El agente 007 y las muchas caras de la Bestia
18/11/2020
Ian Fleming escribió una saga sobre el sistema capitalista, no sobre un hombre real. En la medida en que salían a la luz las entregas literarias, las cualidades de James Bond se hacían cada vez más fantasiosas, ideales, propias de un superhombre del liberalismo occidental y no de un ser de carne y hueso. Nacida en el seno de la guerra fría cultural, la historia del agente 007 no se despega de la simbología apologética del ideal europeo y norteamericano, frente a lo que ellos consideraban la amenaza cultural civilizatoria del comunismo.
Si como un ejercicio intelectual leemos algunos números de la revista Selecciones de Readers Digest correspondientes a la década del cincuenta, notaremos también cierta conspiranoia y la necesidad de un poder sobreprotector que enfrente con armas y habilidades nunca antes vistas a ese enemigo que está en todas partes. El verdadero traspaso en el orden de la guerra cultural, en lo que se refiere a James Bond, acontece de la literatura al cine. A partir de allí, el género del espionaje quedará impactado por la ideología hardcore del sistema. Ya antes, en determinado departamento del gobierno británico creado para estos fines, se había estudiado el fenómeno de la percepción de las masas. En plena Segunda Guerra Mundial, el individuo alemán fue deshumanizado y tenido por un bárbaro huno, cuyo único legado en la Tierra fue arrasar cual plaga los parajes que conquistara. El género dio sus frutos como arma para controlar los temores de las personas hacia ese sujeto otro, táctica que fue usada contra el enemigo ideológico. En la base de esa matriz está el racismo sistémico sobre el que se erigen las identidades europeas y occidentales.
Rasgos asiáticos
En las primeras adaptaciones cinematográficas de la saga de Fleming —protagonizadas por Sean Connery— el enemigo era abiertamente ese comunista e invasor que amenazaba el “mundo libre”. Sin embargo, poco a poco esta noción se desplazó hacia una idea mucho más etérea y difícil de determinar en la práctica histórica: los rasgos culturales del otro. El oponente, si bien residía en Europa oriental o en algún punto de la geografía del Oriente, no era el jefe de la KGB (Comité para la Seguridad del Estado soviético) o el primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética, sino más bien un ente outsider que usaba las diferencias existentes entre las grandes naciones y sistemas para provocar un estallido bélico global. De este modo, la satanización cultural y racista era incluso mayor, ya que como leitmotiv del contrario no se utilizaba una causa ideológica real ni una oposición, sino el prurito de la sinrazón destructiva. Tal fue la táctica usada para que el público no adivinara que detrás de James Bond estaba la lucha de clases a nivel internacional y todo cuanto se deriva de una pugna por la modificación de la historia y los paradigmas civilizatorios.
El enemigo se muestra con aspecto asiático; es un sucedáneo de rasgos morales negativos que lo demonizan al punto de volverlo casi inhumano. Mientras que el personaje de James Bond se construye a partir de paradigmas de fuerza, perfección, lealtad e integridad, el mundo “no libre” se dibuja en el desbalance de la caricatura. El mensaje está claro: solo aquí, en Occidente, crece el hombre bueno; y solo allá, en Oriente, existen las condiciones ideales para que se produzca una aberración humana, la cual debemos cercenar por el bien de toda la especie. En las entregas cinematográficas de los tiempos de Kruchev, durante la distención entre la Unión Soviética y Estados Unidos, James Bond llega a salvar a la propia KGB de ese enemigo cultural que la corroe y la pone en peligro. La perfección dramática del agente británico es funcional respecto a los valores éticos del capitalismo, descritos por Max Weber como la base de la pervivencia del sistema: la moral protestante de la austeridad, el trabajo y la consagración a un deber ser supremo.
Bond viene a mistificar la lucha de clases real en la fantasiosa oposición entre el bien y el mal —tan conveniente a la ética anglosajona weberiana—, y lo hace al desviar el enfoque de las masas hacia un universo de cómics donde lo importante son las distintas mujeres que ama el personaje o las armas exóticas que este utiliza. Nos adormece el efectivo avance de la industria cultural por encima de los fenómenos sociales en el campo de la conciencia, y la saga cumple sus propósitos: cubrir con un manto la verdadera naturaleza de la guerra fría y reclutar las mentes de la audiencia a través de productos que tejen un relato falso y desquiciante acerca del malvado otro cultural.
El personaje de ficción requiere, por tanto, un marco sociocultural específico para funcionar como una pieza de ingeniería política: la ética protestante, base del capitalismo anglosajón según los postulados de Weber. En el contexto del enfrentamiento Este-Oeste se buscó que el espectador infiriera que se trataba de la lucha por la pervivencia de ese marco en la dinámica civilización versus barbarie, y no capital versus obrero. Al final de aquella época, el otro cultural, en su etérea aparición, dejó de ser socialista para encarnar una especie de némesis inhumana, cuyas raíces se hunden en el relato bíblico acerca de los tiempos de la venida de la Bestia y el Anticristo.
De esta manera Bond es San Jorge y el comunismo es el dragón. En la parodia de lectura histórica que realiza la industria cultural, la audiencia no tiene otro referente mítico al cual recurrir, por ello interpreta compulsivamente de acuerdo al sistema. La saga de Fleming se comporta como un tapón ideológico para el razonamiento, dejando al receptor atrapado en la dicotomía malo-bueno y sin otra inquietud que vencer a ese demonio por el cual es imposible sentir empatía. Lo que antes era un huno alemán, bárbaro y enemigo de la civilización, ahora es el otro desconocido, que surge de las entrañas de una geografía lejana para amenazar la estabilidad del aquí y del ahora.
La pesadilla nuclear
No habría sido posible la creación de un superhombre como James Bond sin un relato apocalíptico con visos reales como trasfondo. Desde la primera bomba atómica, el peligro del fin de la humanidad invirtió las cargas ideológicas y culpó al otro de ese arrasamiento probable. Ante la pesadilla nuclear no valen las luchas de clases, sino que todos se sienten parte del mismo sistema amenazado de muerte; de ahí que resucite el relato bíblico sobre la Bestia que nos ataca. A esta Bestia se opone el hombre del futuro, resultado de la cultura blanca occidental y protestante.
En una de las películas, el otro cultural secuestra bombas atómicas y amenaza con estallarlas al unísono en Occidente y en el Este, para desencadenar una guerra que aniquile el planeta. La lógica nos dicta que, de llevar a cabo tal desatino, nuestro villano moriría inevitablemente. Sin embargo, la fabulosa industria cultural es capaz de enervar todo cuestionamiento dramatúrgico en aras de la acción: pura adrenalina, peleas, disparos, explosiones, y sin muchos mensajes. Ya en este punto ni siquiera interesa mantener vivo el relato sobre el comunismo, sino usar, como muñeco de paja, la pervivencia del monstruo —del otro—; ya sea contra el Este, China, los islamistas o los serbios. La ingeniería de la industria cultural ha creado sus mecanismos para manipular, incluso, cualquier momento histórico, de forma tal que las armas se actualizan en dependencia de los objetivos y las dinámicas reales del mundo del capital.
Negra y mujer
En el paso del universo ético weberiano hacia la noción de lo inclusivo, el marco ideológico de James Bond se adapta como corsé a los nuevos tiempos. Con la muerte de Sean Connery, los medios abrieron un paréntesis en sus reseñas para abordar el uso de mitos, símbolos y percepciones colectivas acerca de la saga. Había aparecido una agente 007 negra, con la misma licencia para matar que su antecesor. El mensaje estaba clarísimo: somos nosotros los civilizados, los antirracistas, los buenos, y llevaremos el orden al resto del mundo, y al otro cultural, cueste lo que cueste (bombardeos de ciudades, revueltas, linchamientos mediáticos, difamaciones éticas y violencia terrorista). La nueva James Bond nos vuelve a trasmitir la ideología de que el orden proviene de Occidente y la Bestia, del Oriente.
decorativo y una especie de premio sexual para el protagonista.
No nos extrañe que en nombre del antirracismo y la inclusión se tejan relatos donde ese otro cultural, que antes era retratado con rasgos asiáticos, aparezca con tez blanca, ojos azules y cabello rubio. El propósito es criminalizar, en el marco civilizatorio, a todo aquel que no se avenga con los intereses hardcore del sistema, eliminándolo física y simbólicamente. El enemigo, ahora, será un racista, xenófobo, y probablemente misógino, que amenaza a los buenos ciudadanos inclusivos de Europa y Norteamérica.
La industria cultural trabaja con algo que el sistema conoce muy bien: el racismo y el sexismo no residen en el color de la piel o el sexo, sino en las condiciones socioeconómicas subyacentes. Un neoliberal acérrimo podría sostener un discurso formal que en apariencia abogue por la inclusividad, pero que no toque el núcleo duro del conflicto de clases. De tal forma, la saga fílmica continúa mistificando y escondiendo la verdad a través de pautas civilizatorias en boga, sin que ello implique un cambio del estado de cosas.
La mítica lucha entre el bien y el mal se roba la escena y hace imposible la comprensión de los símbolos reales que subyacen en la trama. La nueva agente 007 matará con licencia y de forma inclusiva para defender —aunque se mencione poco a lo largo de la película— a su majestad británica, un poder que nadie ha elegido y que representa una larga herencia opresiva. El dragón, esta vez blanco, hombre, y hasta occidental, caerá bajo la lanza de un San Jorge actualizado y de mirada inclusiva. Para quienes ven el mundo a través de sus pantallas táctiles, James Bond seguirá siendo su saga favorita y en el universo habrá justicia suficiente. Sin embargo, en la tramoya histórica nada habrá cambiado para nadie.