocupaciones de su tiempo, mucho menos desapasionado. En la misma cuerda del prestigioso e influyente historiador belga Henry Pirenne, pudiéramos decir que, para Moreno, el historiador era “un hombre que ama la vida y que sabe mirarla”.[24] Al menos así parecía entenderlo cuando expuso: “Quien no sienta la alegría infinita de estar aquí en este mundo revuelto y cambiante, peligroso y bello, doloroso y sangriento como un parto, pero como él creador de nueva vida, está incapacitado para escribir historia”.[25]
Notas:
[1] Oscar Zanetti Lecuona: “Moreno; entre la historia y la leyenda”, en Cuadernos Cubanos de Historia no. 3, Editora Política, La Habana, 2004, p. 116.
[2] Lucien Fevbre: Combates por la historia, Editorial Ariel, Barcelona, 1982, p. 15.
[3] Manuel Moreno Fraginals: “La historia como arma”, Casa de las Américas, no. 40, La Habana, 1966, en Órbita Manuel Moreno Fraginals, Ediciones Unión, La Habana, 2009, p. 53.
[4] Ibídem., p. 56.
[5] Ibídem., p. 57.
[6] Ídem.
[7] Wilhelm Dilthey: El mundo histórico, Fondo de Cultura Económica, México, 1944, p. 308.
[8] Manuel Moreno Fraginals: “La historia como arma”, en Órbita, pp. 64-65.
[9] Michel de Certeau: La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer, Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, México, 2000, p. 3.
[10] Ibídem., p. 65.
[11] Manuel Moreno Fraginals: “El precio de la cultura”, Casa de las América, no. 155-156, La Habana, 1986, en Órbita, p. 384.
[12] Manuel Moreno Fraginals: El ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar, t. III, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978, p. 8.
[13] Manuel Moreno Fraginals: “Anselmo Suárez y Romero”, 1960, en Órbita, p. 34.
[14] Manuel Moreno Fraginals: “La introducción de la caña de azúcar y las técnicas árabes de producción azucarera en América”, Mercedes García Arenal (coord.): Al-Andalus allende el Atlántico, UNESCO/Junta de Andalucía, Granada, 1997, en Órbita, pp. 410- 433.
[15] Ese interés, encontrado en Bloch y Fevbre, no estaba muy extendido aún en la década de los sesenta de la centuria pasada, a excepción de los trabajos realizados por el Arbeitskreis Moderne Sozialgeschichte (Grupo de trabajo de historia social moderna), fundado en Alemania entre 1956 y 1957.
[16] Manuel Moreno Fraginals: El ingenio. t. III, p. 95.
[17] Manuel Moreno Fraginals: “Explotación/deculturación. Ensayo de interpretación del Caribe insular”, en Órbita, pp. 175-227.
[18] Manuel Moreno Fraginals “Aportes culturales y deculturación”, en Ibídem., pp. 263-291.
[19] Manuel Moreno Fraginals: “La historia como arma”, en Ibídem., p. 61.
[20] Manuel Moreno Fraginals: “Hacia una historia de la cultura cubana”, Universidad de La Habana, no. 227, La Habana, 1986, en Ibídem., p. 304.
[21] Germán Carrera Damas: “Manuel Moreno Fraginals, Cuba/España/ España/Cuba. Historia común, Barcelona, Crítica, 1995”, en Historia y sociedad, año IX, Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, 1997, p. 177.[22] Manuel Moreno Fraginals: Cuba/España España/Cuba. Historia Común, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995, p. 255.
[23] Ibídem., p. 292.
[24] Henri Pirenne: ¿Qué están tratando de hacer los historiadores?, en Eslabones. Revista semestral de estudios regionales, no. 7, México, enero/ junio de 1994, pp. XII-XXXI.
[25] Manuel Moreno Fraginals: “La historia como arma”, en Órbita, p. 66.