Éranse el peor año y una carta de 1918
16/11/2020
Así como una vez Jorge Mañach habló “del pasado personal, del propio tiempo”, todos tenemos uno o varios años que consideramos el peor o los peores de nuestra vida. Puede deberse al momento en que murió alguien muy querido (y esa fecha pasa a ser recordada como la más amarga); o el año en que emigró un hijo, una amiga, alguien especial (y se fija el día en la memoria, para nunca olvidarlo); o la fecha en que un amor nos abandonó, o abandonamos, e igualmente se convierte en momento inolvidable para mal.
Al margen de consideraciones muy íntimas, que poco interesan al público, sin dudas este año 2020 que se acerca —¡al fin!— a su fin, se inscribirá en la historia como uno de los peores de toda la época llamada moderna. Nunca pensamos que viviríamos tal desastre mundial, y en algunos momentos, incluso, temimos no sobrevivir. Las noticias, que durante los primeros meses nos aterraban, pasaron a ser increíblemente rutinarias, como si la muerte fuera algo inevitable y, como tal, asumible sin grandes alarmas. De una forma u otra, no quedó más opción que continuar viviendo. Nos adaptamos a hábitos nuevos, impensables ocho meses atrás, cuando se declaró la pandemia. Porque si alguien nos hubiera dicho que terminaríamos el año con el rostro semicubierto, sin fiesta tumultuosa, con soluciones cloradas por doquier, con riguroso control de invitados (cuyo número debe restringirse) y de alimentos (porque escasean), habríamos creído que el anuncio no era más que una broma de pésimo gusto.
Sin embargo, nos acercamos al momento de planificar la fiesta de fin de año y la realidad nos golpea. Lejos de ser broma imaginaria, es una verdad concreta: no tenemos ánimos para despedir este diciembre. Ni confiamos ciegamente en la buenaventura del enero que viene, por lo cual parece una ironía desearnos felicidades. Si acaso, celebraremos estar vivos. Temerosos, tristes, oliendo a desinfectantes, echando de menos a los ausentes; añorantes y con falta de fe estamos, pero vivos. Si una lección aprendimos es que siempre es posible estar peor. Y que hace muchísimos años, ocurrió algo similar. En cuanto a esto, quiero comentar lo siguiente:
Por puro azar, mientras buscaba documentos en casa de alguien muy querido en la ciudad de Cienfuegos, descubrí una carta fechada el 17 de noviembre de 1918, dirigida a un tal Rufino Sarmientos y firmada por su primo, Guillermo. A estas alturas, ningún miembro de esa familia cienfueguera reconoce al remitente ni al destinatario. Me permitieron conservar la carta porque me llamaron la atención varios fragmentos que aluden a lo que en aquella época se llamó “la gripe española”. Como es sabido, tal gripe no se originó en España, sino en los Estados Unidos, en la base militar Fort Riley, en marzo de 1918. Fue una influenza causada por el virus de la gripe tipo A, que causó la muerte de más de 50 000 000 de personas en el mundo, desde esa fecha (primer trimestre de 1918) hasta que se dio por controlada, en abril de 1920. Es la pandemia que más se asemeja a la actual, debido a su transmisión por vía respiratoria, su altísima contagiosidad y su alcance mundial. En Cuba se han llevado a cabo varias investigaciones al respecto, y se han encontrado reportes que dan cuenta de la mortalidad de esa influenza en nuestra Isla (cerca de 8 000 fallecidos). Se describe que el virus entró en nuestras fronteras a partir del buque Alfonso XIII, que trajo a bordo 44 enfermos de la llamada “gripe maligna”, el 18 de octubre de 1918. Ese mes provocó la muerte de 125 habaneros y se extendió la enfermedad a toda la Isla en noviembre de ese año. En la epístola que amablemente me regaló la familia cienfueguera, se lee: “La Influenza nos tiene arrinconados; aquí han muerto muchos y en todo el día no deja de oírse el triste dan… dan… de la campana y a cada rato la música en los cortejos fúnebres. […] Ustedes no deben descuidar los catarros, pues empieza uno a toser y va a acabar de hacer cají, cají al cementerio”.
Han transcurrido 102 años desde que se escribiera esa carta. Resulta espeluznante saber que una vez más hemos sido arrinconados; que, a nivel mundial, se han contagiado más 53 000 000 de personas con el virus de la Covid-19 y que la cifra de fallecidos supera el 1 000 000. En Cuba, hasta el presente, han contraído el virus más de 7 000 individuos y han muerto 131. No escuchamos las campanas de la iglesia, no hay música en los cortejos fúnebres, se conoce muchísimo de Epidemiología y se toman medidas profilácticas; pero, básicamente, seguimos siendo los mismos. En aquella época no existían las vacunas y, aunque se ha avanzado de forma considerable y nos aproximamos a disponer de una vacuna cubana, en estos precisos momentos estamos a merced de cuidados que apelan a la higiene personal, al aislamiento y al uso de mascarillas faciales, tal como ocurrió en 1918. No nos hace ninguna gracia la onomatopeya de la tos, que según mi amigo Pedro de Jesús, —a quien mucho agradezco—, explica el “cají cají” que menciona el tal Rufino en su carta, con cierta sorna amenazante.
Si doy crédito a la manida frase “la casualidad no existe”, dispongo de un testimonio valiosísimo que interpreto como señal de la vulnerabilidad humana. Rindo respeto a quienes justo en estas fechas, fueron arrinconados por una enfermedad que se expandió como la mala hierba, hace más de un siglo. Confieso que no me habría interesado por ellos si no fuera por el macabro hecho de sentir exactamente lo mismo. La mal llamada gripe española duró dos años y desapareció con el mismo misterio que nació. Esta vez, no debe ocurrir lo mismo. Que la ciencia y la conciencia hagan lo suyo es el mejor augurio para el año que se avecina.